Chernobyl
de HBO está lejos, creo, de ser una obra maestra del género y de
todas esas hipérboles que han circulado, pero lo cierto es que
refleja de manera muy contundente parte del interior de un sistema
descompuesto.
por
Diego Zúñiga
¿Cuál
es el costo de las mentiras?
Hay
una explosión, una catástrofe nuclear de proporciones impensadas,
una ciudad que no será nunca más una ciudad, una vida, cientos,
miles de vidas que tendrán que torcer su camino y buscar un futuro
en cualquier parte, lo más lejos posible, se espera, de ese reactor
nuclear que explota, exactamente, a las 1:23 con 45 segundos del 26
de abril de 1986 y convierte a Chernóbil en una palabra radioactiva,
contaminada, oscura.
Cuando
empieza el primer capítulo de Chernobyl (HBO), probablemente quien
mira esos minutos iniciales no sabe cuáles son esas mentiras, cuál
es el costo de esas mentiras anunciadas por una voz, la voz de Valery
Legasov, el científico que se hará cargo del control del desastre
nuclear. Hay una verdad, una explosión, una catástrofe nuclear,
pero aún no hay mentiras. Y también hay una voz que se apaga a los
pocos minutos de comenzar todo.
Hay
una verdad, habrá mentiras, y hay un voz.
O
quizá hay más verdades, y habrá muchísimas mentiras y también
muchísimas voces.
“Nunca
dejamos de hablar del sufrimiento… Es nuestra vía de conocimiento.
Los occidentales nos parecen gente ingenua porque no sufren como
nosotros. Tienen medicinas para curar cualquier pupa. Nosotros, en
cambio, sufrimos el Gulag, llenamos de cadáveres los campos durante
la guerra y descontaminamos la tierra de Chernóbil con nuestras
propias manos desnudas… Y henos ahora aquí sentados sobre las
ruinas del socialismo. Parece el paisaje después de una batalla.
Tenemos la piel bien curtida; estamos tan machacados… hablamos
nuestra propia lengua, la lengua del sufrimiento”.
En
El fin del “Homo sovieticus”, quizás el libro más complejo y
ambicioso de la premio Nobel Svetlana Alexiévich -es decir, el que
registra no solo los testimonios de los protagonistas de una tragedia
(la tragedia que significó para miles el fin de la Unión
Soviética), sino también el que busca comprender un proceso
político y social de una envergadura mayor, y lo logra de forma
asombrosa-, encontramos un puñado de voces que, desde las ruinas de
un proyecto, recuerdan. Es aquel ejercicio el que va a constituirse
como la materia central de los libros de Svetlana Alexiévich: la
memoria personal convertida en un relato político, la historia del
sufrimiento narrada por una lengua única, esa lengua que captura
Alexiévich con su grabadora y que muchos descubrieron al leer su
libro más importante, Voces de Chernóbil (Debate), ese que fue
imprescindible para construir la serie que -para Hispanoamérica-
termina hoy viernes.
“No
hay manera de que me salga lo que quiero decir. No con palabras”,
le explica Liudmila Ignatenko a Svetlana Alexiévich en el relato que
abre Voces de Chérnobil. Liudmila, mujer de un bombero que irá esa
misma noche del accidente a apagar el incendio en la central -y que
morirá poco tiempo después producto de la radiación-, será otro
de los personajes que veremos en pantalla en los primeros minutos de
la serie. Es una escena tan memorable como terrorífica: ya es de
noche, ella sale del baño y vemos por la ventana de su departamento
una luz: acaba de explotar el reactor nuclear. Vemos esa luz y luego
de unos segundos llega el sonido de la explosión: la pareja se
acerca a la ventana y observa, desconcertados, lo que está
ocurriendo. Es una imagen bellísima -las luces de colores en medio
de la oscuridad de esa noche soviética- y al mismo tiempo terrible.
Así
empieza Chernobyl: con una voz que nos advierte de las mentiras, con
una imagen que aquella joven pareja ve desde su ventana.
En
el inicio quizá radica uno de los mayores aciertos de la serie
creada por Craig Mazin. Pero eso solo lo sabremos al final, después
de ver el último capítulo.
