Masami
Yoshizawa decidió no abandonar su pueblo a pesar de la orden de
evacuación. Sigue viviendo en el lugar que sufrió la devastación.
Su vida la dedica ahora al cuidado del campo y los animales.
por Carmen
Ibarlucea
Cuando
Masami Yoshizawa, habitante de Namie, recibió la orden de evacuar
cinco días después del terremoto, del tsunami y de la destrucción
escalonada de la central nuclear de Fukushima con sus seis reactores
de agua en ebullición -que estaba a 14 kilómetros de su granja-
desobedeció.
Aquellos
días de mediados de marzo, él, su hermana y su sobrina pudieron
sentir el pánico a su alrededor. No vieron morir a diecinueve mil
personas, pero cuando conocieron la cifra comprendieron que el miedo
había estado a la altura de la desdicha.
Esos
mismo días, en el puerto de Namie, en Ukedo, relativamente cerca de
la granja de Masami, doscientas personas esperaban a ser rescatadas.
Pero los equipos de rescate, compuestos también por personas, se
tuvieron que retirar debido al alto riesgo de exposición a la
radiación. Las personas que esperaban murieron abandonadas.
También
Masami Yoshizawa estaba llamado a ser una más entre las
cuatrocientas setenta mil personas desplazadas que se han dado como
cifra oficial. Pero desobedeció.Si alguien le pregunta las razones
de su desobediencia, no puede darlas.
Masami
Yoshizawa era un granjero tradicional. Cultivaba la tierra que heredó
de su padre y cuidaba del ganado del Señor Murata, que después se
vendía para carne. Era su modo de vida y no lo cuestionaba. Sin
embargo, cuando recibió la orden de salir de su granja, donde los
niveles de radiación eran mil veces mayores que los que soportaba
normalmente, no pudo hacerlo.
Masami
miró hacia el establo donde las vacas aguardaban y pensó “necesitan
agua y comida. No puedo dejarlas aquí sabiendo que morirán”.
El
día 14 de marzo la unidad 3 explotó.
El
día 15 de marzo la unidad 4 explotó
El
día 17 de marzo, el señor Murata, presidente de la agrupación de
granjas de la zona, incluida la granja propiedad de Yoshizawa,
recibió una llamada desde Tokio. Los comerciantes le informaban que
debido a la radioactividad ya no podían comprar ni las verduras, ni
el cereal, ni el ganado de la prefectura de Fukushima.
Todo
estaba perdido.
Todo
estaba perdido económicamente.
O
todo estaba por hacer.
Y
Masami Yoshizawa, sin saber la razón, emprendió un viaje en
solitario hacia Tokio para denunciar la situación a voz en grito por
las calles, y para ver al director de la Tokyo Electric Power
Company. Era el día 18 de marzo y aún faltaba un mes para que el
gobierno reconociera que el accidente de la central nuclear de
Fukushima Daiichi era de grado siete.
Masami
lloraba.
Llorando
entró en el despacho del director de la Tokyo Electric Power Company
y llorando pidió ayuda. El director y Masami lloraron juntos.
De
regreso a su granja con el apoyo recabado, fue encontrando
desolación. Ya se sabe que el llanto ayuda, pero no es la solución.
Se
escuchaba el silencio
Se
escuchaba el dolor.
Masami
regresa. Puede hacerlo porque es obcecado y no se deja intimidar por
la autoridad uniformada. Él tiene una misión.
Y
la vida le sale al encuentro. Los perros, que extrañaban quizás las
caricias de las manos humanas y ese plato de comida que no hay que
perseguir; y los gatos, que comodones buscan el calor de las
viviendas y las voces afectuosas.
Su
tractor, al pasar, rompe el silencio, y el aire se puebla de otras
voces. Mugidos desamparados que esperan llamar su atención. Vacas,
toros y cerdos llevados a la deriva, sin saber cómo vivir por sí
mismos, después de diez mil años de domesticación, lo llaman.
Así
fue como Masami Yoshizawa conoció el infierno sin necesidad de
imaginarlo.
En
cada granja a la que entraba presenciaba una visión aterradora.
Vacas estabuladas que mugían junto a los cadáveres de sus
compañeras más frágiles. Toros atados a los postes muriendo de
hambre. Cerdos que se alimentaban del cadáver de sus hermanos para
poder sobrevivir.
Y
entonces comprendió que aunque no era razonable, ni racional, él no
iba a irse, no iba a dejar atrás el ganado.
Y
llovió.
La
lluvia empapó de radiactividad la tierra y llevó la tragedia de
Fukushima mucho más allá de la zona de evacuación de 20
kilómetros.
Dos
meses después del terremoto, del tsunami y de la destrucción
escalonada de la central nuclear con sus seis reactores de agua en
ebullición -que estaba a 14 kilómetros de su granja- él
desobedeció más.
El
ministerio de agricultura de Japón ordenó la matanza de todos los
animales de granja, alegando que sólo así se podía evitar que su
carne entrara secretamente en el mercado de alimentos.
Masami
Yoshizawa, el desobediente, habló:
“Un
esfuerzo por eliminar una reputación negativa no es más que un
encubrimiento. Esta es una granja que narra la historia del desastre
de contaminación por radiación de Fukushima. Nos quedaremos aquí
en el Rancho de la Esperanza”.
Había
entonces unas cuatro mil quinientas vacas en Namie, y dos mil
quinientas murieron de hambre, mil trescientas fueron sacrificadas
“humanamente”. Pero Masami Yoshizawa contagió de su
desobediencia a nueve granjeros y juntos lograron que setecientas
vacas continuaran con vida, pese a las órdenes de muerte
gubernamental.
De
la radioactividad no te puedes esconder. No es como un rayo de sol,
del que te proteges buscando la sombra. Yoshizawa a veces se siente
enfermo, a veces tiene nauseas, a veces se deprime y llora. Sabe,
porque se lo han dicho los médicos, que puede desarrollar cáncer o
leucemia. Pero él no es un niño, ni un joven, ni siquiera es una
persona de mediana edad. Los médicos le han dicho que la radiación
va a matarlo lentamente.
Mientras
él vive su pequeña vida de cuidados, el gobierno ha ido retirando
la capa vegetal del suelo. Han llevado cerca de setenta mil
trabajadores para retirar y empaquetar en sacos la tierra que fue un
manto fértil. Es la operación de limpieza nuclear más grande del
mundo.
Ocho
años después vuelve a ser primavera en la prefectura de Fukushima y
puedes pasear viendo a las vacas pastar, mientras las blancas
mariposas zizeeria maha embellecen el aire. Todo puede parecer
normal, pero no lo es, porque la esperanza de vida en Fukushima es
breve, más breve de lo normal, incluso para las mariposas.
Nota:
Isla de la buena fortuna, en japonés Fukushima. Este relato está basado en una historia real
Fuente:
Carmen Ibarlucea, Relato. Isla de la buena fortuna, Revista Ecologista nº 100. Consultado 10 marzo 2020.
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