Dejo
el fin del mundo y me dirijo al centro convencida de que, para crear
futuro, necesitamos enfrentarnos al sistema que nos ha llevado al
colapso y ser aún mejores en esta generación.
por Eliane
Brum
A
bordo del Arctic Sunrise
Mi
tiempo en la expedición del Arctic Sunrise en la Antártida llega a
su fin. No recuerdo que un final haya sido tan difícil. Tengo una
vida de salidas y llegadas. En parte porque soy periodista, en parte
porque soy yo. Mi lugar es el movimiento. Estar en un barco, esa casa
que navega, encajó tan bien conmigo. Entiendo que este viaje, además
del conocimiento que tengo el deber de transmitirles, me ha impactado
de dos formas. Y desembarco de este barco y de este continente con
esas marcas.
La
Antártida, sin duda la mayor belleza que he experimentado, ha
desbordado de mí. No tenía referencias para abarcar algo tan fuera
del lenguaje. Me marcó especialmente la experiencia de llegar a un
lugar donde el ecosistema aún no ha sido destruido, donde se puede
ver el ciclo completo de la naturaleza y comprender lo delicado de
esta tesitura. La condición de intrusa, el hecho de que
constantemente me cuestionara mi presencia allí, me ayudó a ver un
mundo fuera de mí.
Vivir
en la Amazonia, donde vivo, a menudo es vivir en ruinas, entre
ruinas, en las ruinas. Es ser testigo de una destrucción constante.
La selva siempre se está rompiendo con una motosierra o con fuego.
Siempre hay gente más fuerte tratando de arrancarle mineral de la
tierra, de introducirle soja o bueyes, criaturas vivas que se han
convertido en mercancía. La lucha en la Amazonia es para perder
menos, pero siempre perdemos. La destrucción es mayor que nosotros,
los destructores tienen mucho más poder, hoy incluso están en el
poder. Pocas cosas son más difíciles que luchar no para ganar, sino
para perder menos. Solo un poco menos. Así viven en la Amazonia los
líderes indígenas, los ribereños y los quilombolas (descendientes
de esclavos rebeldes), los agricultores familiares y también los
activistas. Poniendo sus cuerpos delante de la selva solo para perder
un poco menos.
En
la Antártida, todavía no. Se nota que la presión está aumentando.
Los glaciares se derriten a una velocidad asombrosa, algunas especies
de pingüinos están sufriendo una drástica reducción de su
población, el continente ya se ha calentado debido al cambio climático. En la península, donde estábamos, la temperatura ya ha
subido 3 grados centígrados. Sabemos que pronto la Antártida
también puede ser una utopía que pervivirá solo en las historias.
Pero todavía está ahí. Y su asombrosa belleza acusa toda la
destrucción que hemos causado.
Haber
estado en un lugar no habitado por humanos y ver cómo todo y todos
viven mejor sin nosotros me ha marcado. Los humanos -y es fundamental
enfatizar esto- no son un genérico. Cuando me refiero a “nosotros”,
me refiero a lo que llamamos civilización y, especialmente, a
Occidente. A los dominantes de la especie dominante, que crearon un
modo de producción incompatible con la preservación de la vida, que
se alejaron de la naturaleza y cubrieron el mundo con una camisa de
fuerza de hormigón. En la Amazonia también convivo con otros
humanos, los que pierden desde hace por lo menos 500 años, pero, aun
así, resisten. Los pueblos originarios, cuyos antepasados plantaron
parte de la selva amazónica y crearon una vida compatible con la
vida. Pero están siendo destruidos a tiros, junto con la selva, y
algunos se están corrompiendo con el mundo de las mercancías.
No
ha sido una especie entera la que ha provocado la crisis climática,
sino una parte de ella que, desafortunadamente, aún domina las
posiciones de poder. No somos una especie destinada a destruir,
nuestro carácter no es violento. Ni siquiera somos una unidad, lo
que llamamos humanidad no existe. Parte de nosotros ha destruido y
destruye. Y es contra esos que tenemos que luchar más de lo que
hemos luchado nunca, porque ahora luchamos por la supervivencia.