“¿Recordar?
Puede que lo que haga falta es apartar de uno los recuerdos.
Alejarlos. Yo no he leído libros así. Ni he visto películas. En el
cine he visto la guerra. Mis abuelos recuerdan que ellos no vivieron
su infancia, sino que vivieron la guerra. Su infancia es la guerra, y
la mía, Chernóbil. Soy de allí -le dice Katia P a Alexiévich. Y
luego agrega-:
Por
ejemplo, usted escribe; pero lo que es a mí ningún libro me ha
ayudado, me ha hecho entender. Ni en el teatro ni en el cine. Yo me
intento aclarar sin ellos. Yo sola. Todas las penas las padecemos
nosotros mismos, pero no sabemos qué hacer con ellas. Esto no puedo
entenderlo con la razón.
Mi
madre, sobre todo, no sabía qué decir. Da clases en la escuela de
lengua y literatura rusa y siempre me ha enseñado a vivir como
mandan los libros. Y de pronto resulta que no hay libros para esto.
Mi madre se sintió perdida. Ella no sabe vivir sin los libros. Sin
Chéjov, sin Tolstói.
¿Recordar?
Quiero y no quiero recordar (…). Si los científicos no saben nada,
si los escritores no saben nada, les ayudaremos con nuestra vida y
nuestra muerte. Así lo cree mi madre. Yo quisiera no pensar en esto,
yo quiero ser feliz. ¿Por qué no puedo ser feliz?”.
Una
novela que se llama Cuaderno de Pripyat (Entropía), de un escritor
argentino contemporáneo, publicada en 2012. Una novela rarísima, de
Carlos Ríos, que imagina una historia en aquella ciudad abandonada
tras el desastre de Chernóbil. Un sobreviviente, Malofienko, vuelve
a la ciudad donde falleció toda su familia producto del accidente
nuclear, muchos años después. Era un recién nacido cuando lo
ayudaron a escapar de la radiación, pero no ha dejado nunca de
pensar en ese lugar, en esa familia, en ese accidente que lo lleva a
esa ciudad abandonada.
Es
una novela breve y genial donde se encuentran muchas voces,
historias, imágenes: “En las paredes de la ciudadela se escriben
los apellidos de los jóvenes disueltos por la garra radioactiva:
Hodiemchuk, Kordyk, Yuszczuk y Telyatnikov. Todos en Ucrania los
conocen, saben cada detalle de sus vidas, a pesar de los mármoles
sustraídos de plazuelas y mercados. Son el equivalente a los Niños
Héroes mexicanos: una pandilla fatal. Que estén fuera de los
manuales de historia no significa la clausura de su ejemplo. Más
tarde le dirá en un email a Fridaka, su-casi-novia-en-Oslo: ‘Esos
espíritus, víctimas de la radiación, tan tuyos como míos’. A no
equivocarse, Malofienko: a la verdad hay que leerla en el movimiento
de los labios. Ahí, donde la lengua escribe nuestros, también se
lee tantu yosco momios”.
La
novela abre con dos epígrafes: uno del escritor ucraniano Yuri
Andrujovich -novelista y ensayista que ha escrito sobre Chernóbil-,
quien logra en una frase condensar todo lo que siguió a la
catástrofe: “Le temíamos al viento, a la lluvia, al césped verde
y fresco, a la luz y al agua que bebíamos”.
El
otro epígrafe es de un cuento deslumbrante del argentino Juan José
Saer, titulado “Lo visible”. Un relato distópico, de solo un par
de páginas, en las que el santafesino -que muy pocas veces escribió
de un lugar que no fuera su ciudad natal- toma la voz de un viejo que
después del desastre decide volver junto a otros viejos. En ningún
momento del cuento, Saer menciona la palabra Chernóbil, pero basta
leer solo unas líneas para saber dónde estamos: “A treinta
kilómetros de la planta, una semana, quince días después del
incendio y de la explosión del reactor, estaba prohibido quedarse y
hasta pasar por ahí aunque más no fuese rápidamente, pero poco a
poco la vigilancia se fue relajando y al mes nosotros, los viejos,
nos dimos cuenta -y lo comentábamos riéndonos- de que a los jóvenes
lo que los había hecho emprender la fuga no era tanto el miedo como
la esperanza, eso de lo que nosotros, desde hace cierto tiempo, ya
estamos al abrigo (…). Después de tantos años de venir
sobreviviendo, ya estábamos habituados a sentir cómo desde lo
oscuro la punta de lo invisible taladraba el tiempo y las cosas”.
