“Tancacha. Pequeñas historias para recortar y armar” es el libro de la tancachense María del Carmen Lubrina de Ferragutti. Contiene unas 250 páginas y tiene la finalidad de motivar a los tancachenses a “armar la historia del pueblo”. Lubrina es jubilada docente de letras y actualmente dirige el elenco teatral “Javier Portales”, entre otras actividades.
Con la iniciativa de escribir sobre Tancacha, localidad que la vio nacer y donde desarrolló la mayor parte de su vida, la autora relata en 26 capítulos, historias cotidianas que vivió junto a su familia en el pueblo, como las inundaciones, el ferrocarril, los juegos compartidos con hermanos y amigos, algunos hechos policiales que recuerda, los bailes populares, entre otros.
“La finalidad del libro es que despierte a otros las ganas de escribir sobre la historia de Tancacha. Yo no soy historiadora, la historia está por escribirse, el recuerdo no es sólo memoria, es volver a pasar por el corazón”, expresó la autora.
A continuación se reproduce el capítulo “…Y lo que el agua nos trajo”:
Y hablar de Tancacha -del pueblo de algunas décadas atrás- sin hablar de las inundaciones sería un decir incompleto, pues en aquellos tiempos, que las hubo, las hubo, y algunas bien gordas.
El clima de nuestra zona es de inviernos secos, pero el año iba avanzando y se acercaba el verano, y en algún momento, llegaban las lluvias, y si se le daba la real gana, y se ponía a llover con todo, y si los campos resecos ya se habían saciado luego de algunos chaparrones anteriores, el excedente comenzaba a desbordar de los campos del este y del sur, y ¿dónde iban a volcar, si no en Tancacha? Luego de instalada la estación de ferrocarril, y cuando comenzaron las marcaciones para establecer aquí un pueblo, doña Angelina Rutiz, tomó el sulky y se vino aquí desde el campo, situado al norte, en la loma de los médanos, para avisar de los inconvenientes que ocasionaría esta ubicación, una depresión que luego de las lluvias se convertía en una laguna inmensa a la entrada por el oeste, donde ellos venían a abrevar los animales desde el campo donde vivían. Pero… su advertencia fue desoída. Y los futuros y periódicos desastres lluviosos le dieron la razón a ella, y una relativa fama al pueblo.
Recuerdo que mi madre, en noches de tormenta, y con una vela encendida, porque con seguridad se había cortado la luz, luego de recorrer la casa cumpliendo los rituales de rigor, a los que se agregaban los capítulos dedicados al día de tormenta, se acostaba por fin. Hubiera esperado el día de pie, defendiéndose y defendiéndonos de la oscuridad y sus peligros, pero la noche no se acortaba por este método, y llegaba la hora de ir a la cama. La cabeza en la almohada, pero con un ojo abierto -y el otro también- y los oídos alertas y una mano que cada tanto estiraba hacia el suelo -casi automáticamente, aún en tiempos buenos-, para convencerse de que seguíamos seguros y en paz, ¡y cuántas veces la mano mojada la convenció de lo contrario: la casa estaba llena de agua!
Y allí ardía Troya, bueno, con tanta agua seguro no ardía, pero… todo el mundo a levantarse y a luchar contra el enemigo con las pocas armas que teníamos: siempre a oscuras y escuchando los amenazadores ruidos del exterior: la lluvia que seguía arreciando sin descanso, el viento que soplaba sin pausa, y el rumor del agua y de los vecinos que iban despertándose para encontrarse con la ingrata sorpresa. Y a oscuras, siempre a oscuras… Y, ¿qué podíamos hacer entonces? Bueno, no mucho, pero estar alertas, levantando todo aquello que pudiera salvarse, ropas, muebles, colchones: a nosotros nunca se nos arruinó nada, porque jamás abandonamos la casa. La palabra evacuados o autoevacuados no figuraba en nuestro diccionario.