Establecer
esta diferencia es imperativo, porque es justo. El discurso de que
todos estamos en el mismo barco es una excusa para posponer lo máximo
posible cualquier solución, porque los combustibles fósiles, los
principales responsables del sobrecalentamiento global, siguen dando
mucho beneficio y determinan los juegos de poder. Los países más
responsables de la crisis climática son precisamente los que están
levantando muros y barreras para los migrantes, porque saben que,
cada vez más, la migración está y estará determinada por la
crisis climática. En las próximas décadas puede haber millones de
refugiados climáticos, y entonces los muros ya estarán bien
establecidos.
La
ONU tiene una buena palabra para eso: apartheid climático. Los que
sufrirán más los efectos serán los que menos hayan provocado el
cambio climático; los que sufrirán más los efectos serán los que
menos podrán enfrentarlos, porque son los más desamparados. La
crisis climática está atravesada por cuestiones de raza, género y
clase. Una vez más, son los indígenas y los negros, las mujeres y
los más pobres quienes sufrirán más y primero. Ya está pasando.
Este
es el segundo impacto de esta expedición. Aunque haya sido por un
corto período, solo 11 días, convivir con personas que entienden
que estamos viviendo una guerra climática, que saben que no podemos
escoger entre luchar o no luchar, que entienden que la vida ha
cambiado y que solo empezaremos un posible futuro si nos convertimos
en un nuevo tipo de humano, para mí fue como llegar a casa. La
mayoría de la gente que quiero entiende lo que estamos viviendo.
Pero solo en parte. La mayoría todavía cree que puede seguir
viviendo como antes, hacer los mismos planes que antes, soñar con
las mismas cosas, criar a sus hijos con los mismos principios y
siguiendo el mismo guion. No entienden que la vida ya no es como
antes. Que nuestro planeta está experimentando el cambio más
drástico que ha experimentado desde que existimos. Y que tendremos
que luchar por políticas públicas que contengan el
sobrecalentamiento, actuar para impedir la destrucción de
ecosistemas cruciales como la Amazonia y los océanos, y también
adaptarnos a lo que vendrá. Porque vendrá, ya viene, para muchos ya
ha llegado. Incluso muchas personas inteligentes que han luchado toda
su vida contra el racismo, la discriminación por motivos de género
y la desigualdad social todavía no han sido capaces de entender que
la crisis climática atraviesa todo esto y redefine los parámetros
de existencia, cambia incluso la forma de existir. Es algo tan grande
que parece que no cabe en el cerebro. Pero esta inconsciencia nos
impide actuar.
La
experiencia de encontrar en el Arctic Sunrise algunas personas que
han cambiado sus vidas porque han entendido la urgencia histórica me
ha permitido dormir bien por primera vez en mucho tiempo. Yo misma
escribo a menudo que tenemos menos de una década para contener el
sobrecalentamiento global a 1,5 grados hasta finales de siglo, para
no dirigirnos a los más de 3 grados que la falta de políticas
públicas nos impone como horizonte más probable. Es importante
repetirlo. Pero, a la vez, todos vemos que las negociaciones no avanzan y que los gobiernos cada vez más los ocupan hombres
peligrosos, que niegan la crisis climática porque sirven a los
intereses de grupos económicos específicos. También es evidente
que, en varias regiones del planeta, los impactos ya han empezado, la
vida de los más frágiles y de los más expuestos ya está amenazada
y las migraciones ya están en marcha. La idea de que sería posible
mantener el sobrecalentamiento en 1,5 o 2 grados como máximo da a la
mayoría de la gente la falsa sensación de que surgirá una solución
en cualquier momento. Solo los adolescentes se han dado cuenta de
que, si no practican la desobediencia civil -en su caso, dejar de ir a la escuela para presionar a las autoridades-, vivirán el futuro en
un planeta hostil.
