La
investigadora Amy Austin, a partir del estudio del impacto de la
implantación de especies exóticas en la Patagonia, disertó sobre
las inconsistencias de la reforestación como mecanismo de captura y
almacenamiento de carbono para mitigar el cambio climático.
por
Pablo Taranto
¿Plantar
un árbol es salvar el planeta? La respuesta a la cuestión, en
apariencia sencilla, que planteó Amy Austin en la apertura del
Coloquio de los Viernes se pronunciaría más tarde, al cabo de su
exposición, pero a priori, buena parte del auditorio estaba
dispuesto a manifestar su acuerdo. Desde luego, la idea suena bien.
Habría que plantar, entonces, muchos árboles, millones. ¿Pero
cuáles? ¿Y dónde? ¿Es ésta realmente la solución más adecuada
para mitigar el cambio climático?
Amy
Austin estudia desde hace años el impacto de la forestación con
pinos exóticos en la Patagonia, investigación por la que fue
galardonada con el premio “L’Oreal Unesco a las Mujeres en la
Ciencia”. Es californiana, su padre trabajaba en la NASA, pero hace
poco más de veinte años, luego de doctorarse en Ciencias Biológicas
en la Universidad de Stanford, una beca de la National Sciencie
Foundation la trajo al sur del continente, y aquí se quedó. Hoy es
profesora de la cátedra de Ecología de la Facultad de Agronomía de
la UBA e investigadora principal del CONICET en el Instituto de
Investigaciones Fisiológicas y Ecológicas vinculadas a la
Agricultura (IFEVA).
Su trabajo ha permitido comprender mejor las transformaciones en los ecosistemas terrestres de regiones naturales modificados por el hombre. Y, en el Aula Magna del Pabellón 1, compartió con la comunidad de Exactas UBA algunas de las incómodas conclusiones a las que ha llegado.
Su trabajo ha permitido comprender mejor las transformaciones en los ecosistemas terrestres de regiones naturales modificados por el hombre. Y, en el Aula Magna del Pabellón 1, compartió con la comunidad de Exactas UBA algunas de las incómodas conclusiones a las que ha llegado.
Austin
parte de una verdad incontrastable, que muchos poderes fácticos
(ella los llama bullies, “maltratadores”) insisten en negar: la
responsabilidad humana por el calentamiento global, el inequívoco
incremento de las emisiones antropogénicas de gases de efecto
invernadero en el último medio siglo y el ascenso de la temperatura
media anual asociada a estos disturbios en el ciclo del carbono,
debido a la quema de combustibles fósiles. Y también a los cambios
en el uso de la tierra, al desmonte de bosques nativos. Los
ecosistemas terrestres y acuáticos, en cuanto sumideros naturales de
carbono, “nos salvan” de la mitad de ese desequilibrio. “Y el
máximo potencial para rebalancear esto, para revertirlo o mitigarlo
-explica Austin-, lo tienen las plantas, los bosques”.
En
ese balance global, entre lo que entra y lo que sale de la “caja de
ahorro del carbono”, los bosques maduros son, por fotosíntesis,
las herramientas naturales más eficaces para “secuestrar”
carbono, y en consecuencia, la reforestación masiva con especies de
crecimiento rápido apareció entonces como la gran solución para su
captura y almacenamiento, disminuyendo la concentración de dióxido
de carbono en la atmósfera.
“Te
hace sentir bien plantar un árbol. Es una respuesta muy atractiva,
tiene una gran aceptación pública. Combatimos el cambio climático
y, además, no tendríamos que hacer nada con las emisiones. Pero,
¿realmente funciona?”, cuestiona Amy Austin.
Su
investigación se centra en la Patagonia, en una ancha franja sobre
el paralelo 42, límite entre las provincias de Río Negro y Chubut,
que presenta de este a oeste amplios gradientes de temperatura y
precipitaciones, con una gran diversidad en términos de vegetación
que va desde los arbustos enanos de la estepa hasta los grandes
bosques de Nothofagus (lengas, ñires, coihues) al pie de los Andes.
Entre
1974 y 1978, gracias a ventajas impositivas para la producción de
celulosa, se plantaron en la Patagonia 70 mil hectáreas de
coníferas, casi el 95 % de una sola especie de pino, Pinus
ponderosa, una suerte de “súper planta”, dice la investigadora,
capaz de adaptarse a condiciones extremas con características
relativamente constantes. En esas plantaciones sin un manejo
sustentable, Austin y su equipo vieron una oportunidad: podían medir
el impacto en el ciclo de carbono de los diferentes ecosistemas a lo
largo de ese paralelo, los más áridos y los más húmedos, los más
fríos y los más templados, contrastando aquellos que conservan la
vegetación nativa con los que fueron reforestados.
La
respuesta a la pregunta inicial es que no, no siempre es bueno
plantar un árbol o, por lo menos, no cualquier árbol en cualquier
lugar. Por lo pronto, hay consecuencias en el propio ecosistema, como
una fuerte reducción de especies de artrópodos en el suelo: el caso
testigo es la desaparición de las hormigas en muchas regiones
reforestadas de la Patagonia.
La
pesquisa de Austin es múltiple. Registra, en los bosques exóticos,
un aumento de la biomasa en los troncos pero no en la producción
foliar. También un incremento de los detritus, pero con un material
de hojarasca (básicamente pinocha, con mucha lignina pero escasa
presencia de otros agentes microbianos) que produce un bajo impacto
de la descomposición biótica y menor acumulación en el suelo. Y
detecta que el rol del sol, importante en la fotodegradación de la
materia orgánica en los suelos de climas áridos, pierde efecto en
las zonas de estepa reforestadas con especies de mayor densidad.
“¿Estamos
secuestrando carbono? Sí, pero debemos preguntarnos cuánto, dónde
y a qué precio”, alerta Austin. En efecto, la captura y
almacenamiento se da sobre todo en los troncos de una especie, el
pino, cuyo destino final es la tala, la producción maderera, cuando
no -como por estos días se ha visto trágicamente en la Amazonía-,
los incendios, que devuelven aún más dióxido de carbono a la
atmósfera. Y ese secuestro, además, no se produce
significativamente en los suelos. Por otra parte, la prodigiosa
reducción de la huella de carbono que generan los bosques maduros,
que crecen más lento pero ya existen, corre riesgo de perderse ante
su peligroso reemplazo por bosques exóticos.
“En
síntesis, estamos alterando el funcionamiento de ecosistemas
naturales, sacrificando su biodiversidad, y aunque parece una linda
idea, plantar árboles para salvar el planeta -concluye Amy Austin-,
no hay evidencia real de sus beneficios, es insuficiente como
paliativo, y nos distrae de lo realmente importante: enfocarnos en
bajar las emisiones que generan las actividades humanas”.
Fuente:
Pablo Taranto, ¿Plantar un árbol es salvar el planeta?, 20 septiembre 2019, Nexciencias Exactas. Consultado 27 septiembre 2019.
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