sábado, 22 de noviembre de 2014

A diez años de Cromañón, en el ex boliche todo sigue igual que la noche trágica

Recuerdos del horror del 30 de diciembre de 2004.Ropa, tarjetas de crédito y DNI de las víctimas y heridos están desparramados en el piso. En las paredes continúan las huellas de manos desesperadas por salir. Nadie impide el ingreso.

por Mariano Gavira

Zapatillas de lona por todas partes que forman una alfombra sobre el piso, paredes ennegrecidas, las marcas de las manos desesperadas por querer salir, un candado que nunca se abrió. El suelo pegajoso... Todavía están las gotas del fuego de esa media sombra que ardió y asfixió a todo el lugar. Hay olor a humedad y encierro. No entra ni un rayo de luz. Las ventanas siguen tapiadas. Cromañón quedó detenido en el tiempo, todo está igual que hace 10 años, cuando el 30 de diciembre del 2004 se produjo la tragedia no natural más grande de la historia argentina que dejó 193 muertos.

Hoy la Justicia prohíbe entrar al ex boliche, pero en la práctica nadie lo impide, ni siquiera el policía que está afuera sólo a veces. No hay una faja que impida el paso. Un chapón oxidado cruza el ingreso, pero está corrido, intencionalmente. Adentro las escenas son terroríficas, una especie de museo del horror que nadie controla.

Los vecinos pueden ingresar y salir cuando quieren, y Clarín fue testigo de eso. Cuentan que adentro hay diarios recientes y olor a pis, prueba de que ahí duerme gente. También entró una sobreviviente, que quedó shockeada. “Pasó por la puerta y vio que estaba abierta. Recorrió todo alumbrándose con el celular. Salió destruida y tuvo una recaída en su tratamiento psicológico”, contaron en una de las ONG que asiste a las víctimas.

Lo que impresiona a los curiosos es ese tendal de elementos personales: llaves, fotografías, entradas, documentos, banderas, llaveros, mochilas. Recuerdos de seres anónimos, que en muchos casos ya no están. Sobre el escenario permanece la bandera de Callejeros, el trapo grande que era la imagen del disco que presentaban esa noche, Rocanroles sin destino. “A consumirme, a incendiarme”, decía la canción “Distinto” con la que abrieron el show. Minutos después todo se transformaría en un infierno.

En el ingreso de la calle Bartolomé Mitre todavía hay dos carteles: “Prohibido entrar con bebidas, cohetes y bengalas”. Adentro no hay vida: ni ratas, ni cucarachas, ni arañas. El silencio es tenebroso: lo único que se escucha es el sonido de una gota que cae al vacío desde un caño roto. En las barras todavía quedan botellas de gaseosas y de cervezas por la mitad, los cajones de las bebidas esparcidos por todo el lugar. No se ve nada. Al caminar, los pies se enredan con las banderas de “CJS” (Callejeros), que en pleno recital flameaban en el pogo y ahora yacen rendidas en el piso.

Todo el lugar está cubierto de tizne. Hace picar la garganta y la nariz, dicen los que entraron. Las escaleras que llevaban a los baños y al VIP están enchastradas de un extraño color rojizo. En el medio del boliche cuelgan cables pelados y algunos espacios están cercados por cintas que advierten el peligro de un posible derrumbe.

Debajo de un pantalón corto azul quedó un documento derretido. Sobrevive la página en la que se sellan los votos. Tiene un solo sello. Esparcidas se ven tarjetas de crédito, de una obra social, de un banco. Nombres y apellidos, testigos directos del espanto.

El techo está muy alto, ya sin media sombra. La cabina de sonido, arriba, frente al escenario, no tiene vidrios. Ahí parado, aquella noche Omar Chabán, que murió el lunes, les había pedido a los jóvenes que se portaran bien: “Rescátense un poco porque se prende fuego el lugar. ¿Entendieron? ¿Les quedó claro a todos? ¿Si? ¿Se van a poner las pilas? Bueno, rescátense... tenemos que hacer el show, loco”. Lo siguiente fue la presentación de la banda: “Bienvenidos a la última velada del año. Damos comienzo al show. Con ustedes y para ustedes: ¡Callejeros!”.

El boliche estaba habilitado para 1.031 personas, pero ese día había más de 3.500. La mayoría corrió hacia el cartel luminoso que señalaba la salida de emergencia, pero se encontraron con el acceso cerrado, la trampa mortal. Sobre esa puerta continúan estampadas las manos desesperadas buscando oxígeno, buscando vivir. Las paredes aún están arañadas por las uñas. Los carteles de fondo verde con letras blancas también permanecen, pero cubiertos de hollín y de tierra. Esas imágenes, hoy, transportan a aquellos momentos del desastre. Muchos se sacaban sus ropas en el medio de la oscuridad, otros sacaban gente: entraban y salían del local. Las paredes de Cromañón guardan ese recuerdo. El tiempo quedó detenido tras la muerte de muchos sueños. Y una década después, la memoria del horror vuelve. Cromañón está ahí, siempre.

Fuente:
Mariano Gavira, A diez años de Cromañón, en el ex boliche todo sigue igual que la noche trágica, 22/11/14, Clarín. Consultado 22/11/14.

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