sábado, 1 de febrero de 2020

Un humano nuevo en la frontera de la guerra climática

Dejo el fin del mundo y me dirijo al centro convencida de que, para crear futuro, necesitamos enfrentarnos al sistema que nos ha llevado al colapso y ser aún mejores en esta generación.

por Eliane Brum
A bordo del Arctic Sunrise

Mi tiempo en la expedición del Arctic Sunrise en la Antártida llega a su fin. No recuerdo que un final haya sido tan difícil. Tengo una vida de salidas y llegadas. En parte porque soy periodista, en parte porque soy yo. Mi lugar es el movimiento. Estar en un barco, esa casa que navega, encajó tan bien conmigo. Entiendo que este viaje, además del conocimiento que tengo el deber de transmitirles, me ha impactado de dos formas. Y desembarco de este barco y de este continente con esas marcas.

La Antártida, sin duda la mayor belleza que he experimentado, ha desbordado de mí. No tenía referencias para abarcar algo tan fuera del lenguaje. Me marcó especialmente la experiencia de llegar a un lugar donde el ecosistema aún no ha sido destruido, donde se puede ver el ciclo completo de la naturaleza y comprender lo delicado de esta tesitura. La condición de intrusa, el hecho de que constantemente me cuestionara mi presencia allí, me ayudó a ver un mundo fuera de mí.

Vivir en la Amazonia, donde vivo, a menudo es vivir en ruinas, entre ruinas, en las ruinas. Es ser testigo de una destrucción constante. La selva siempre se está rompiendo con una motosierra o con fuego. Siempre hay gente más fuerte tratando de arrancarle mineral de la tierra, de introducirle soja o bueyes, criaturas vivas que se han convertido en mercancía. La lucha en la Amazonia es para perder menos, pero siempre perdemos. La destrucción es mayor que nosotros, los destructores tienen mucho más poder, hoy incluso están en el poder. Pocas cosas son más difíciles que luchar no para ganar, sino para perder menos. Solo un poco menos. Así viven en la Amazonia los líderes indígenas, los ribereños y los quilombolas (descendientes de esclavos rebeldes), los agricultores familiares y también los activistas. Poniendo sus cuerpos delante de la selva solo para perder un poco menos.

En la Antártida, todavía no. Se nota que la presión está aumentando. Los glaciares se derriten a una velocidad asombrosa, algunas especies de pingüinos están sufriendo una drástica reducción de su población, el continente ya se ha calentado debido al cambio climático. En la península, donde estábamos, la temperatura ya ha subido 3 grados centígrados. Sabemos que pronto la Antártida también puede ser una utopía que pervivirá solo en las historias. Pero todavía está ahí. Y su asombrosa belleza acusa toda la destrucción que hemos causado.

Haber estado en un lugar no habitado por humanos y ver cómo todo y todos viven mejor sin nosotros me ha marcado. Los humanos -y es fundamental enfatizar esto- no son un genérico. Cuando me refiero a “nosotros”, me refiero a lo que llamamos civilización y, especialmente, a Occidente. A los dominantes de la especie dominante, que crearon un modo de producción incompatible con la preservación de la vida, que se alejaron de la naturaleza y cubrieron el mundo con una camisa de fuerza de hormigón. En la Amazonia también convivo con otros humanos, los que pierden desde hace por lo menos 500 años, pero, aun así, resisten. Los pueblos originarios, cuyos antepasados plantaron parte de la selva amazónica y crearon una vida compatible con la vida. Pero están siendo destruidos a tiros, junto con la selva, y algunos se están corrompiendo con el mundo de las mercancías.

No ha sido una especie entera la que ha provocado la crisis climática, sino una parte de ella que, desafortunadamente, aún domina las posiciones de poder. No somos una especie destinada a destruir, nuestro carácter no es violento. Ni siquiera somos una unidad, lo que llamamos humanidad no existe. Parte de nosotros ha destruido y destruye. Y es contra esos que tenemos que luchar más de lo que hemos luchado nunca, porque ahora luchamos por la supervivencia.

Establecer esta diferencia es imperativo, porque es justo. El discurso de que todos estamos en el mismo barco es una excusa para posponer lo máximo posible cualquier solución, porque los combustibles fósiles, los principales responsables del sobrecalentamiento global, siguen dando mucho beneficio y determinan los juegos de poder. Los países más responsables de la crisis climática son precisamente los que están levantando muros y barreras para los migrantes, porque saben que, cada vez más, la migración está y estará determinada por la crisis climática. En las próximas décadas puede haber millones de refugiados climáticos, y entonces los muros ya estarán bien establecidos.

La ONU tiene una buena palabra para eso: apartheid climático. Los que sufrirán más los efectos serán los que menos hayan provocado el cambio climático; los que sufrirán más los efectos serán los que menos podrán enfrentarlos, porque son los más desamparados. La crisis climática está atravesada por cuestiones de raza, género y clase. Una vez más, son los indígenas y los negros, las mujeres y los más pobres quienes sufrirán más y primero. Ya está pasando.