Y el tiempo se eternizaba, porque nunca las inundaciones llegaron de día, sino por la noche, a la medianoche a lo sumo. En una ocasión, durante la hora de la cena se sintieron los fatídicos rumores que anunciaban su llegada, y mis padres salieron al patio a salvar lo que se pudiera y tratar de que el agua no entrara en la casa: cuando terminaron su tarea y volvieron, los chicos seguíamos en la mesa, pero felizmente dormidos, con los brazos cruzados y la cabeza apoyada en ellos, entre plato y plato, seguramente con alguna miga adherida a la mejilla o a los brazos… Y una vez instalada el agua entre nosotros -afuera, si la habíamos podido atajar, o dentro de la casa, si no- comenzar con la cuenta regresiva que nos llevaría a la mañana siguiente y a su claridad tan esperada. Seguir su ascenso que se producía como un aletazo al llegar, y ver como luego subía más lentamente, deteniéndose a veces con una sensación de calma para nosotros, y volviendo a subir a veces con pereza, como deleitándose en contemplar nuestra desazón y angustia, superando las marcas que iban dejando en las paredes, alcanzando a cubrir sucesivamente el travesaño de las patas de la silla, el asiento de la silla, el primer cajón de un mueble, el segundo cajón, abrir las puertas de una vieja mesada y sacar a pasear por la cocina las ollas que salían nadando … Entonces, una subida rápida nos indicaba que la fuerza de las aguas había podido contra un alambrado que previamente, con los yuyos, ramas, basuras que arrastraba, se había convertido en muralla que frenaba su avance: libres de ese obstáculo que ellas mismas se habían formado, las aguas seguían su avance.
A veces teníamos tiempo de prepararnos, durante el día habíamos ido siguiendo el desarrollo de la tormenta: fundamental era saber si había llovido mucho en Los Cóndores. De allí el agua seguía el curso de una depresión natural que en alguna época desembocaba en el río, a la altura de Río Tercero. Dicen que la construcción del terraplén del ferrocarril de esta ciudad a Almafuerte actuó de dique de contención y desde entonces el destino final de la correntada fue nuestro pueblo. Los comentarios de los vecinos, si desde la Policía habían averiguado a Los Cóndores, o si desde allí habían avisado, los pronósticos aventurados por un sí o por un no, y la espera, la vigilia angustiosa que a veces felizmente nos llevaba de la mano hasta el día siguiente sin que se cumpliera la amenaza del agua, y otras tantas -tantas veces- en que esta amenaza se concretó con los inconvenientes del momento y los que nos quedaban por resolver en los días subsiguientes. Y el llamado urgente de los vecinos -no había teléfonos para hacerlo- que se iban pasando la noticia, el golpe seco en la puerta, y el grito de “‘ya viene, ya viene…”. Y el golpe y el grito multiplicado, y el miedo transformado en la febril actividad de salvataje…
Cualquiera a quien no le tocara esta experiencia hubiera podido hablar de una especie de histeria colectiva con respecto a este tema, pero la preocupación de todos estaba bien justificada. El agua llegaba, subía y bajaba, y volvía a subir durante la noche, pero ya de día, aunque siguiera corriendo, iba bajando paulatinamente, y ya estábamos algo más tranquilos porque podíamos verle la cara al enemigo, presentarle batalla no tan desigual. Salíamos a ver la suerte corrida por los vecinos, nos dábamos una mano unos y otros y escuchábamos los comentarios de lo sucedido un poco más allá. Ya circulaban por las calles tractores con acoplados, llevando gente a zonas más altas o secas. Y paulatinamente comenzaba la lenta tarea de limpieza. Era desolador ver el panorama en cada casa, la marca del agua en las paredes, las sogas llenas de ropa lavada y puesta a secar, el patio cubierto de barro, las calles con montículos que se iban formando por obra de las maquinarias destinadas a la remoción, y a veces este campo de batalla alumbrado por un sol radiante que amenazaba con la formación de nuevas tormentas, o varios días nublados y lluviosos que demoraban la llegada del orden y la limpieza.
La calma se iba restableciendo, pero ¿hasta cuándo? Era una tregua transitoria, con el temor de la próxima siempre latente y acechándonos.
Fuente:
“…Y lo que el agua nos trajo”, 20/04/13, Tribuna Digital.
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