Los restos del edificio de promoción industrial de la Prefectura de Hiroshima en septiembre de 1945, actualmente se lo conoce como el domo de la bomba atómica. Foto: AFP/ Getty Images |
por Ariel Dorfman
Hace unos días,
tres árboles Gingko que mi mujer y yo habíamos plantado frente a
nuestro hogar en Durham, Carolina del Norte, sufrieron un asalto a
mansalva. Cuando salí a defenderlos de un tropel de trabajadores que
excavaban hoyos gigantescos justo al lado de las raíces de esos
árboles para enterrar cables de fibra óptica, largos y sinuosos y
amarillos como serpientes, me animaba no solo el deseo de salvar a
esos hermosos retoños de las depredaciones de la modernidad, sino
también inspirado por la memoria de la primera vez, treinta y tres
años atrás en Hiroshima, que supe de los Gingko, la primera vez que
tuve la suerte de conocerlos.
- Tiene Usted
que ver los Hibakujumoku, los árboles sobrevivientes -me dijo
Akihiro Takahashi, el director del Museo Memorial de la Paz de
Hiroshima, casi comandándomelo imperiosamente al final de una larga
conversación en su oficina-, tiene que ver los Gingko.
Me había estado
relatando la historia de su propia supervivencia a la edad de catorce
años después que la bomba atómica cayó sobre su ciudad el 6 de
agosto de 1945, gracias a que se encontraba en su escuela a un
kilómetro y medio del epicentro. Minuciosamente fue desplegando su
experiencia: un centelleo de luz seguido por un estallido
ensordecedor que le hizo perder la conciencia, despertando para
hallarse, trastornado y cubierto de quemaduras, lanzado contra un
muro a diez metros de distancia. Y lo que había visto cuando se
dirigió hacia un río cercano para ver si las aguas le apaciguaban
la piel calcinada. Una escena apocalíptica: cadáveres esparcidos
como rocas, un bebé que lloraba en los brazos de su mamá
incinerada, hombres atravesados por pedazos de vidrio deambulando por
las ruinas de calles y puentes como fantasmas, con la ropa hecha
harapos, el aire ennegrecido e irrespirable, barrios enteros
ardiendo, 85 mil hombres, mujeres y niños muertos instantáneamente,
los miles que sucumbieron después debido a lesiones y radiación. El
cuerpo de Takahashi ostentaba señales de ese crimen de guerra y su
persistente desenlace. Una de sus orejas estaba chata y deforme, y
sus manos retorcidas y encrespadas, con uñas largas y negras que
crecían de varios dedos. Una de esas manos gesticuló hacia la
ciudad más allá del Museo donde los Gingko, insistió, por medio de
un intérprete, probarían mejor de lo que él lo pudiera hacer, la
perduración de la esperanza, la necesidad de buscar la paz y la
reconciliación.
Y, en efecto, los
tres árboles que visité en los templos de Hosen-Ji y Miyojoin-Ji y
en los jardines de Shukkeien eran una maravilla, frondosos y
magníficos y obstinados. Protegidos por la profundidad de sus
raíces, germinando nuevos brotes casi inmediatamente después de la
explosión, estos árboles venían a ser expertos en el arte de
sobrevivir, una especie, me contó el intérprete, que tenía, según
fósiles encontrados en China, 270 millones de años de antigüedad.
Se estimaba que bien podía ser uno de los seres vivos con más
existencia ininterrumpida en el planeta. Y algunos ejemplares
llegaban a cumplir más de dos mil quinientos años. Y estos, los que
miraba yo con reverencia en Hiroshima, habían brotado de verde en
medio de cuerpos carbonizados y gritos de humanos agonizantes,
mientras caía una lluvia negra.
Y fue así que,
décadas más tarde, cuando los majestuosos robles que se sembraron
hace setenta años atrás en Durham, comenzaron a morirse y fue
necesario derribarlos, nos pareció natural, casi inevitable,
reemplazarlos con árboles Gingko. Adquirimos dos ejemplares bonitos
y los hicimos plantar, a nuestras expensas, en la vereda frente a
nuestro hogar, e incluso persuadimos al municipio de que cultivara
otro para el vecino. No se trataba tan solo de desafiar a la muerte -estos árboles perdurarían más allá de los robles, estarían
acá cuando nosotros ya no respiráramos, a estos árboles no los
derribarían con facilidad- sino también de una decisión
estética. Los Gingko son elegantes y dúctiles, y sus hojas se
presentan en delicados lóbulos verdes en forma de pequeños abanicos
encantadores.
He ido regando
todos los días esos árboles milagrosos y cada madrugada les doy la
bienvenida, llegando en algunas ocasiones a hablar con ellos,
canturrearles una que otra melodía.
No era extraño,
entonces, que cuando presencié una caterva de trabajadores cavando
zanjas al lado de los Gingko, poniendo sus raíces al alcance de los
cables mortíferos, me lancé al rescate. Ayudado por mi castellano
(todos los que labraban eran de origen hispano, probablemente
indocumentados), los convencí con vehemencia de que alejaran sus
fosas de los Gingko. Enseguida hice lo propio a lo largo de la calle
donde otros árboles peligraban.
Por cierto, el
destino de estos ejemplares específicos que fueron liberados de este
trance es trivial comparado con las vidas arrasadas por el estallido
nuclear, pero hay, sin embargo, un simbolismo más profundo que
emerge de esta embestida del “Giga-Power” contra los Gingko que
siguen agraciando nuestro vecindario. Es un conflicto, después de
todo, entre la naturaleza en su forma más prístina, lenta y sublime
y las exigencias una sociedad de alta velocidad que, armada de una
prodigiosa capacidad tecnológica, se expande en forma supersónica,
perforando atropelladamente cualquier espacio o territorio que se
encuentre en su camino, con tal de lograr comunicaciones más rápidas
y eficientes e instantáneas. Es una batalla que, como cada día es
más evidente, la Tierra está perdiendo.
Lejos de mí
oponerme al progreso y el contacto global, y menos todavía ahora en
esta época en que el chovinismo aislacionista muestra sus garras. Me
seduce la idea de que las múltiples hebras de la humanidad se
entrelacen por medio de cables y fibras ópticas que podrían
permitirnos ensayar la paz y el entendimiento entre diferentes
culturas y naciones que Akihiro Takahashi soñó en Hiroshima. Pero
me perturba la irresponsabilidad con que aceleramos hacia el futuro
con nuestra tecnología arrogante, sin medir las consecuencias de
nuestras acciones, cuántos Gingko -y no solo aquellos árboles,
sino que todos los animales y especies- están amenazados hoy por
nuestros deseos insaciables, nuestra búsqueda incesante del
desarrollo, nuestra incapacidad de medir la alegría y la felicidad
sino a través del último artefacto y la conexión más vertiginosa
y la primacía del dinero y las ganancias.
Los Gingko de
Hiroshima, esos tenaces hermanos y hermanas mayores de los tiernos
retoños frente a nuestra casa en Carolina del Norte, fueron capaces
de resistir las secuelas más devastadoras de la ciencia y la
tecnología, la división del átomo, un poder destructivo que puede
convertir el planeta entero en un cementerio.
Su supervivencia
constituyó un mensaje de esperanza en medio de la lluvia negra de la
desolación, la esperanza de que trataríamos la vida, como lo han
hecho ellos, con reverencia, templando las fuerzas desenfrenadas que
pueden llevarnos a todos a la extinción.
Cuán paradójico,
cuán triste, cuán estúpido sería que, setenta y dos años después
que Hiroshima abriera las compuertas al posible suicidio de la
humanidad, no hayamos comprendido esa advertencia, ese llamado al
futuro, lo que las hojas suaves de los Gingko todavía tratan de
murmurarnos.
Ariel Dorfman es autor de La
muerte y la doncella y, más recientemente, la novela Allegro, vive
con su mujer en Estados Unidos y Chile.
Fuente:
Ariel Dorfman, Hiroshima, nuestro amor, 06/08/17, Página/12. Consultado 07/08/17.
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