por Diego Rubinzal
La literatura económica define como “externalidades” a las
relaciones entre unidades económicas (personas, empresas) al margen de los
mecanismos de mercado. Pueden ser clasificadas en “economías externas” y
“deseconomías externas”. El profesor Arthur Pigou definió a la “economía
externa” como aquella situación en la que alguien se beneficia con la actuación
de otro. Por ejemplo, la construcción de una ruta revaloriza los terrenos que
la circundan. Por el contrario, el perjuicio provocado a un tercero es una
“deseconomía externa”. Ese es el caso de las sábanas colgadas en la terraza de
una lavandería ensuciadas por el hollín procedente de la chimenea de una
fábrica vecina, ejemplifica Pigou.
En la actualidad, los efectos negativos del cambio climático
global están generando una “deseconomía externa” para el desarrollo
sustentable.
En el documento Cambio climático y reformas fiscales verdes,
los españoles Xavier Labandeira Villot, Xiral López Otero y Miguel Rodríguez
Méndez sostienen que “estos mecanismos proporcionan flexibilidad a los
contaminadores a través de la introducción de precios por contaminar y emulan
así el funcionamiento del mercado, consiguiendo distintos niveles de calidad
ambiental al mínimo coste (eficiencia estática). Asimismo, los precios inducen
el desarrollo de tecnologías más limpias que precisamente eviten los pagos por
contaminar en el futuro (eficiencia dinámica)”. Esos impuestos incentivan
transformaciones virtuosas en los procesos industriales y el consumo.
En la investigación Impuestos ambientales. ¿Pagar para
contaminar?, el economista Antonio Brailovsky precisa que “el impuesto (durante
la dictadura militar, en Obras Sanitarias de la Nación ) era proporcional al
caudal diario del efluente, a la concentración de sustancias contaminantes y al
número de años que la fábrica siguiera echando tóxicos a los ríos. Por esas
trampas que vienen apenas se hace una ley, muchas fábricas simplemente
diluyeron su efluente con mucha agua para reducir la concentración de
sustancias contaminantes. Es decir, que no sólo contaminaban sino que además
despilfarraban agua”. Las “cuotas de resarcimiento” fueron reemplazadas por un
impuesto a la contaminación, durante el gobierno de Alfonsín, con resultados
igualmente decepcionantes.
Esos fracasos no invalidan la necesidad de explorar las
potencialidades derivadas de los instrumentos de fiscalidad ambiental. Sin
embargo, el uso de esas herramientas debería descartarse cuando esté en juego
la salud o la vida de las personas. Brailovsky concluye que “podemos trabajar
con políticas tributarias en aquellas situaciones en las que nos proponemos
ahorrar recursos naturales o energía, o racionalizar su uso. Aplicar un
impuesto al consumo excesivo de energía puede ayudar a que no se despilfarre.
Pero en aquellos casos en los que la conducta industrial afecte la salud o la
vida de las personas, la herramienta fiscal no es posible, porque los derechos
humanos no deben ingresar a los mercados. El asbesto o amianto causa
enfermedades pulmonares gravísimas, incluyendo cánceres de pulmón. No hay que
aplicarle un impuesto para encarecerlo: hay que prohibirlo, sin dejar la
posibilidad de que alguien logre ingresar en sus cálculos económicos la
posibilidad de usarlo”.
Fuente:
Diego Rubinzal, Pagar para contaminar, 16/12/12, Página/12.
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