miércoles, 26 de junio de 2019

Röntgen, he visto mi propia muerte


Parte de la horrorosa belleza de Chernobyl es ese enervante clickeo, ese zumbido electrostático, ese soundtrack del infierno que emiten los detectores de radiación cuando miden cuánto veneno por hora te está matando. De a poco o rápido.

por Sebastián Minay

Diciembre de 1895, Würzburg, Alemania. Tras varias semanas investigando en su laboratorio la fluorescencia producida por los rayos catódicos, un físico ha descubierto un nuevo tipo de rayo, invisible pero que vuelve transparentes algunos objetos al penetrarlos. Esa noche, le pide a su esposa que lo ayude en un experimento crucial: atravesar su mano izquierda con un haz y fijar la imagen en una placa fotográfica.

Anna Bertha Ludwig observa el resultado. Es la primera radiografía de la historia, pero ella no lo sabe. Solo ve los huesos negros de su mano sobre un fondo traslúcido. El anillo de matrimonio flota alrededor de su dedo anular. Se fascina. Se horroriza:

Meinen lieben Gott, Wilhelm. ¡Ich habe meinen Tod gesehen!
[Mi Dios, Wilhelm. ¡He visto mi propia muerte!]

Seis años después, en 1901, el alemán Wilhelm Conrad Röntgen recibirá el Premio Nobel de Física por haber descubierto los rayos x. El hallazgo se propaga por Europa; se vuelve una moda “tomarse fotos del esqueleto”. Morirá 22 años después, de un cáncer intestinal. Su apellido (también se escribe Roentgen, sin las cremillas) se usa hasta hoy como unidad para medir el efecto de la radiación ionizante.

Y ahora, en Prípiat, Röntgen es el protagonista silencioso, o mejor dicho ruidoso, de Chernobyl. Desde el arranque, casi todas las decisiones dependen de saber cuántos röntgen hay en un sitio y momento determinado: cuánta radiación hay, qué tan grave o manejable es la situación, qué hay que informarle al Kremlin, si hay que evacuar el pueblo o no, y sobre todo, cuántos minutos resiste un ser humano expuesto antes de pillar un cáncer o morir ahí mismo.

3,6 Röntgen por hora. Ni fantástico, ni terrible”, repiten los científicos pasados los primeros minutos desde la explosión del reactor nuclear RMBK (Parte 1, “1:23:45”). El supervisor de la planta y los burócratas de Prípiat, ignoran, prefieren negar que han medido ese valor porque el detector, el dosímetro usado solo marca hasta 3,6. Más allá, no sabemos. Y lo que no sabemos, lo que no nos consta, como porfían los hombres de arriba, pues no existe. ¿Dices que el reactor explotó? Por favor, explícame cómo puede ser posible. La cifra errada y el “ni tan fantástico, ni tan terrible” escalan hasta las primeras reuniones en el Kremlin.

La farsa dura hasta que el Coronel General Pikalov va en persona a medir la radiación en el área del reactor, embutido en un traje protector y máscara y al volante de un camión forrado en plomo. Cerca de la media hora de la Parte 2, “Please Remain Calm”, vuelve y suelta el pesadísimo número:

No son tres röntgen. Son 15.000.

Valery Legasov, el físico que lucha contra la ceguera y negación de los burócratas, traduce: cada hora ese infierno libera tanta radiación como dos bombas de Hiroshima. 20 horas, 40 bombas, 48 más al día siguiente, “y no se detendrá. Ni en una semana, ni en un mes. Arderá y propagará su veneno hasta que todo el continente muera”.

Röntgen, o R, siempre está ahí. Como un número en disputa. Como ese ruido infernal que sale, como lava de un volcán, de los dosímetros que comienzan a usar los helicópteros que sobrevuelan el reactor y todo aquél que trabaje en el área.

Los contadores Geiger, que hasta hoy los usan quienes visitan Prípiat como turistas nucleares, emiten el mismo sonido que los dosímetros. Es la única forma: la radiación no se ve ni se huele (pero sí sabe a metal en la lengua). Al principio es un clickeo en low-fi, acaso parecido al lenguaje de los cachalotes cuando bucean cientos de metros para cazar calamares gigantes. Pero acá, mientras más röntgen, más radiación detecten, más ruido emitirán.

Es un prt-prt-prt prt-prt que va ganando intensidad, que ya luego pasa a ¡prrrt!-¡prrt! y si vas a morir en una semana de una especie de cáncer radioactivo fulminante que te arrancará la piel a pedazos y que te dejará ahí, como una masa tiesa y sanguinolenta (ver la a prueba de valientes Parte 3, “Open Wide, O Earth”), lo sabrás si te quedas más de 90 segundos en ese sitio oyendo cómo el dosímetro brama algo parecido a un interminable ¡¡¡k-k-kchhhhhh-k-kk-kchhhhhhh!!!!

Esa sinfonía del terror invade los tímpanos de los tres obreros que hacia el final de la Parte 2 (“Please remain calm”, uno de los momentos más agudos de la serie) bajan voluntariamente al subsuelo del reactor a vaciar los tanques de agua y así evitar un desastre aún mayor que contamine letalmente a media Europa. Sabiendo, por supuesto, que puede que ni siquiera salgan vivos de ahí.

Miles de años de sacrificio en nuestras venas. Y cada generación debe conocer su propio sufrimiento. Vayan. Porque esto debe hacerse”, les dice el enviado del Kremlin, Boris Shcherbina al enviar a esos tres trabajadores a la dosis de sacrificio que les toca. Sabe que con suerte vivirán una semana más. Le pregunta más tarde a Legasov cómo morirán. Es horrible, la radiación mata destruyendo tus celúlas, tu ADN, tu piel, tu sangre al punto que ni siquiera te podrán inyectar morfina.

Ambos saben que les han bastado esos días, semanas en Prípiat para morir dentro de algunos años. Ambos han visto ya su propia muerte.

En Chernobyl, la muerte sabe a metal -como lo notan en sus bocas los bomberos que llegan a apagar el incendio del reactor-, se oye como el zumbido de los dosímetros y se escribe en Röntgen por hora. No se ve. Es parte de la horrorosa belleza de la serie que hoy sepultaremos bajo plomo y concreto. Es como esa fascinación gris, ese casi gusto por morir que la raza rusa lleva en la sangre. Es el heroísmo de la hazaña de Alexander Nevsky en el Lago Peipus, es el sacrificio de los liquidadores de la planta nuclear. Y es también la crueldad paranoica de Iván Grozny aka El Terrible asesinando a su hijo, que pintó Ilya Repin en 1885. Es Moscú negando la tragedia al comienzo. Es ese inmisericorde zumbido.

Fuente:
Sebastián Minay, Röntgen, he visto mi propia muerte, 6 junio 2019, La Tercera.

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