Los científicos estudian el clima extremo en el norte de Argentina para comprender su funcionamiento y aprender algo sobre los monstruosos fenómenos climáticos del futuro.
por Noah Gallagher Shannon
Al pensar en la mañana de finales de diciembre, cuando Berrotarán quedó sepultada bajo el granizo, lo que más pavor le da a Matías Lenardon es el recuerdo de la niebla. Recordaba que había fluido sobre el asentamiento agrícola en el norte de Argentina en algún momento antes del amanecer. Pronto se había espesado más que casi cualquier bruma que el joven agricultor hubiera visto antes. Encapotó los campos de maíz y soya que rodeaban al pueblo y ensombreció los restaurantes y las carnicerías alineadas en la vía principal. Recordó que la niebla trajo consigo el aire fresco de la montaña de las cercanas Sierras de Córdoba, una cordillera cuyos picos más altos se elevan abruptamente de la pampa justo al noroeste del pueblo. Como cualquier característica única en un terreno plano, las sierras servían desde hacía tiempo como una suerte de faro en los miembros de la comunidad agrícola local, que las observaban para enterarse del clima que se avecinaba. Pero si Lenardon o alguien más en Berrotarán se detuvo a pensar en la bruma de esa mañana de 2015, fue solo porque les entorpeció su vista habitual de las montañas.
En ese entonces, Lenardon se encontraba en una estación de radio local, donde era el hombre del tiempo. Era un papel que, de algún modo, el joven de 22 años había heredado de su abuelo Eduardo Malpassi, quien empezó a registrar las observaciones diarias del clima en un almanaque familiar casi 50 años antes. Como muchos agricultores de la provincia de Córdoba, Lenardon había aprendido de las generaciones anteriores la compleja taxonomía de las nubes y los vientos que migraban por las pampas, esos vastos y pálidos pastizales que cobijan gran parte del interior de Argentina. Si los vientos se enfriaban con el pasar de los días, Lenardon sabía que traían lluvia de la Patagonia. Más problemáticos eran los vientos que soplaban calientes y húmedos del noroeste, fuera de las sierras.
Como meteorólogo, la principal preocupación de Lenardon era identificar los patrones del clima que pudieran crear una tormenta, que en las pampas suelen ser repentinas y violentas. Son pocos los registros oficiales en Córdoba y las regiones circundantes, pero tan solo en los dos años previos, los diarios reportaron que granizo, tornados e inundaciones habían dañado o arrasado miles de hectáreas de cultivos, desplazado a más de cinco mil personas y matado a alrededor de una decena. La gente del lugar describía granizos con púas, como mayales medievales que destrozaron edificios y sepultaron los autos hasta el capó. La propia familia de Lenardon había perdido toda su cosecha tres de los últimos cinco años, lo que los empujó en un momento a vivir de la asistencia del Estado. La gente de Berrotarán pasaba buena parte del verano preparándose para que la atmósfera estallara. Los bomberos estaban preparados con equipo de rescate y maquinaria pesada, con la esperanza de ir un paso adelante para cuando tuvieran que rescatar a la gente de entre los escombros. Aun así, Lenardon no quedó muy impresionado con la niebla cuando la vio por primera vez. El aire fresco y húmedo, hasta donde sabía, no era señal de nada excepto de un bienvenido alivio frente al calor.
Al prepararse para abandonar la estación, Lenardon consultó el único radar de la cercana ciudad de Córdoba, más por costumbre que otra cosa. Cuando el radar completó su barrido de 15 minutos, una gran mancha roja destelló en la pantalla: parecía que una poderosa tormenta se cernía sobre ellos. Convencido de que era un error, Lenardon se apresuró a salir para ver el cielo, olvidando, en medio del pánico, que estaba cubierto de bruma. Pese a que la niebla tenía poco efecto meteorológico sobre la tormenta, se aseguró de que fuera destructiva al máximo. “Nadie sentía el viento”, dijo. “Nadie podía ver las sierras”. Aunque se dio prisa para salir a transmitir en vivo en la radio, ya eran las 9:00 a.m. para cuando emitió la alerta de tormenta severa a las 9:15.
La tormenta descendió con rapidez. Tragó la parte occidental de Berrotarán, donde los vientos comenzaron a soplar a más de 130 kilómetros por hora. Pronto cayó un torrente de granizo, lo que hundió el techo de un taller de maquinaria y destrozó los parabrisas. En 20 minutos se había acumulado tanto que crecía en montañas sobre las calles, como montones de nieve. Al intensificarse la lluvia y el granizo empezaron a mezclarse en un lodo blanco que atrapó autos, espolvoreó los campos y congeló el canal principal de la comunidad. Debido a que los pozos de drenaje estaban repletos y congelados, varios puntos de la ciudad se inundaron, lo que transformó los caminos de tierra en crecientes ríos lodosos. Los vecinos vieron que sus hogares se llenaban de agua helada.
En casa, Lenardon volvió a su pronóstico, en búsqueda de lo que había pasado por alto. “Cuando no tienes un sistema sofisticado de predicción”, dijo, “todo el mundo tiene miedo de las tormentas futuras”.
