Las aspas de los aerogeneradores, fabricadas con madera de balsa, plantean la paradoja de que las energías renovables causen un gran impacto social y ambiental.
por Francesc Badia i Dalmases
¿Qué tiene que ver la deforestación del balso en la selva amazónica ecuatoriana con la generación de energía eólica en Europa? Estas dos actividades, aparentemente tan alejadas, tienen un vínculo perverso: la fiebre por la renovable ha disparado la demanda mundial de la madera de este árbol amazónico, un recurso natural que se utiliza en Europa y China como componente en la construcción de las aspas de los aerogeneradores, levantados estos al calor de la transición energética impulsada por la necesidad de descarbonizar la economía.
Las palas de un solo aerogenerador alcanzan ya los 80 metros de longitud, y las nuevas modalidades de estos aparatos pueden tener palas de hasta 100 metros, lo que supone unos 150 metros cúbicos de madera cada una, es decir, varias toneladas, según cálculos del National Renewable Energy Laboratory de Estados Unidos.
Que algo importante estaba sucediendo en la demanda internacional de este material tropical, muy flexible y duro a la vez, muy ligero y a la vez resistente, se empezó a notar con gran intensidad en los territorios indígenas de la Amazonía ecuatoriana en el 2018.
Ecuador, que es el principal exportador, con un 75% del mercado global, cuenta con varias grandes empresas como Plantabal S.A. en Guayaquil, que dedica hasta 10.000 hectáreas al cultivo de balsa para comerciar en el exterior. Pero con el auge de la demanda a partir de 2018, esta y otras grandes compañías que compran a proveedores independientes, tuvieron muchas dificultades en hacer frente a los pedidos internacionales.
Este incremento de la demanda propició la deforestación del Amazonas. Proliferaron los balseros irregulares e ilegales que, ante la escasez de madera cultivada, empezaron a cortar masivamente la balsa virgen que crece en las islas y riberas de los ríos amazónicos. El impacto de esta explotación en los pueblos indígenas de la Amazonía ecuatoriana es muy fuerte, como también lo es la minería y la extracción de petróleo, y lo fue en su momento la fiebre del caucho.
En 2019, en la provincia de Pastaza, al oeste de Ecuador, frontera con Perú, generaba controversia entre los indígenas la acelerada construcción de una carretera a través de territorio shuar para unir la ciudad occidental de Puyo, puerta de entrada a la Amazonía, con la comunidad de Copataza y con su embarcadero sobre el río Pastaza.
Los pueblos shuar y achuar percibían la carretera como una infraestructura destinada a la extracción y deforestación, y no como una contribución al desarrollo de sus comunidades. Pero el proyecto, que no esperó a que el consenso indígena fuera pleno, avanzó inexorable, como una jeringa clavada en la selva, y la vía llegó a su destino en noviembre de ese mismo 2019.
Simultáneamente, a miles de kilómetros de distancia, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, presentaba en Bruselas el ambicioso Pacto Verde Europeo que propone, entre otras cosas, frenar y revertir el cambio climático impulsando la transición energética.
Von der Leyen presentó el plan con estas palabras: “El Pacto Verde lleva aparejadas grandes necesidades de inversión, que convertiremos en oportunidades. El plan que presentamos hoy para movilizar como mínimo un billón de euros indicará el camino a seguir y propiciará una oleada de inversiones ecológicas”.
Las perspectivas financieras para las energías renovables, y en particular para la eólica, impulsaron la instalación de aerogeneradores en el continente europeo. Lo mismo sucedió en China, que también trata de aumentar el peso de las renovables a su mix energético. En diciembre del 2020, el presidente Xi Jinping declaró que de los 243 gigavatios de capacidad energética eólica y solar se pasaría a más de 1.200 en el 2030.
Esta fiebre eólica provocó la fiebre de la balsa, que ha tenido consecuencias devastadoras para las comunidades indígenas ecuatorianas; entre ellas el pueblo waorani, cerca del parque nacional de Wasuní, tal y como señaló The Economist el pasado mes de enero.
En septiembre de este año, en el territorio achuar, bajando por el río Pastaza, uno de los más afectados por la fiebre, era visible la deforestación total de la balsa y que los balseros, en su voracidad por obtener más madera, habían pasado a deforestar Perú. Aunque los precios ya empezaban a hundirse, ellos seguían remontando el Pastaza con grandes canoas para desembarcar los troncos en Copataza, donde se cargaban en mulas (camiones) y salían del territorio a través de la nueva carretera.
Las consecuencias sociales de esta práctica extractiva son muy destructivas. El pasado junio, los líderes indígenas de la Nacionalidad Achuar del Ecuador (NAE) se plantaron. “No hagan ninguna inversión, así talen balsa no la van a poder sacar, no va a ser vendida”, publicaron en Facebook.
La NAE añadió que no permitiría la salida de la balsa desde su territorio a la ciudad: “Es un llamado urgente a que comprendamos los graves problemas que trae a países vecinos como Perú. Los madereros están causando división entre hermanos (…)”. La declaración, sin embargo, llegó demasiado tarde.
Sharamentsa es una comunidad que ha apostado por la innovación energética con un proyecto de canoas impulsadas por energía solar. Se había resistido a abrir sus islas a los madereros, pero un dirigente local cedió a la presión y vendió la balsa de la comunidad, lo que provocó dolor, rechazo y división en las familias.
El expolio tiene consecuencias también para el ecosistema de las islas y para el mismo río. Los balseros traen alcohol, droga, prostitución y contaminan los lugares de extracción con plásticos, latas, maquinaria, vertidos de gasolina y aceite, abandonan las cadenas usadas de las sierras mecánicas, se comen las tortugas y ahuyentan a los loros, tucanes y otros pájaros que se alimentan de las flores de los árboles de balsa. La quiebra de los ecosistemas por la deforestación ilegal tiene impactos profundos en los equilibrios de la flora y la fauna.
Lo que piden los defensores de la Amazonía es que la industria de los aerogeneradores debería implantar estrictas medidas para determinar el origen de la madera y evitar que la presión del mercado lleve a la deforestación. En última instancia, también debería abandonar definitivamente el uso masivo de este recurso natural.
El incremento del precio por la demanda elevada y la oferta insuficiente favorece que la industria busque materiales alternativos. Según The Economist, el coste se duplicó desde mediados de 2019 a mediados del 2020. En 2019, Ecuador exportó una cantidad por valor de casi 195 millones de euros, un 30% más que el récord anterior, de 2015. En los primeros 11 meses de 2020, exportó por valor de 696 millones de euros.
Las aspas de las turbinas eólicas están fabricadas principalmente con espuma de polimetacrilimida (PMI), madera de balsa y espuma de tereftalato de polietileno (PET). Un diseño típico es utilizar la balsa, que es de mayor resistencia (densidad 150 kilos por metro cúbico), para la parte que soporta la carga cerca de la raíz de la pala, y espuma de PVC reticulada (densidad 60 kilos por m3) a medida que se acerca a la punta, puesto que el grosor del material sándwich disminuye gradualmente desde su anclaje en el buje a su extremo libre. Los elementos utilizados son planchas que conforman parte del núcleo de la pala y que colaboran, especialmente, en la rigidez y la resistencia del conjunto.
Sin embargo, si bien la balsa tiene propiedades de rigidez excelentes, la necesidad de construir aspas cada vez más largas y de menos peso, así como de asegurar una cadena de suministro confiable, ha puesto sobre la mesa las limitaciones cada vez más evidentes de este recurso.
El PET, espuma de baja densidad generada a partir de botellas de plástico, es un sustituto. Paul Dansereau, ingeniero de materiales de la empresa danesa LM WindPower, explica que sus aspas lo incorporan desde 2017. “Hoy en día usamos la espuma de PET en palas de más de 80 metros”, dice, y el 60% de este material, además, es reciclado.
La empresa danesa Vestas y la hispano-alemana Siemens-Gamesa son las mayores fabricantes de aerogeneradores del mundo. Consumen balsa que se procesa y transporta a más de 10.000 kilómetros de distancia, como es el caso de la que llega desde el Ecuador hasta la fábrica de Ria Blades de Vago, en Portugal, propiedad de Siemens-Gamesa.
Cuando estas compañías introdujeron los primeros diseños de palas usando solo PET, otros competidores les siguieron. La consultora Wood Mackenzie pronostica que la proporción de uso de este material “aumentará desde el 20% que había en el 2018 a más del 55% en el 2023, mientras que la demanda de balsa se mantendrá estable”.
Otros impactos: reciclaje y territorio
Las aspas también presentan el problema de su reciclabilidad. Ahora que la primera generación de aerogeneradores está llegando al final de su vida útil, miles serán desmanteladas. Solo en Europa serán unas 14.000 en 2023, según cálculos del profesor en resistencia de materiales y teoría de estructuras de la Universidad Politécnica de Cataluña, Ramón González-Drigo. “En la actualidad, entre el 85 y el 90% de la masa total de los generadores eólicos puede ser reciclada. Pero las palas representan un desafío debido a los materiales compuestos que las conforman y cuyo reciclaje requiere de procesos muy específicos”, detalla.
El profesor González-Drigo considera que “la fabricación de palas de aerogeneradores requiere de soluciones técnicas que sean a la vez sostenibles, económicamente viables y responsables y que encajen en un modelo de economía circular”.
El impacto socioambiental de los parques eólicos no termina con la deforestación de la balsa amazónica, sino que se extiende a los territorios que los albergan, zonas de vientos constantes y poco pobladas, donde la oposición de los municipios es débil debido a su dispersión, fragmentación y baja demografía.
Este es el caso de la comarca del Matarraña, en el sur de la provincia de Teruel, en España, donde varios proyectos de parques eólicos es muy probable que empiecen a instalarse en breve. Este desarrollo se debe a la necesidad de aumentar la producción de energía eólica, que ahora aporta un 21,9% de la electricidad consumida en España.
La población local se siente impotente ante la llegada de estas inversiones millonarias que afectan a la fauna, la flora, el paisaje y la cohesión social. “Aquí tenemos un debate entre la necesidad de las energías renovables, donde los parques eólicos tienen un papel clarísimo, y la necesidad de preservar el territorio, el paisaje. Esto no casa bien”, sostiene Eduard Susanna, productor de aceite en Mas de Flandí, en Calaceite.
Esperanza Miravete, profesora de Geografía e Historia en Valjunquera, una localidad de 338 habitantes en el Matarraña, critica “la agresión muy fuerte” de las empresas eólicas sobre el territorio, también en España. “No hay ninguna figura de protección del paisaje, no hay ningún parque natural ni nada que pueda frenar una implantación industrial aquí”.
Los aerogeneradores son un componente clave de la transición energética para abandonar el uso masivo de combustibles fósiles en la producción de energía, en el marco del Pacto Verde europeo, pero su fabricación debe ser más cuidadosa con el origen de uno los componentes estructurales de las palas: la madera de balsa. Además, la implantación de grandes parques eólicos en los territorios debe ser más respetuosa con el ecosistema y con las comunidades receptoras.
La transición energética no es neutra, y plantea una paradoja verde. Es imprescindible, pero aún debe evolucionar para asegurarse un origen verdaderamente “limpio”. Las empresas eólicas deben poder responder con claridad a esta cuestión. El ciudadano que este invierno encienda su calefacción de calor azul en la fría Europa tiene derecho a saber cuán limpia es la energía que consume.
Fuente:
Francesc Badia i Dalmases, Los molinos de viento deforestan el Amazonas, 23 noviembre 2021, El País.
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