Es
como la propia Amazonia. No hay una selva cohesionada, sino
diferentes niveles de destrucción en diferentes lugares. Algunos ya
han alcanzado el punto sin retorno. Recuerdo a la quilombola Maria do
Socorro Silva, líder de Barcarena, un municipio cercano a Belém do
Pará, en el encuentro Amazonia Centro del Mundo, celebrado en
noviembre. En ese momento, Socorro estaba en otra Amazonia, en una
reserva extractiva de la Tierra Media, una región todavía
preservada a pesar del aumento de la presión de los grileiros
(ladrones de tierras públicas) y los madereros en los últimos años
y, especialmente, desde que Jair Bolsonaro asumió la presidencia del
país. Miraba a una selva que ella ya había perdido. La suya,
contaminada por la empresa noruega Hydro Alunorte, ya estaba
corroída. Su cuerpo, devorado por un cáncer que ella cree que fue
provocado por la contaminación comprobada de los ríos, está tan
condenado como la selva.
Socorro,
esta mujer con un nombre tan simbólico, se pasó días mirando
tranquilamente la Amazonia aún viva de la Tierra Media y recordando
la selva muerta a la que tendría que volver cuando el encuentro
terminara. Continuaría comiendo alimentos contaminados y bebiendo
agua contaminada porque no tenía otra opción. Me acordé mucho de
Socorro de Barcarena, porque me llenaba de Antártida y recordaba que
tendría que volver a las ruinas de Altamira. Al igual que la
Amazonia vive diferentes niveles de destrucción, nuestro planeta ya
vive diferentes etapas de la crisis climática.
En
mi generación, la película de culto fue Matrix, estrenada a finales
de la década de 1990. En esa distopía, algunos podían elegir entre
tomar la píldora azul o la roja. La azul les permitía seguir viendo
el mundo bajo el velo de la ilusión y seguir desempeñando su papel
para que los engranajes continuaran funcionando. La roja permitía
ver el mundo como era realmente, quien la elegía despertaba del
sueño de la ilusión. La crisis climática no era lo que estaba en
cuestión en la trilogía de las hermanas Wachowski que marcó la
historia del cine. Pero hoy es posible revisitar la película a
partir de la crisis climática, en el sentido de que, a pesar de
todas las señales y de toda la información, la mayoría prefiere
negarla. Aunque no la niegue, la niega, porque no actúa. Aunque no
la niegue, espera un milagro o sigue agarrado a la rutina posible.
Solo eso explica por qué no están todos luchando en las calles y
practicando la desobediencia civil contra las autoridades, los
gobiernos y las corporaciones que, un poco más cada día, condenan
nuestro futuro ya presente.
Algunas
de las personas de la tripulación del Arctic Sunrise ya han sido
arrestadas por participar en acciones para impedir la contaminación
ambiental o para rescatar a migrantes en alta mar que huían de
países en guerra. Luchar por lo colectivo, prevenir la destrucción
del planeta, salvar a personas de la muerte son acciones cada vez más
criminalizadas por muchos gobiernos, lo que demuestra el nivel de
perversión en el que estamos inmersos. Y el nivel de perversión
apunta hacia la gravedad del colapso climático. Los ambientalistas y
activistas están siendo tildados de “terroristas” y tratados
como tal. Esta siempre ha sido la estrategia de quienes dominan el
sistema para silenciar la verdad incómoda. Basta recordar cómo
algunos gobernantes y sectores de la extrema derecha han tratado a la
joven activista sueca Greta Thunberg, intentando que parezca loca,
desequilibrada o incluso extraña para que su mensaje de urgencia no
se escuche.