Dos
argentinos, muchos años después del desastre de Chernóbil,
imaginan el regreso a aquel lugar devastado. Se entregan a la ficción
y especulan, desde el futuro, con el retorno a un lugar imposible, a
un tiempo que ya no existe.
En
ese punto medio en el que la ficción se cruza con la realidad -las
voces de Alexiévich, por ejemplo-, ahí, me parece, se ubica una
serie como Chernobyl. Con un nivel de documentación admirable -que
se refleja en todos los detalles posibles: la ropa, las costumbres,
el paisaje, los colores, la luz, incluso el lenguaje (aunque hablen
en inglés británico)- y con un trabajo visual que hace brillar las
actuaciones de Emily Watson, Jared Harris y Stellan Skarsgård, en
una historia que no dejaba de ser una apuesta arriesgadísima por
parte de HBO, sobre todo pensando que era la ficción que siguió a
esa máquina desbordada que fue Game of Thrones. Por supuesto que no
hay comparación en términos del número de seguidores, pero sí
existe esa continuidad y HBO logró instalar Chernobyl como una serie
que pareciera que hoy todo el mundo está viendo o que debiera estar
viendo. Es decir, pasaron de una serie que volvió paranoico a muchos
de sus seguidores con todo el tema de los spoilers y las
construcciones dramáticas, a una historia más o menos conocida por
todo el mundo, pero que descubrimos, en el camino -y ahí radica
parte de su genialidad-, que realmente no teníamos idea de lo que
pudo haber pasado: no sabíamos la verdad y tampoco las mentiras.
Cuando
uno termina de ver el quinto capítulo, el último, quizá tampoco
sepa completamente la verdad ni las mentiras. Y probablemente no
importa: es una ficción. Trabaja con materiales de la realidad, sí,
pero es una ficción, una miniserie filmada con sobriedad, sin
mayores quiebres visuales ni narrativos, que a ratos se permite
ciertas derivas -personajes secundarios que logran retratar a esas
cientos de historias que protagonizaron este relato mayor-, pero es
eso y solo eso: quizás ni tan deslumbrante como se ha querido
plantear en estas semanas. Está lejos, creo, de ser una obra maestra
del género y de todas esas hipérboles que han circulado, pero lo
cierto es que refleja de manera muy contundente parte del interior de
un sistema descompuesto.
“¿Cuál
es el costo de las mentiras?”, se preguntaba al inicio de la serie
Legasov, y la respuesta está desplegada en estos cinco capítulos
que probablemente se disfruten de otra manera si se ven de corrido:
una maratón de una historia terrorífica pero llena de humanidad.
Había
una verdad, muchas mentiras, muchas voces y un comienzo. Y en ese
comienzo, vemos la explosión del reactor desde la ventana del
departamento de aquella pareja entrañable que terminará rota. La
explosión en una suerte de fuera de campo: luego, la cámara nos
llevará a la central y al caos y a la energía descontrolada. Pero
no veremos cómo ocurrió esa explosión, qué decisiones llevaron a
que aquello imposible -la explosión de un reactor nuclear-
sucediera.
Todo
eso lo escucharemos y lo apreciaremos solo al final de la historia.
Y
esa decisión narrativa le dará una fuerza de sentido, una densidad,
que convierte a ese último capítulo en un cierre a la altura de un
relato tan memorable como terrible: una catástrofe con un amargo y
metálico sabor de Apocalipsis.
Fuentes:
Diego Zúñiga, Chernobyl y el metálico sabor del Apocalipsis, 6 junio 2019, La Tercera.
La obra de arte que ilustra esta entrada es "Chernobyl I", de Roberta Griffin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario