Parte de la horrorosa belleza de Chernobyl es ese enervante clickeo, ese zumbido electrostático, ese soundtrack del infierno que emiten los detectores de radiación cuando miden cuánto veneno por hora te está matando. De a poco o rápido.
por
Sebastián Minay
Diciembre
de 1895, Würzburg, Alemania. Tras varias semanas investigando en su
laboratorio la fluorescencia producida por los rayos catódicos, un
físico ha descubierto un nuevo tipo de rayo, invisible pero que
vuelve transparentes algunos objetos al penetrarlos. Esa noche, le
pide a su esposa que lo ayude en un experimento crucial: atravesar su
mano izquierda con un haz y fijar la imagen en una placa fotográfica.
Anna
Bertha Ludwig observa el resultado. Es la primera radiografía de la
historia, pero ella no lo sabe. Solo ve los huesos negros de su mano
sobre un fondo traslúcido. El anillo de matrimonio flota alrededor
de su dedo anular. Se fascina. Se horroriza:
Meinen
lieben Gott, Wilhelm. ¡Ich habe meinen Tod gesehen!
[Mi
Dios, Wilhelm. ¡He visto mi propia muerte!]
Seis
años después, en 1901, el alemán Wilhelm Conrad Röntgen recibirá
el Premio Nobel de Física por haber descubierto los rayos x. El
hallazgo se propaga por Europa; se vuelve una moda “tomarse fotos
del esqueleto”. Morirá 22 años después, de un cáncer
intestinal. Su apellido (también se escribe Roentgen, sin las
cremillas) se usa hasta hoy como unidad para medir el efecto de la
radiación ionizante.
Y
ahora, en Prípiat, Röntgen es el protagonista silencioso, o mejor
dicho ruidoso, de Chernobyl. Desde el arranque, casi todas las
decisiones dependen de saber cuántos röntgen hay en un sitio y
momento determinado: cuánta radiación hay, qué tan grave o
manejable es la situación, qué hay que informarle al Kremlin, si
hay que evacuar el pueblo o no, y sobre todo, cuántos minutos
resiste un ser humano expuesto antes de pillar un cáncer o morir ahí
mismo.
“3,6
Röntgen por hora. Ni fantástico, ni terrible”, repiten los
científicos pasados los primeros minutos desde la explosión del
reactor nuclear RMBK (Parte 1, “1:23:45”). El supervisor de la
planta y los burócratas de Prípiat, ignoran, prefieren negar que
han medido ese valor porque el detector, el dosímetro usado solo
marca hasta 3,6. Más allá, no sabemos. Y lo que no sabemos, lo que
no nos consta, como porfían los hombres de arriba, pues no existe.
¿Dices que el reactor explotó? Por favor, explícame cómo puede
ser posible. La cifra errada y el “ni tan fantástico, ni tan
terrible” escalan hasta las primeras reuniones en el Kremlin.
La
farsa dura hasta que el Coronel General Pikalov va en persona a medir
la radiación en el área del reactor, embutido en un traje protector
y máscara y al volante de un camión forrado en plomo. Cerca de la
media hora de la Parte 2, “Please Remain Calm”, vuelve y suelta
el pesadísimo número:
No
son tres röntgen. Son 15.000.
Valery Legasov, el físico que lucha contra la ceguera y negación de los
burócratas, traduce: cada hora ese infierno libera tanta radiación
como dos bombas de Hiroshima. 20 horas, 40 bombas, 48 más al día
siguiente, “y no se detendrá. Ni en una semana, ni en un mes.
Arderá y propagará su veneno hasta que todo el continente muera”.
Röntgen,
o R, siempre está ahí. Como un número en disputa. Como ese ruido
infernal que sale, como lava de un volcán, de los dosímetros que
comienzan a usar los helicópteros que sobrevuelan el reactor y todo
aquél que trabaje en el área.
Los
contadores Geiger, que hasta hoy los usan quienes visitan Prípiat
como turistas nucleares, emiten el mismo sonido que los dosímetros.
Es la única forma: la radiación no se ve ni se huele (pero sí sabe
a metal en la lengua). Al principio es un clickeo en low-fi, acaso
parecido al lenguaje de los cachalotes cuando bucean cientos de
metros para cazar calamares gigantes. Pero acá, mientras más
röntgen, más radiación detecten, más ruido emitirán.
Es
un prt-prt-prt prt-prt que va ganando intensidad, que ya luego pasa a
¡prrrt!-¡prrt! y si vas a morir en una semana de una especie de
cáncer radioactivo fulminante que te arrancará la piel a pedazos y
que te dejará ahí, como una masa tiesa y sanguinolenta (ver la a
prueba de valientes Parte 3, “Open Wide, O Earth”), lo sabrás si
te quedas más de 90 segundos en ese sitio oyendo cómo el dosímetro
brama algo parecido a un interminable
¡¡¡k-k-kchhhhhh-k-kk-kchhhhhhh!!!!
Esa
sinfonía del terror invade los tímpanos de los tres obreros que
hacia el final de la Parte 2 (“Please remain calm”, uno de los
momentos más agudos de la serie) bajan voluntariamente al subsuelo
del reactor a vaciar los tanques de agua y así evitar un desastre
aún mayor que contamine letalmente a media Europa. Sabiendo, por
supuesto, que puede que ni siquiera salgan vivos de ahí.
“Miles
de años de sacrificio en nuestras venas. Y cada generación debe
conocer su propio sufrimiento. Vayan. Porque esto debe hacerse”,
les dice el enviado del Kremlin, Boris Shcherbina al enviar a esos
tres trabajadores a la dosis de sacrificio que les toca. Sabe que con
suerte vivirán una semana más. Le pregunta más tarde a Legasov
cómo morirán. Es horrible, la radiación mata destruyendo tus
celúlas, tu ADN, tu piel, tu sangre al punto que ni siquiera te
podrán inyectar morfina.
Ambos
saben que les han bastado esos días, semanas en Prípiat para morir
dentro de algunos años. Ambos han visto ya su propia muerte.
En
Chernobyl, la muerte sabe a metal -como lo notan en sus bocas los
bomberos que llegan a apagar el incendio del reactor-, se oye como el
zumbido de los dosímetros y se escribe en Röntgen por hora. No se
ve. Es parte de la horrorosa belleza de la serie que hoy sepultaremos
bajo plomo y concreto. Es como esa fascinación gris, ese casi gusto
por morir que la raza rusa lleva en la sangre. Es el heroísmo de la
hazaña de Alexander Nevsky en el Lago Peipus, es el sacrificio de
los liquidadores de la planta nuclear. Y es también la crueldad paranoica de Iván Grozny aka El Terrible asesinando a su hijo, que
pintó Ilya Repin en 1885. Es Moscú negando la tragedia al comienzo.
Es ese inmisericorde zumbido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario