Pensador de extraordinaria amplitud, fue el primero en considerar la naturaleza en su conjunto. Una biografía rescata del olvido al geólogo, ecólogo y aventurero alemán.
por Javier
Sampedro
La
ciudad de Jena, con sus 4.000 habitantes y sus rebaños de ovejas
cruzando las calles empedradas, vio perturbado su sosiego académico
y pastoril en los últimos días de diciembre de 1794. Un grupo
estridente encabezado por Schiller, Goethe y un jovencísimo
científico que empezaba a andar en boca de todo el mundo, Alexander
von Humboldt, habían adoptado la costumbre de reunirse a diario
en la casa del primero, en la plaza del mercado, para discutir de
ciencia con calor y estrépito, pasión y risotada hasta bien entrada
la noche. Conocer al científico ejerció un poderoso estímulo sobre
un Goethe cuarentón, algo barrigudo y melancólico, hasta el extremo
de que Humboldt pudo bien ser la inspiración de su Fausto.
Humboldt,
que llegaría a ser el naturalista más renombrado de su tiempo, es
hoy una figura arrinconada en la historia de la ciencia. Es
paradójico, porque resulta muy difícil visitar alguna parte del
mundo donde su apellido no haya bautizado algún lugar o algún
fenómeno natural: la corriente de Humboldt junto a la costa de Chile
y Perú, sierra Humboldt en México, pico Humboldt en Venezuela, el
río Humboldt en Brasil, la bahía Humboldt en Colombia, el glaciar
Humboldt en Groenlandia, montañas en China, Sudáfrica, Nueva
Zelanda y la Antártida, cataratas en Tasmania y Nueva Zelanda,
cientos de plantas y animales y hasta una de las manchas de la Luna,
el mar de Humboldt. Pero eso son solo nombres, ¿verdad? Y el caso es
que el de Humboldt no aparecería hoy en ninguna lista de los 10 o 20
grandes investigadores que han transformado el mundo.
Esa
es la injusticia que intenta reparar Andrea Wulf, escritora y
profesora en el Royal College of Art londinense, con su obra
monumental La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de
Alexander von Humboldt, que llega a las librerías el jueves. El
libro asombra por dos razones. La primera es su exhaustiva
investigación sobre el autor, que no solo la ha llevado a rebuscar
por bibliotecas y archivos de medio mundo, sino también a seguir los
pasos del naturalista alemán, a revivir en primera persona sus
andanzas, escaladas y aventuras de descubrimiento. Y la segunda es
que, tal vez como consecuencia de lo anterior, la autora ha compuesto
una narración admirable, tan preñada de entendimiento como de
información novedosa, tan plena de emoción vital como de
conocimiento profundo. La intención de Wulf era revivir a Humboldt,
y lo mejor que se puede decir de su libro es que lo ha conseguido.
Con
independencia de sus grandes y variados logros científicos, la vida
de Alexander von Humboldt (Berlín, 1769-1859) es de las que merecen
contarse, qué duda cabe. Naturalista, aventurero y hasta guapetón -si hemos de dar crédito al retrato que le hizo Weitsch a los 36
años-, Humboldt fue el gran geólogo y ecólogo de la primera
mitad del siglo XIX, y seguramente el científico más conocido de su
época.
Hijo
de un oficial de Federico el Grande y de una hugonote que había
salido pitando de la Francia de Luis XIV, y que lo crio con rigidez
calvinista, mal estudiante de niño, menos interesado en la
literatura y la ciencia que en alistarse en el Ejército para librar
lejanas batallas, tuvo que hacer un curso de ingeniería para
enamorarse de la botánica, y después de toda la ciencia. Educado
por destacados intelectuales de la Ilustración, tuvo ocasión de
conocer -y de asombrar- a los pensadores, estadistas y
científicos más destacados de su tiempo.
Goethe
y Schiller fueron solo los primeros de un censo prodigioso que
incluye a Thomas Jefferson, el tercer presidente de Estados Unidos, y
el segundo por la izquierda en el conjunto escultórico del monte
Rushmore; también a Simón Bolívar y Charles Darwin, a Henry David
Thoreau, a George Perkins Marsh y Ernst Haeckel, en un abanico de
personajes que le sirven a Wulf para exponer las ideas más
destacadas de aquella época apasionante.
Y su
influencia sobre otros pensadores y científicos posteriores fue aún
mayor, y en parte pervive hasta nuestros días. Inventó las
isotermas y las isobaras, esas líneas que unen los puntos de
igual temperatura o presión que nos enseña la mujer del tiempo en
la tele; descubrió el ecuador magnético de la Tierra; percibió la
profunda semejanza que muestra la vegetación en todos los lugares
del planeta cuando las condiciones ambientales son similares; al
lector le bastará subir al Teide, como hizo Humboldt con ese y otros
volcanes gigantescos, para contemplar todos los paisajes que ha visto
en su vida en la Europa continental, por ejemplo.
Por
encima de todo, Humboldt fue el primer científico que consideró la
naturaleza en su conjunto. Aplicó el método newtoniano del
pensamiento en dos tiempos -análisis y síntesis- al mundo
biológico. El científico berlinés era todo lo contrario de un
pensador de sillón: desde pequeño estaba obsesionado con el viaje y
la aventura, y había heredado de sus profesores ilustrados una
pasión por las mediciones precisas; embarcaba con 40 aparatos de
medición muy avanzados para su época, y ni el desfiladero más
angosto junto a un abismo le disuadía de medir la presión y la
temperatura, la altitud y el azul del cielo.
Pero
todo ese lujo de detalle no era para él más que la primera parte,
la que Newton llamó análisis en un contexto muy distinto. La
segunda parte era la síntesis, y el gran observador se convertía
ahí en un no menos grande pensador de extraordinaria amplitud. Esta
capacidad suya para considerar la naturaleza en su conjunto asombró
por igual a Goethe y a Darwin. Humboldt fue el primer científico que
abarcó la biología como un todo, como una red de relaciones que
regía el comportamiento de cada parte y que comprendía los espacios
y los tiempos. La hipótesis de Gaia que ha formulado en nuestro
tiempo James Lovelock, y que tiende a considerar la Tierra, o al
menos la biosfera, como una especie de organismo vivo, es heredera
del espíritu visionario de Humboldt.
De
todos su viajes, el primero y más importante fue seguramente la
exploración de lo que hoy llamamos Latinoamérica, y en
particular de Venezuela. De forma inesperada, el presidente del
Gobierno español en la época, Mariano de Urquijo, le facilitó un
pasaporte para explorar sus colonias americanas, algo que hasta
entonces había sido un privilegio exclusivo de los militares
españoles y de la misión católica romana. Esta cerrazón al mundo
era, precisamente, lo que hacía del sur y el centro de América un
territorio de enorme interés para un investigador. Ni siquiera los
mapas de México, California y el sur de Estados Unidos eran
correctos hasta que el aventurero alemán los rehízo, para deleite
de Jefferson, que tenía un enorme interés en anexionar esos
territorios a la emergente Unión. En una cosa discrepaba el alemán
del presidente: en su rechazo al esclavismo, cuya abolición tendría
que esperar a Lincoln, la cuarta cabeza de Rushmore.
Dedicó
sus últimos años a escribir Cosmos, su libro más popular y un hito
de la divulgación científica. Y, por una de esas bromas del
calendario, murió justo el año en que Darwin publicó El origen de
las especies, libro que fundó la biología moderna y explicó, al
fin, la razón última de la unidad de la naturaleza que obsesionaba
a Humboldt: toda la vida tiene un origen común.
Lean
a Wulf, ha escrito un libro maravilloso.
Fuente:
Javier Sampedro, Alexander von Humboldt, la ciencia al completo, 09/09/16, El País. Consultado 12/09/16.
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