lunes, 17 de diciembre de 2012

Pagar para contaminar

por Diego Rubinzal

La literatura económica define como “externalidades” a las relaciones entre unidades económicas (personas, empresas) al margen de los mecanismos de mercado. Pueden ser clasificadas en “economías externas” y “deseconomías externas”. El profesor Arthur Pigou definió a la “economía externa” como aquella situación en la que alguien se beneficia con la actuación de otro. Por ejemplo, la construcción de una ruta revaloriza los terrenos que la circundan. Por el contrario, el perjuicio provocado a un tercero es una “deseconomía externa”. Ese es el caso de las sábanas colgadas en la terraza de una lavandería ensuciadas por el hollín procedente de la chimenea de una fábrica vecina, ejemplifica Pigou.

En la actualidad, los efectos negativos del cambio climático global están generando una “deseconomía externa” para el desarrollo sustentable.

La Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1992, impuso ese tema en la agenda internacional. A su vez, el Protocolo de Kioto estableció metas de reducción de emisiones de gases invernadero en los países desarrollados. La incorporación de los llamados “impuestos verdes” en los sistemas tributarios intenta avanzar por ese camino. La OCDE adoptó, ya en 1972, el principio de que “el que contamina debe pagar”.

En el documento Cambio climático y reformas fiscales verdes, los españoles Xavier Labandeira Villot, Xiral López Otero y Miguel Rodríguez Méndez sostienen que “estos mecanismos proporcionan flexibilidad a los contaminadores a través de la introducción de precios por contaminar y emulan así el funcionamiento del mercado, consiguiendo distintos niveles de calidad ambiental al mínimo coste (eficiencia estática). Asimismo, los precios inducen el desarrollo de tecnologías más limpias que precisamente eviten los pagos por contaminar en el futuro (eficiencia dinámica)”. Esos impuestos incentivan transformaciones virtuosas en los procesos industriales y el consumo.

En la investigación Impuestos ambientales. ¿Pagar para contaminar?, el economista Antonio Brailovsky precisa que “el impuesto (durante la dictadura militar, en Obras Sanitarias de la Nación) era proporcional al caudal diario del efluente, a la concentración de sustancias contaminantes y al número de años que la fábrica siguiera echando tóxicos a los ríos. Por esas trampas que vienen apenas se hace una ley, muchas fábricas simplemente diluyeron su efluente con mucha agua para reducir la concentración de sustancias contaminantes. Es decir, que no sólo contaminaban sino que además despilfarraban agua”. Las “cuotas de resarcimiento” fueron reemplazadas por un impuesto a la contaminación, durante el gobierno de Alfonsín, con resultados igualmente decepcionantes.

Esos fracasos no invalidan la necesidad de explorar las potencialidades derivadas de los instrumentos de fiscalidad ambiental. Sin embargo, el uso de esas herramientas debería descartarse cuando esté en juego la salud o la vida de las personas. Brailovsky concluye que “podemos trabajar con políticas tributarias en aquellas situaciones en las que nos proponemos ahorrar recursos naturales o energía, o racionalizar su uso. Aplicar un impuesto al consumo excesivo de energía puede ayudar a que no se despilfarre. Pero en aquellos casos en los que la conducta industrial afecte la salud o la vida de las personas, la herramienta fiscal no es posible, porque los derechos humanos no deben ingresar a los mercados. El asbesto o amianto causa enfermedades pulmonares gravísimas, incluyendo cánceres de pulmón. No hay que aplicarle un impuesto para encarecerlo: hay que prohibirlo, sin dejar la posibilidad de que alguien logre ingresar en sus cálculos económicos la posibilidad de usarlo”.

Fuente:
Diego Rubinzal, Pagar para contaminar, 16/12/12, Página/12.

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