Este es el segundo impacto de esta expedición. Aunque haya sido por un corto período, solo 11 días, convivir con personas que entienden que estamos viviendo una guerra climática, que saben que no podemos escoger entre luchar o no luchar, que entienden que la vida ha cambiado y que solo empezaremos un posible futuro si nos convertimos en un nuevo tipo de humano, para mí fue como llegar a casa. La mayoría de la gente que quiero entiende lo que estamos viviendo. Pero solo en parte. La mayoría todavía cree que puede seguir viviendo como antes, hacer los mismos planes que antes, soñar con las mismas cosas, criar a sus hijos con los mismos principios y siguiendo el mismo guion. No entienden que la vida ya no es como antes. Que nuestro planeta está experimentando el cambio más drástico que ha experimentado desde que existimos. Y que tendremos que luchar por políticas públicas que contengan el sobrecalentamiento, actuar para impedir la destrucción de ecosistemas cruciales como la Amazonia y los océanos, y también adaptarnos a lo que vendrá. Porque vendrá, ya viene, para muchos ya ha llegado. Incluso muchas personas inteligentes que han luchado toda su vida contra el racismo, la discriminación por motivos de género y la desigualdad social todavía no han sido capaces de entender que la crisis climática atraviesa todo esto y redefine los parámetros de existencia, cambia incluso la forma de existir. Es algo tan grande que parece que no cabe en el cerebro. Pero esta inconsciencia nos impide actuar.

La experiencia de encontrar en el Arctic Sunrise algunas personas que han cambiado sus vidas porque han entendido la urgencia histórica me ha permitido dormir bien por primera vez en mucho tiempo. Yo misma escribo a menudo que tenemos menos de una década para contener el sobrecalentamiento global a 1,5 grados hasta finales de siglo, para no dirigirnos a los más de 3 grados que la falta de políticas públicas nos impone como horizonte más probable. Es importante repetirlo. Pero, a la vez, todos vemos que las negociaciones no avanzan y que los gobiernos cada vez más los ocupan hombres peligrosos, que niegan la crisis climática porque sirven a los intereses de grupos económicos específicos. También es evidente que, en varias regiones del planeta, los impactos ya han empezado, la vida de los más frágiles y de los más expuestos ya está amenazada y las migraciones ya están en marcha. La idea de que sería posible mantener el sobrecalentamiento en 1,5 o 2 grados como máximo da a la mayoría de la gente la falsa sensación de que surgirá una solución en cualquier momento. Solo los adolescentes se han dado cuenta de que, si no practican la desobediencia civil -en su caso, dejar de ir a la escuela para presionar a las autoridades-, vivirán el futuro en un planeta hostil.

Es como la propia Amazonia. No hay una selva cohesionada, sino diferentes niveles de destrucción en diferentes lugares. Algunos ya han alcanzado el punto sin retorno. Recuerdo a la quilombola Maria do Socorro Silva, líder de Barcarena, un municipio cercano a Belém do Pará, en el encuentro Amazonia Centro del Mundo, celebrado en noviembre. En ese momento, Socorro estaba en otra Amazonia, en una reserva extractiva de la Tierra Media, una región todavía preservada a pesar del aumento de la presión de los grileiros (ladrones de tierras públicas) y los madereros en los últimos años y, especialmente, desde que Jair Bolsonaro asumió la presidencia del país. Miraba a una selva que ella ya había perdido. La suya, contaminada por la empresa noruega Hydro Alunorte, ya estaba corroída. Su cuerpo, devorado por un cáncer que ella cree que fue provocado por la contaminación comprobada de los ríos, está tan condenado como la selva.

Socorro, esta mujer con un nombre tan simbólico, se pasó días mirando tranquilamente la Amazonia aún viva de la Tierra Media y recordando la selva muerta a la que tendría que volver cuando el encuentro terminara. Continuaría comiendo alimentos contaminados y bebiendo agua contaminada porque no tenía otra opción. Me acordé mucho de Socorro de Barcarena, porque me llenaba de Antártida y recordaba que tendría que volver a las ruinas de Altamira. Al igual que la Amazonia vive diferentes niveles de destrucción, nuestro planeta ya vive diferentes etapas de la crisis climática.

En mi generación, la película de culto fue Matrix, estrenada a finales de la década de 1990. En esa distopía, algunos podían elegir entre tomar la píldora azul o la roja. La azul les permitía seguir viendo el mundo bajo el velo de la ilusión y seguir desempeñando su papel para que los engranajes continuaran funcionando. La roja permitía ver el mundo como era realmente, quien la elegía despertaba del sueño de la ilusión. La crisis climática no era lo que estaba en cuestión en la trilogía de las hermanas Wachowski que marcó la historia del cine. Pero hoy es posible revisitar la película a partir de la crisis climática, en el sentido de que, a pesar de todas las señales y de toda la información, la mayoría prefiere negarla. Aunque no la niegue, la niega, porque no actúa. Aunque no la niegue, espera un milagro o sigue agarrado a la rutina posible. Solo eso explica por qué no están todos luchando en las calles y practicando la desobediencia civil contra las autoridades, los gobiernos y las corporaciones que, un poco más cada día, condenan nuestro futuro ya presente.

Algunas de las personas de la tripulación del Arctic Sunrise ya han sido arrestadas por participar en acciones para impedir la contaminación ambiental o para rescatar a migrantes en alta mar que huían de países en guerra. Luchar por lo colectivo, prevenir la destrucción del planeta, salvar a personas de la muerte son acciones cada vez más criminalizadas por muchos gobiernos, lo que demuestra el nivel de perversión en el que estamos inmersos. Y el nivel de perversión apunta hacia la gravedad del colapso climático. Los ambientalistas y activistas están siendo tildados de “terroristas” y tratados como tal. Esta siempre ha sido la estrategia de quienes dominan el sistema para silenciar la verdad incómoda. Basta recordar cómo algunos gobernantes y sectores de la extrema derecha han tratado a la joven activista sueca Greta Thunberg, intentando que parezca loca, desequilibrada o incluso extraña para que su mensaje de urgencia no se escuche.

Es duro ver a los científicos enfrentando condiciones meteorológicas peligrosas en botes, tragando agua de mar por la nariz para recolectar ADN de especies en el océano Antártico o contando pingüinos mientras pisan mierda en un frío polar. Es duro presenciar todo este esfuerzo y darse cuenta de que muchos gobiernos los están tratando como enemigos. Las pruebas que la ciencia está encontrando sobre los impactos de la crisis climática amenazan los intereses de las corporaciones que dominan el mundo y los gobiernos que los atienden. El ataque que Bolsonaro promovió contra el Instituto Nacional de Investigación Espacial en 2019, que resultó en la renuncia de su director, no tenía otro motivo que querer borrar las pruebas del aumento de la deforestación en la Amazonia.

Es duro ver que se criminaliza a activistas que luchan por lo colectivo, por lo que podemos llamar el común global, y muchos de ellos ahora están olvidados en cárceles de diferentes países. Como les sucedió en noviembre a los ecologistas arrestados en Alter do Chão, en Pará. Y mucha gente se traga la versión distorsionada porque cualquier mentira parece ser una alternativa mejor que la cruda verdad. Mientras estoy en la Antártida, recibo noticias cada vez peores de la Amazonia, donde los líderes no solo son arrestados, sino que algunos también son asesinados. Si los brasileños, en lugar de tomar ansiolíticos, tomaran la píldora roja, todos estarían luchando por la selva junto a los que están muriendo solos, porque luchar por la selva es luchar por los hijos de todos.

Dejo la Antártida, pero la Antártida no me deja. Empiezo a regresar a la Amazonia, uno de los frentes de la guerra climática donde hay cada vez más sangre, convencida de que tenemos que crear futuro. No me hago ilusiones de que podremos detener el sobrecalentamiento global con los gobiernos que tenemos y con la falta de acción de la mayoría de la población. Pero, si tendremos que vivir en un planeta peor, quizás podemos ser capaces de crear un humano mejor a partir del conocimiento que tienen los humanos que saben cómo vivir en la naturaleza sin destruirla ni consumirla hasta el exterminio.

Sini Saarela, una finlandesa alta, delgada y de piel translúcida, con unos ojos muy azules y un cabello largo y rojo, se encontraba entre los 30 activistas de Greenpeace que fueron arrestados en Rusia en 2013 por tratar de evitar la extracción de petróleo en el Ártico. Estar en una prisión rusa es no saber si te quedarás allí durante dos días o toda tu vida. Sini estuvo dos meses. Durante los primeros 45 días, estuvo confinada sola en una celda. Ella y sus compañeras crearon un código de golpecitos para poder comunicarse. No para tener conversaciones elaboradas, solo para saber que la otra estaba viva. Durante los últimos 15 días, Sini estuvo en una celda con mujeres enfermas. Una de ellas estaba mentalmente comprometida y era bastante agresiva, gritaba por la noche. Amenazas en ruso que Sini no podía entender. Cuando la liberaron, Sini se hizo un tatuaje en el brazo para marcar lo que vivió. Son matrioskas, esas muñecas rusas que caben una dentro de la otra. Sin embargo, las de Sini se abren, como las muchas capas de sí misma que tuvo que atravesar para mantener la cordura y la capacidad de seguir luchando.

Al final del recorrido, no hay una muñeca pequeña como en el juguete tradicional, sino un pájaro que vuela hacia la libertad. “Aunque me arresten físicamente, dentro de mí soy libre”, me dice. En este viaje, la luz del verano antártico iluminaba el tatuaje en el brazo de Sini. Para mí, se convirtió en una especie de faro en ese barco que ha trabado tantas batallas y que ahora también navega dentro de mí. Termino este diario con ella, porque 2020 será brutal. Sin embargo, quién sabe, quizá más personas pueden atravesar sus capas de negación y liberar la mente para unirse a la tarea colectiva -y urgente- de crear un humano nuevo en el futuro que seamos capaces de imaginar.

Traducción de Meritxell Almarza

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Fuente:
Eliane Brum, Un humano nuevo en la frontera de la guerra climática, 1 febrero 2020, El País. Consultado 1 febrero 2020.

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