Es
duro ver a los científicos enfrentando condiciones meteorológicas
peligrosas en botes, tragando agua de mar por la nariz para
recolectar ADN de especies en el océano Antártico o contando
pingüinos mientras pisan mierda en un frío polar. Es duro
presenciar todo este esfuerzo y darse cuenta de que muchos gobiernos
los están tratando como enemigos. Las pruebas que la ciencia está
encontrando sobre los impactos de la crisis climática amenazan los
intereses de las corporaciones que dominan el mundo y los gobiernos
que los atienden. El ataque que Bolsonaro promovió contra el
Instituto Nacional de Investigación Espacial en 2019, que resultó
en la renuncia de su director, no tenía otro motivo que querer
borrar las pruebas del aumento de la deforestación en la Amazonia.
Es
duro ver que se criminaliza a activistas que luchan por lo colectivo,
por lo que podemos llamar el común global, y muchos de ellos ahora
están olvidados en cárceles de diferentes países. Como les sucedió
en noviembre a los ecologistas arrestados en Alter do Chão, en Pará.
Y mucha gente se traga la versión distorsionada porque cualquier
mentira parece ser una alternativa mejor que la cruda verdad.
Mientras estoy en la Antártida, recibo noticias cada vez peores de
la Amazonia, donde los líderes no solo son arrestados, sino que
algunos también son asesinados. Si los brasileños, en lugar de
tomar ansiolíticos, tomaran la píldora roja, todos estarían
luchando por la selva junto a los que están muriendo solos, porque
luchar por la selva es luchar por los hijos de todos.
Dejo
la Antártida, pero la Antártida no me deja. Empiezo a regresar a la
Amazonia, uno de los frentes de la guerra climática donde hay cada
vez más sangre, convencida de que tenemos que crear futuro. No me
hago ilusiones de que podremos detener el sobrecalentamiento global
con los gobiernos que tenemos y con la falta de acción de la mayoría
de la población. Pero, si tendremos que vivir en un planeta peor,
quizás podemos ser capaces de crear un humano mejor a partir del
conocimiento que tienen los humanos que saben cómo vivir en la
naturaleza sin destruirla ni consumirla hasta el exterminio.
Sini
Saarela, una finlandesa alta, delgada y de piel translúcida, con
unos ojos muy azules y un cabello largo y rojo, se encontraba entre
los 30 activistas de Greenpeace que fueron arrestados en Rusia en
2013 por tratar de evitar la extracción de petróleo en el Ártico.
Estar en una prisión rusa es no saber si te quedarás allí durante
dos días o toda tu vida. Sini estuvo dos meses. Durante los primeros
45 días, estuvo confinada sola en una celda. Ella y sus compañeras
crearon un código de golpecitos para poder comunicarse. No para
tener conversaciones elaboradas, solo para saber que la otra estaba
viva. Durante los últimos 15 días, Sini estuvo en una celda con
mujeres enfermas. Una de ellas estaba mentalmente comprometida y era
bastante agresiva, gritaba por la noche. Amenazas en ruso que Sini no
podía entender. Cuando la liberaron, Sini se hizo un tatuaje en el
brazo para marcar lo que vivió. Son matrioskas, esas muñecas rusas
que caben una dentro de la otra. Sin embargo, las de Sini se abren,
como las muchas capas de sí misma que tuvo que atravesar para
mantener la cordura y la capacidad de seguir luchando.
Al
final del recorrido, no hay una muñeca pequeña como en el juguete
tradicional, sino un pájaro que vuela hacia la libertad. “Aunque
me arresten físicamente, dentro de mí soy libre”, me dice. En
este viaje, la luz del verano antártico iluminaba el tatuaje en el
brazo de Sini. Para mí, se convirtió en una especie de faro en ese
barco que ha trabado tantas batallas y que ahora también navega
dentro de mí. Termino este diario con ella, porque 2020 será
brutal. Sin embargo, quién sabe, quizá más personas pueden
atravesar sus capas de negación y liberar la mente para unirse a la
tarea colectiva -y urgente- de crear un humano nuevo en el futuro que
seamos capaces de imaginar.
Traducción
de Meritxell Almarza
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Fuente:
Eliane Brum, Un humano nuevo en la frontera de la guerra climática, 1 febrero 2020, El País. Consultado 1 febrero 2020.
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