Lenardon y yo nos encontramos a principios de diciembre de 2018, durante el pico de una temporada de tormentas de verano, en la ciudad turística de Villa Carlos Paz, a unas dos horas en auto al norte de Berrotarán. Bajo de estatura y amigable, con grandes e inquisidores ojos negros y la figura forjada de un jugador de rugby, vestía una camiseta polo y llevaba una mochila repleta de libros y registros meteorológicos. Nos sentamos en una suite de hotel, donde Lenardon pasaba el día en una reunión con un grupo de científicos del gobierno y universitarios financiados por la NASA y el Departamento de Energía de Estados Unidos. El grupo estaba a mitad de una campaña de dos meses de cacería de tormentas en las Sierras de Córdoba y le habían pedido a Lenardon que se les uniera.
La invitación había llegado expresamente de parte del líder del estudio, un experto en clima severo de 43 años llamado Steve Nesbitt, quien había conducido varias horas para encontrarse con Lenardon después de enterarse de su historia. Nesbitt, un veterano que ha perseguido tormentas en Nepal, India y el Pacífico, ha ido formando el hábito de reclutar fuentes locales. Encuentra que sus historias a menudo contienen información que los satélites no captan o no son capaces de percibir: el modo en que el contorno del terreno influencia las nubes, la forma en que una tormenta de pronto cambia de dirección en el campo abierto. En el caso de las sierras, Nesbitt también sabía que historias como la de Lenardon representaban los únicos datos in situ de las tormentas. Pocos científicos, si es que alguno, las habían observado de cerca.
Nesbitt, quien es profesor en la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, había dedicado gran parte de los últimos 15 años al estudio de las extrañas tormentas de esta soñolienta región agrícola. Se sintió fascinado por ellas a principios de la década de 2000, cuando un satélite de la NASA las identificó como posiblemente las más grandes y violentas de la Tierra. “Sabíamos de las Grandes Llanuras, el Sahel”, dijo Nesbitt. Pero esto parecía ser otro mundo. Las imágenes de radar insinuaban estructuras de nubes que hacen empequeñecer a las de Tornado Alley o Ganges Plain, muchas de ellas se materializan en tan solo 30 minutos. (Las tormentas eléctricas suelen desarrollarse en el transcurso de varias horas). Y, sin embargo, en los años posteriores surgieron pocos datos confiables. Muchos en la comunidad meteorológica sentían que estas tormentas eran simplemente demasiado remotas y peligrosas para llevar a cabo un estudio controlado. “Lo único que la comunidad científica sabía con certeza”, dijo Nesbitt, “era que estas cosas eran monstruos”.
Nesbitt había viajado a la provincia de Córdoba porque sentía que los patrones climáticos podrían ofrecer pistas para resolver el persistente acertijo detrás de por qué algunas tormentas se convertían inesperadamente en cataclismos. En Estados Unidos, hogar de la infraestructura meteorológica más vasta del planeta, una tercera parte de las predicciones de clima severo son erróneas, no solo en cuanto al momento y la ubicación sino también en lo que respecta al tamaño, duración e intensidad de los fenómenos. La tasa de falsas alarmas de tornados sigue alrededor del 70 por ciento, mientras que el tiempo promedio de alerta solo ha aumentado de 10 minutos de anticipación a mediados de los años noventa a 15 minutos en la actualidad. Los satélites y el modelado por supercomputadora han mejorado mucho la detección de fenómenos a gran escala -la incertidumbre sobre la trayectoria de un huracán a las 48 horas, por ejemplo, ha descendido en 30 por ciento desde Katrina-, pero las tormentas más rutinarias -y, sin embargo, las más destructivas- que impactan las provincias y pueblos rurales siguen emergiendo con pocas señales de alerta. Incluso hoy hay pocos países fuera de Estados Unidos y Europa occidental que intentan predecir el clima extremo. En un lugar como Córdoba, donde las predicciones a menudo están en manos de aficionados como Lenardon, quienes, encomendados con la seguridad de sus comunidades, deben debe descifrar de la nada lo que se le escapa a la infraestructura escasa y poco confiable.
Sin embargo, era una tarea que se había vuelto considerablemente más difícil en años recientes. Según le explicó Lenardon a Nesbitt, la región empezaba a ver más tormentas que escalaban tanto en tamaño como intensidad. “Antes, era imposible imaginarme más de una tormenta dañina al año”, dijo. “Ahora espero tres o cuatro”. Para Nesbitt, eran exactamente estas cualidades anormales de crecimiento y destructividad las que volvían muy aleccionadoras a las sierras. Creía que si era capaz de ver más de cerca una de las supertormentas eléctricas, mapeando su estructura eólica interna y las condiciones que la engendraron, podría producir un plan para predecir a otras iguales, en Argentina y en todo el mundo. “Los modelos de cambio climático predicen todo este mal tiempo”, dijo Nesbitt. “Pero nadie sabe exactamente cómo será el clima”. En Córdoba creyó haber descubierto un laboratorio para estudiarlo, un pedazo rugoso y mal mapeado de terreno del tamaño de Wisconsin que podría ofrecer un atisbo de las tormentas por venir.
Si la predicción de tormentas parece ser el dominio de las emisiones banales de televisión, es solo porque su precisión rutinaria ahora apuntala mucho de la estabilidad y abundancia de la civilización moderna, no solo en la evasión de desastres sino también en la preservación de lo mundano. La Organización Meteorológica Mundial estima que el cierre preventivo de caminos, el redireccionamiento de la cadena de suministro y medidas similares le ahorran a la economía mundial más de 100.000 millones de dólares cada año. En cualquier momento, nuestra creciente infraestructura global de satélites y estaciones climáticas trabaja para anticipar unas 2000 tormentas o más. Es un sistema que, en el mejor de los casos, promete algo parecido al orden en medio del caos.
Todas las tormentas tienen el mismo ADN fundamental. En este caso, humedad, el aire inestable y algo que los impulse hacia el cielo, a menudo el calor. Cuando la tierra se calienta en los meses de primavera y verano, el aire húmedo y caliente se eleva en columnas donde choca con aire seco y fresco y da lugar a volátiles cúmulos de nubes que pueden empezar a henchirse contra la parte superior de la troposfera, a veces llevan hasta millones de toneladas de agua. Si una de estas celdas incipientes consigue abrirse camino a través de la tropopausa, como se conoce al límite entre la troposfera y la estratosfera, la tormenta se multiplica, alimentándose del aire rico en energía de la atmósfera superior. Mientras crece, este vasto pulmón vertical va inhalando más humedad y la exhala de vuelta en forma de lluvia y granizo y puede brotar como un sistema autosostenible que toma muchas formas diferentes. Predecir exactamente cómo se acomodará este ADN, sin embargo, resulta ser un acertijo del calibre de la diversidad biológica. Compuesta por millones de microcorrientes de aire, pulsaciones eléctricas y redes insondablemente complejas de cristales de hielo, cada tormenta es una criatura singular, que crece y se comporta de manera diferente según su geografía y clima.
Con tantas variables en juego, a los meteorólogos modernos les pareció que predecir tormentas requería tomar muestras de tantas de ellas como fuera posible. El repositorio perfecto resultó estar en las Grandes Planicies, donde nacen muchas de las tormentas más peligrosas del mundo. Aquí, en los meses de primavera y verano, el aire húmedo proveniente del golfo de México se acumula junto al aire seco de las montañas Rocallosas y forma un torbellino gigante. Para los meteorólogos, esta volatilidad sostenida ha convertido a las llanuras en el laboratorio nacional de facto, donde unas 30 oficinas del Servicio Meteorológico Nacional, decenas de miles de radares privados y estaciones meteorológicas y cientos de aeropuertos hacen muestreo de las condiciones del aire antes, durante y después de las tormentas. Cada muestra, ya sea tomada por radar o medidor de viento, es una instantánea del comportamiento y composición de esa tormenta en particular e incluye la densidad del aire, la presión, la temperatura, la humedad y la velocidad del viento, lo que proporciona a los meteorólogos un perfil para rastrear en el futuro.
Hasta el lanzamiento de los satélites meteorológicos globales en los años noventa, este nivel de muestreo y detección no estaba disponible de manera amplia fuera de Norteamérica. Cuando la NASA desplegó su Misión de Medición de Lluvias Tropicales (TRMM por su sigla en inglés) en 1997, el satélite ofreció el primer vistazo comprensivo del clima de todo el mundo. Y parte de lo que reveló fue una inmensa variabilidad regional en el tamaño y la intensidad de las tormentas. En Argentina, en particular, alrededor de la franja de picos de las Sierras de Córdoba, los datos de TRMM detectaron formaciones de nubes anómalas en una escala nunca antes vista: 225 relámpagos por minuto, granizo enorme y tormentas eléctricas que alcanzan alturas de casi 21.300 metros.
Pero los datos de TRMM y otros satélites también revelaron que las tormentas en todo el mundo compartían muchas de las mismas propiedades microfísicas, algunas de las cuales parecían estar cambiando. En las últimas décadas, en tanto los humanos han vertido más carbono en la atmósfera, lo que calienta la tierra y los océanos, el aire ha quedado imbuido de niveles más altos de humedad evaporada, cizalladura de viento y lo que los meteorólogos llaman “energía potencial convectiva disponible”, o CAPE, una medida de cuánto combustible para tormentas hay en bruto en el cielo. Y como cada vez disponen de más calor, humedad y aire inestable para alimentarse, las tormentas en muchas partes del mundo han comenzado a exhibir un comportamiento cada vez más errático. Desde 1980, el número de tormentas con vientos que superan los 250 kilómetros por hora -la velocidad a la que el viento comienza a arrancar paredes de los edificios- se ha triplicado. En los últimos años, partes de India y el sur de Estados Unidos se han inundado, con entre 275 y 500 por ciento de más lluvia de lo habitual. En los océanos, donde ahora hay un 5 por ciento más de agua elevada que a mediados del siglo pasado, las probabilidades de que una tormenta se convierta en un huracán importante se han disparado sustancialmente en los últimos 40 años. En el este de Estados Unidos, una zona que se prevé que en el próximo siglo atestigüe un aumento del 15 por ciento en los días con altos valores de CAPE, el “superbrote" de 2011 trajo 362 tornados que mataron a unas 321 personas en cuatro días.
No obstante, la tendencia más preocupante para los meteorólogos no es la violencia de estas tormentas supercargadas sino una inquietud más profunda de que patrones climáticos enteros se distorsionan en tanto las tormentas se expanden a nuevas latitudes y estaciones. Cuando el ciclón Idai azotó Mozambique en marzo de 2019, cientos de miles de personas fueron sorprendidas porque llegó muy tarde en la temporada. Seis semanas más tarde, cuando el ciclón Kenneth impactó la misma costa, convirtiéndose en la que tal vez haya sido la tormenta más potente en golpear a Mozambique, las rutas de evacuación y los albergues seguían repletos de personas.
Pero si los meteorólogos podían, a grandes rasgos, inferir que un planeta más húmedo y caliente contribuía a estos brotes, más difícil era comprender cómo reaccionaba cada tormenta. Algunas tormentas parecían metabolizar los cambios climáticos en la forma de mayores velocidades de vientos sostenidos -razón por la cual los investigadores en MIT y Princeton ahora consideran que es una posibilidad realista que exista un huracán categoría seis- y otras como diluvios más intensos. Incluso si daba la impresión de que emergían ciertas tendencias generales, la relativa escasez de eventos extremos aunada a su lejanía y el hecho de que solo existen datos satelitales desde aproximadamente 1960, significaba que seguía siendo casi imposible proyectar qué extremos podrían materializarse en cada lugar, y ni hablar en los años por venir. Un estudio llevado a cabo en 2019 por la Universidad de Estocolmo encontró que uno de los únicos impactos uniformes del cambio climático sucedía en la meteorología, que se ha vuelto más difícil. De pronto parecía que la humanidad no solo estaba frente a la posibilidad de perder el solaz de un futuro que lucía confiablemente como el presente sino la confiabilidad de un mañana estable.
Para Nesbitt y un grupo creciente de meteorólogos jóvenes, el caos forjado por el cambio climático requiere repensar de manera radical algunos de los conceptos clave de la meteorología. Como disciplina, la meteorología descansa en la idea de que el clima es constante: en cada año, estación o día solo son posibles un cierto número y rango de eventos de clima variables. Pero debido a que dicha constante se ha convertido en una variable, Nesbitt considera que el campo debe dar un paso atrás y volver a lo básico: a las observaciones cercanas del comportamiento y desarrollo de las tormentas. “Creíamos saber cómo operaban el clima y el tiempo”, me dijo. “Pero ahora tenemos que pensar como astrónomos: como si no supiéramos lo que hay allá afuera”.
La sede improvisada del estudio -de nombre RELAMPAGO, un acrónimo en inglés que juega con el español- ocupaba una serie de anexos y salas de conferencias entre una extensa finca blanca y un hotel en un rascacielos en el centro de Villa Carlos Paz. Las sierras, que se ciernen sobre el extremo oeste de la ciudad, pueden verse desde casi cualquier lugar en ambas sedes del estudio, lo que obstruye el horizonte. Cuando llegué al centro de operaciones del hotel, una tarde a mediados de diciembre, encontré a Nesbitt encorvado sobre un modelo de computadora en una habitación estrecha y acristalada. Nesbitt es alto y corpulento, tiene una barbilla redonda y hoyuelos y un cabello juvenil, y estaba vestido con pantalones cortos, una camisa tropical de manga corta y sandalias. Me condujo a través de una oficina abarrotada de servidores y computadoras, donde los estudiantes de posgrado monitoreaban imágenes satelitales, hasta un patio en ruinas que servía de oficina. Habían pasado cuatro o cinco semanas desde el último estallido de grandes tormentas, y el cielo sobre nosotros se alzaba enorme y vacío, excepto por una nube de cúmulo ocasional y solitaria que flotaba sobre las sierras, arrastrada por una brisa inusualmente agradable para la temporada.
Nesbitt había ido a Argentina con el objetivo de perseguir las tormentas de la región para, en lo profundo de ellas, insertar tecnología avanzada de imágenes. “En cada tormenta hay huellas digitales que se pueden ver en los procesos cambiantes”, dijo, y si pudiera encontrarlas, podría comenzar a evaluar cómo es que se están transformando las tormentas en un clima más cálido. Pero cuando comenzó a explorar el estudio alrededor de 2012, se dio cuenta rápidamente de que tomar muestras de uno de los fenómenos más peligrosos e impredecibles en la Tierra, en una región lejana de pueblos agrícolas dispersos y bosques de montaña, requeriría tanto esfuerzo de infraestructura como científico. La National Science Foundation había financiado en varias ocasiones aviones blindados para penetrar tormentas, pero su intento más reciente estuvo plagado de problemas tecnológicos, y el proyecto finalmente se hundió. Las dimensiones interiores de estas tormentas siguieron básicamente sin mapear. Cuando Nesbitt comenzó a pensar en qué otra cosa podría acercarlo lo suficiente al abismo más profundo de una de las tormentas de la sierra, de inmediato le vino el nombre de una organización a la mente: el Centro de Investigación de Clima Severo (CSWR, por su sigla en inglés).
Fundado en la década de 1990, por el meteorólogo Joshua Wurman, CSWR es una institución de investigación seminómada de 11 personas que, a lo largo de los años, se ha ganado la reputación de superar los límites en la búsqueda de tecnología. A mediados de los años noventa, Wurman construyó el primer sistema de radar Doppler montado en un camión, apodado el “Doppler sobre ruedas”, o DOW (por su sigla en inglés). Para 1999, un DOW había registrado la velocidad del viento más rápida de la historia dentro de un tornado, en Moore, Oklahoma, a 484 kilómetros por hora. Desde entonces, tal vez ninguna otra organización se haya aventurado tan lejos en las tormentas más mortíferas del mundo como CSWR, cuya flota de cuatro camiones ha transmitido datos de 15 huracanes y unos 250 tornados. Piloteados directamente en el camino de una tormenta, los DOW funcionan como cualquier otro radar, como las linternas atmosféricas: una antena proyecta un haz cónico hacia afuera, que avanza lentamente un grado a la vez, para finalmente producir una imagen tridimensional de la tormenta circundante, como un espeleólogo que ilumina una cueva. Levantado del suelo con pies hidráulicos, los camiones pueden escanear los vientos que, de otro modo, podrían despegar el asfalto de una carretera.
Sin embargo, tan tecnológicamente avanzados como sean los DOW, Wurman y su equipo aún están sujetos a los caprichos mercuriales de cada tormenta; él comparó el trabajo, a veces, con el de un biólogo de vida silvestre en busca del mejor momento y lugar para un encuentro con una especie rara. Una de las contribuciones más significativas de Wurman al campo, de hecho, ocurrió una noche en Kansas cuando algo salió mal y uno de sus DOW fue golpeado por un tornado, lo que hizo estallar una de sus ventanas. Fue uno de los mejores conjuntos de datos que jamás hayan recopilado. En las sierras, Wurman y Nesbitt no sabían si tendrían tanta suerte. Dada la información limitada sobre las condiciones río arriba en el Pacífico, el Atlántico Sur y el Amazonas —que son todos lugares relativamente en blanco en el mapa meteorológico— los cazadores quedaron algo ciegos río abajo. Fue un desafío que, si bien era complicado y potencialmente peligroso, no necesariamente perturbaba al experimentado Wurman. “Si pudiéramos pronosticar estas tormentas perfectamente”, dijo, “no tendría sentido perseguirlas”.
Unos días después, el marasmo finalmente cedió. Los meteorólogos comenzaron a darse cuenta de algo prometedor en el Pacífico: durante los últimos días, se había acumulado una corriente de aire a baja presión, rodando constantemente hacia el este de los Andes. Al mismo tiempo, los niveles de humedad de los globos meteorológicos en la provincia indicaban que una corriente a presión de bajo nivel sacaba humedad del Amazonas. La mañana del 12 de diciembre, los meteorólogos del estudio informaron que los dos sistemas, junto con otra bolsa de aire seco que se movía hacia el norte de la Patagonia, parecían estar listos para converger sobre Córdoba en algún momento de los próximos días. Por la noche, los valores de CAPE y la humedad comenzaron a aumentar de manera ominosa. Con muchos de los científicos preparándose para volver a casa, la próxima tormenta probablemente sería la última gran persecución del estudio. Esa noche, cuando muchos se retiraban a descansar para el largo día que les esperaba, unos pocos bebieron vino y vieron 'Tornado'.
Por la mañana, los equipos estaban en la carretera mucho antes de las siete en punto, en dirección a una red rural de caminos agrícolas, cuatro o cinco horas al sur de Villa Carlos Paz. Los tres DOW se estacionaron en los puntos de un triángulo de aproximadamente 3900 kilómetros cuadrados, con la esperanza de que sus escaneos superpuestos formasen una red atmosférica lo suficientemente grande como para atrapar la tormenta. Los seis camiones restantes se desplegaron, posicionándose para lanzar globos meteorológicos y dejar caer cápsulas: estaciones meteorológicas resistentes que se asemejan a un aire acondicionado. La mayoría está estacionada en la tierra a lo largo de zanjas de riego, o en lotes vacantes de tierra, con cuidado para evitar depresiones que puedan inundarse, así como también silos y árboles, que pueden bloquear los radares, enganchar los globos o escindirlos en escombros. Con poco que hacer más que esperar, los equipos pasaron las siguientes horas en el envío de mensajes de texto con fotos de nubes y las carreras por empanadas de gasolinera.
Alrededor de las seis de la tarde, Angela Rowe, profesora asistente de la Universidad de Wisconsin-Madison que dirigía las operaciones del día, comunicó por radio desde el centro de operaciones que varias tormentas seguían un rumbo noreste hacia el triángulo. Pronto aquellos de nosotros que estábamos en el campo vimos como los cielos delante de nosotros se transformaban. Las nubes a lo largo del borde de ataque de la tormenta más septentrional se aplanaron, y enviaron zarcillos grises de bruma que rozaron el suelo. Mucho más arriba, el núcleo ennegrecido de la tormenta comenzó a burbujear, y giró hacia el cielo como una olla de pasta que se desbordaba. La temperatura se desplomó y aumentó vertiginosamente, el aire detonó con explosiones erráticas de polvo y lluvia. Al caer la noche, los relámpagos comenzaron a atravesar el cielo que se acercaba, y delinearon la forma retorcida de la tormenta en destellos estampados. A las 9:00 p.m., el viento comenzó a lanzar a los miembros del equipo hacia los lados, y los obligó a correr de un lado al otro entre los camiones, gritando para ser escuchados mientras luchaban por inflar globos y colocar cápsulas.
Durante las siguientes horas, mientras los equipos trabajaban para mantenerse a la vanguardia del viento y el granizo, todas las tormentas parecían empujar constantemente hacia el norte, como se predijo. Pero en algún momento, las corrientes de nubes negras e hinchadas nos alcanzaron, ondulando hacia afuera en todas las direcciones. Pronto nadie pudo decir exactamente dónde comenzó o terminó cada tormenta, o en qué dirección se movían. Partes del cielo parecían estar girando en su lugar, destellando un verde pálido fantasmal, de color de un acuario sucio; mientras que otros parecían fluir de regreso por donde vinimos, llovían torrencialmente en forma constante. A eso de las 11:00 p.m., la energía en gran parte de la provincia se había ido y la masa negra furiosa del cielo había casi colapsado el horizonte, lo que hacía imposible navegar, excepto durante los destellos más brillantes. En un momento, nos alejamos rápidamente de una maraña de rayos, que iluminó el bosque a nuestro alrededor con una luz que parecía del mediodía, solo para encontrar otro camino intransitable con escombros arrastrados por el viento, otro con agua estancada.
Aproximadamente una hora más tarde, estábamos en una carretera vacía de cuatro carriles, dirigiéndonos hacia otro equipo, cuando de repente llovió y granizó mucho más fuerte. Parecía que el núcleo giratorio de la tormenta nos había caído encima: el centro, que se movía en espiral, había estado acumulando millones de kilos de humedad hasta que, a unos nueve kilómetros, se congeló, eventualmente volviendo a la tierra como granizo gigantesco. Las piedras comenzaron a sentirse sobre el marco de acero del vehículo de una forma tan fuerte que momentáneamente ahogaron el sonido del viento con una onda expansiva de percusión. Luego, otra enorme lluvia estalló, oscureciendo incluso las luces traseras más cercanas. Sonaba como un avión y, cuando se calmó, una corriente de agua turbia se precipitó sobre la carretera. Poco a poco, observé cómo las formas parpadeantes de los autos que flotaban, como patos, eran arrastrados hacia la medianera y el acotamiento.
A la 1:00 a.m., llegó la orden de evacuar. Uno de los camiones de apoyo ya había sido sacado de un campo en las montañas; la antena de otro se dobló 90 grados. Durante las siguientes cuatro horas, los equipos se abrieron paso con cuidado por las carreteras arrasadas y llenas de escombros. Los cables eléctricos que se habían caído latigueaban frenéticamente. Un techo yacía boca arriba sobre un campo de maíz. La gente se apretujaba bajo los toldos de cabinas de peaje que advertían de rocas que caían del cielo. Cuando pasábamos sobre un puente en Córdoba, el cielo se encendió e iluminó un barrio de árboles derribados amontonados. Más adelante en la provincia, un hospital y tres escuelas resultaron dañadas por un tornado, que también volcó dos camiones a un cobertizo. Más tarde se supo que una mujer de 23 años con ocho meses de embarazo había muerto en su casa inundada. A bordo del vehículo apenas si hablábamos. Había una sensación, después de atestiguar lo impredecible, que lo inimaginable se expandía.
En las horas posteriores a la tormenta, Nesbitt, Wurman y los demás intentaron descifrar lo que habían visto. Para cuando las últimas camionetas llegaron, cerca de las 5:30 a.m., la tormenta llevaba más de seis horas desatada sin cesar. En su momento culmen, había abarcado desde los Andes hasta el Atlántico. Algunas partes, ahora a la deriva hacia Brasil, eran tan potentes que durante breves momentos se habían vuelto autosostenibles, con las nubes alimentándose de su propio calor y humedad, un fenómeno destructivo que los meteorólogos llaman “tormenta retrógrada”. Las autoridades locales iban a pasar los siguientes meses intentando evaluar la extensión de los daños, pero en ese momento ya parecía incluir barrios enteros en toda la provincia. En el hotel, el ánimo entre los meteorólogos, muchos de ellos ya con 24 horas de labor encima, era delirante. Sin poder regresar a sus cuartos inundados, varios de ellos se habían retirado al restaurante del hotel, desde donde se veían por la ventana campos distantes alumbrados por los relámpagos.
Un evento en particular llamaba la atención de los meteorólogos. Durante gran parte de la noche, los escaneos mostraron una fila escalonada de tormentas que se dirigían con constancia en dirección al norte. Luego, alrededor de las 11:15 o así, algo extraño brilló en la pantalla: una sola masa bulbosa, que apareció de súbito, cubría gran parte del campo de la imagen. “Esta gran enorme línea solo apareció”, dijo Kristen Rasmussen, una de las investigadoras principales de RELAMPAGO, y profesora asistente en la Universidad Estatal de Colorado. “Podía decirnos mucho”, dijo. “Era exactamente lo que habíamos estado esperando”.
A modo de ilustración, Nesbitt explicó que mientras una tormenta viaja por terreno caliente y saturado, su base tiende a extenderse y achatarse y a chupar toda la energía disponible. Entre más absorbe, el vacío se vuelve más veloz y potente y forma un estrecho eje de aire al centro de la tormenta, o corriente ascendente. Una corriente ascendente, continuó Nesbitt, es en esencia el pistón de la tormenta, que ingresa calor y humedad como gasolina en un cigüeñal, antes de dispararlos hacia arriba para alimentar el crecimiento y movimiento de la tormenta. Según lo que el equipo podía comprender, cada una de las tormentas había generado corrientes ascendentes tan poderosas que al final se habían unido y comenzado a engendrar corrientes ascendentes más pequeñas, para crear lo que se llama un “sistema convectivo de mesoescala”, en resumen, un gigante y organizado complejo de quizás 50 o más corrientes ascendentes, que se vuelve autosuficiente a medida que germina más y más descendencia. La mayoría de los sistemas convectivos de mesoescala en las Grandes Llanuras tardan unas cuatro o cinco horas en formarse; este, según las marcas de tiempo, se materializó en menos de 30 minutos.
Cuando Nesbitt y los demás comenzaron a revisar los escaneos y los datos, descubrieron que varias de las otras tormentas que habían observado en Argentina habían formado corrientes ascendentes igualmente fuertes, muchas de ellas hasta un 60 por ciento más grandes que las de las tormentas norteamericanas. Una había alcanzado más de 21 kilómetros, entre los más altos jamás documentados. Otras cubrieron unos 40 kilómetros cuadrados, una enorme columna de aire que se elevó a más de 80 kilómetros por hora. Según los escaneos iniciales de DOW, Nesbitt podría inferir que la escala y la fuerza de las corrientes ascendentes fueron una fuente importante de la violencia de las tormentas. A medida que los vientos dentro de las corrientes ascendentes comenzaron a ensancharse e intensificarse, no solo reunieron más humedad y calor, lo que aumentó el crecimiento de las tormentas, sino que también mantuvieron esa mezcla volátil en el aire, volviéndola potencialmente mortal. Suspendida de esta manera, a nueve kilómetros más o menos, durante varios minutos o más, la mezcla se congeló, formando vastos campos de cristales de hielo que daban volteretas que, dado el suficiente espacio y tiempo, colisionaron repetidamente, y provocaron rayos o congelándose en enormes piedras de granizo.
Este hallazgo parecía sugerir que algo en la atmósfera estaba sobrealimentando las corrientes ascendentes, arrancando el calor y la humedad del suelo de manera tan violenta que giró en columnas de aire inusualmente amplias e imponentes. Para Nesbitt, el culpable obvio, al menos en teoría, eran el calor y la humedad en sí, el combustible de la tormenta. A medida que la atmósfera ha continuado calentándose, elevando cada vez más humedad en el aire, también ha comenzado a expandirse, aumentando la capacidad del aire para absorber volúmenes cada vez mayores de humedad, no muy distinto a un tanque de gas que crece en tamaño a medida que se le bombea más gas. Y debido a que el agua produce calor a medida que se condensa en altitud, la humedad adicional acelera aún más el proceso. Según las estaciones meteorológicas locales del estudio —una de las cuales se erigió en la tierra del agricultor Lenardon— Nesbitt sabía que la atmósfera en la provincia ya mostraba signos de este ciclo, incluidos picos de humedad por evaporación. Pero, como él señaló, la humedad y el calor son simplemente valores de energía potencial. Nos dicen que el cielo, como nuestros bosques que se secan, se están convirtiendo rápidamente en un océano de combustible, pero no nos dicen dónde y cuándo podría encenderse, y mucho menos qué, exactamente, podría encenderlo.
Encontrar las respuestas a estas preguntas, como lo vio Nesbitt, requería mapear las corrientes ascendentes con detalles mucho más intrincados. Durante años, explicó, los modelos más frecuentes utilizados para pronosticar patrones climáticos globales se habían basado en cálculos matemáticos relativamente simples -o “parametrizaciones”- para predecir dónde y cuándo podría formarse una tormenta. Programados para predecir algunos de los efectos más grandes y perjudiciales de una tormenta, como el viento y la lluvia, los parámetros a menudo no lograron representar la total complejidad del desarrollo de una tormenta, incluida la formación de su corriente ascendente, lo que resulta en una pérdida de precisión general. “Ahora tenemos que regresar”, dijo Nesbitt, “y tratar de agregar realismo adicional a los cálculos, para que puedan representar las etapas completas del ciclo de vida de una tormenta”.
Cuando RELAMPAGO salió de Argentina, el estudio había recogido casi 100 terabytes de datos de 19 persecuciones separadas. Para comenzar el proceso de mejorar la forma en que se representan las tormentas en los modelos, los científicos primero tendrían que crear un perfil de cada tormenta que estudiaron, junto con todas sus diminutas características microfísicas, escarbando a través de millones de puntos de datos para separar los efectos del paisaje y las fluctuaciones naturales del clima de aquellas características que podrían ser exclusivas de la tormenta. El trabajo fue el equivalente meteorológico aproximado de la parábola de los ciegos y el elefante: en julio de 2020, unos 20 documentos se encontraban en diversas etapas de publicación, cada uno de ellos ofreciendo información sobre diferentes aspectos de las tormentas de Córdoba. En última instancia, al mirarlos en conjunto, el objetivo de Nesbitt sería aislar lo que equivalía a una huella digital de unas pocas moléculas de aire, aire que, calentado por el sol y unido por evaporación, se convirtió en la primera respiración desastrosa de una corriente ascendente.
Una versión simple del modelo de RELAMPAGO ya había ayudado al Servicio Meteorológico Nacional a ampliar la ventana predictiva en la región de Córdova en aproximadamente 48 horas, dice Nesbitt. Al final, esperaba que una versión de mayor resolución pudiera emitir alertas similares en todo el mundo, que se calienta, en especial en Estados Unidos, donde las condiciones del aire van en camino a parecerse a las de la provincia en las siguientes décadas. Pero por ahora, se contentaba con haberle dado a familias como la de Lenardon unas cuantas horas más para prepararse, aunque se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que estos modelos otra vez queden obsoletos.
Un día, poco después del final del estudio, los meteorólogos me llevaron a las faldas de las colinas de Villa Carlos Paz para visitar a una mujer de nombre María Natividad Garay, que tenía en su poder lo que podría ser uno de los mayores granizos que se han recuperado en la historia. Su residencia, encajada entre un complejo de departamentos y un taller mecánico, incluía una modesta chacra así como varios departamentos y casas de huéspedes, algunos de los cuales alquilaban los meteorólogos argentinos afiliados al estudio. Al llegar encontramos a Garay sentada atrás en una silla, con la puerta ligeramente abierta para recibir la brisa refrescante.
Garay es una mujer de cincuenta y tantos que habla con cuidado, de cabello corto y marrón y la sonrisa templada y sosegada de quien es versado en el aburrimiento interrumpido de la vida en las llanuras. Al preguntarle sobre la tormenta que produjo el granizo recordó la fecha precisa -8 de febrero de 2018- y me dijo que la tormenta había durado exactamente 15 minutos, lo tenía grabado en la mente. Hacía treinta años que vivía en la zona, explicó, y aunque la región era conocida por las tormentas, eso era simplemente algo que la gente sabía. “Hay que experimentarlo de primera mano”, dijo.
Señaló varias cicatrices largas en el edificio del costado, lugares donde columnas enteras de ladrillo se habían descascarado. “Eso fue lo primero que vi”, dijo, “el granizo golpeaba las paredes transversalmente”. Un instante después sus tragaluces se hicieron añicos y el hielo invadió la casa. Dijo que el ruido era increíble, como un tren que atraviesa tu patio, delgado y distante al principio, y luego ruge sobre ti. Después de que el diluvio se detuvo, miró afuera y encontró el patio cubierto con lo que parecían fragmentos de vidrio lechoso. “No llovió para nada hasta que paró el granizo”, dijo, todavía sorprendida por la observación, un año después. Los meteorólogos supusieron que esta era la razón por la cual la piedra se había conservado sorprendentemente bien.
La sostuvo frente a nosotros. Era esférica y tenía casi el tamaño de una toronja. La mantenía envuelta en una bolsa Ziploc al fondo de su nevera. Era incapaz de decir por qué, exactamente, solo que le pareció un objeto digno de preservarse. Con ese tamaño aterrorizante y esa apariencia, ahí enterrado en su jardín, parecía de origen extraterrestre. Se inclinó y nos mostró los muchos miles de cristales que arañaban la piedra, algunos de los cuales ya habían empezado a fracturarse y a derretirse en su mano.
Pero, de nuevo, continuó, solo era aire y agua. En otras palabras, estaba hecho de las mismas cosas que respiramos.
Fuentes:Noah Gallagher Shannon es un escritor del norte de Colorado que ahora vive en Nueva York.
Noah Gallagher Shannon, Viaje al interior de las temibles tormentas de Córdoba, 22 julio 2020, The New York Times.
La imagen que ilustra esta entrada muestra varias tormentas que se funden en un “sistema convectivo de mesoescala” sobre la ciudad turística de Villa Carlos Paz, Argentina, en diciembre de 2018. Mitch Dobrowner para The New York Times.
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