Foto: Valeriy Yurko / Polessye State Radioecological Reserve. |
Varios estudios confirman que, 30 años después del desastre, la vida silvestre abunda en la zona de exclusión, aunque la radiación también afecta a algunos organismos.
por Ángel L. León
Era la segunda
vez que un pez eludía sus fauces, pero la ágil nutria no se daba
por vencida. Seguía nadando y buscando el rastro de los peces. El
olor de una nueva presa la llevó a la orilla, donde yacía un pez
muerto. Un bocado fácil para la nutria, que no dudó en dar cuenta
de la carroña. No se percató, pero mientras disfrutaba de su
suerte, una cámara inmortalizó el momento. Días más tarde, lejos
de allí, un científico asentía satisfecho al ver las imágenes. La
vida prolifera en las aguas contaminadas del río Prípiat.
El pez había
sido colocado en la orilla del río por un equipo de científicos que
querían ver qué animales acudían al bufet. Nutrias, visones americanos y águilas de cola blanca se acercaron a comer los peces
ofrecidos, mientras las cámaras los espiaban. Sin saberlo, han
pasado a formar parte de una lista cada vez más amplia: las especies
que viven en la zona de exclusión de Chernóbil (ZEC).
Tras el desastre
del 26 de abril de 1986, la URSS estableció una zona de seguridad de
30 kilómetros alrededor de la central nuclear de Chernóbil. Miles
de personas se vieron obligadas a dejar sus hogares, quedando más de
4.200 kilómetros cuadrados libres de influencia humana directa. De
ese espacio, algo más de la mitad pertenece a Ucrania. El resto lo
gestiona Bielorrusia, que lo ha convertido en la Reserva
Radioecológica Estatal de Polesia, una de las reservas naturales más
grandes de Europa.
James Beasley,
ecólogo de la Universidad de Georgia, es uno de los investigadores
que está estudiando cómo la vida prolifera en Chernóbil. Junto con
un equipo internacional, empezó documentando los animales que
habitan la reserva radioecológica mediante el estudio de huellas y
el conteo desde helicópteros. Los resultados fueron prometedores y
esto les llevó a instalar cámaras trampa con olores para atraer
animales. En 2016 publicaron sus hallazgos: 30 años después del desastre, la vida silvestre abunda en la zona de exclusión
bielorrusa. Las cámaras habían captado 14 especies de mamíferos,
incluidos alces, corzos, jabalíes, lobos grises, zorros y perros
mapache. Según Beasley, los datos son el “testimonio de la
resistencia de la vida silvestre cuando se libera de las presiones
humanas directas”.
El lado ucranio
tampoco se queda atrás. El proyecto TREE (Transfer - Exposure -
Effects) es una iniciativa del programa británico Radioactivity and
Environment. Su objetivo principal es reducir la incertidumbre que
existe en la estimación del riesgo para los seres humanos y la vida
silvestre al ser expuestos a la radiactividad. Con ayuda de
científicos ucranios, entre los años 2014 y 2015, el proyecto TREE
instaló 42 cámaras trampa en diferentes puntos de la ZEC. Aves,
ciervos, ardillas, linces o lobos fueron algunos de los animales que
desfilaron ante sus lentes. También bisontes europeos y caballos de
Przewalski, ambas especies introducidas en otras zonas para su
conservación. Incluso se documentó la presencia de osos pardos en
el territorio ucranio. Los osos han regresado a estos bosques después
de haber sido eliminados por los humanos hace 100 años.
Viendo el
catálogo de especies, es tentador argumentar que la radiación
podría ser un escudo para proteger la vida silvestre. Los animales
incluso parecen desarrollar todo su esplendor. Los ríos de los
alrededores de Chernóbil albergan lo que algunos califican como
monstruosos peces mutantes por su gran tamaño. Pero la realidad es
que estos peces no son fruto de la radiactividad ni formarán nunca
parte del guion de una película de serie b. La explicación es muy
sencilla: sin la presión humana las especies crecen, desarrollando
sus verdaderas tallas. En palabras de Jim Smith, profesor de ciencias
ambientales de la Universidad de Portsmouth, "esto no significa
que la radiación sea buena para la vida silvestre, solo que los
efectos de la vida humana, incluidos la caza, la agricultura y la
silvicultura, son mucho peores".
La ciencia tiene
un buen repertorio de estudios que demuestran que vivir expuesta al
cesio-137 también pasa factura a la fauna. Un metaanálisis publicado en 2016 mostraba que la radiación en Chernóbil aumenta la
frecuencia y el grado de cataratas en ojos, disminuye el tamaño del
cerebro, incrementa la incidencia de tumores, afecta a la fertilidad
y promueve la aparición de anomalías del desarrollo en las aves.
Este estudio fue realizado por investigadores de la Chernóbil + Fukushima Research Initiative, un grupo de investigación que utiliza
un enfoque multidisciplinar para conocer los efectos de la radiación
en la salud humana y el medio ambiente. Su director es Tim Mousseau,
de la Universidad de Carolina del Sur, que con Anders Møller, de la
Universidad de París-Sur, ha dirigido más de 35 expediciones a
Chernóbil y otras 16 a Fukushima.
En una de esas
expediciones observaron que en los bosques de la ZEC aún se pueden
encontrar árboles que murieron el día del desastre. Después de
tantos años, sus troncos parecen resistir el paso del tiempo. Para
entender lo que estaba pasando colocaron cientos de muestras de
hojarasca no contaminada en diferentes puntos de la ZEC. Tras nueve
meses al aire libre, recogieron las muestras y midieron el peso que
habían perdido. Sus resultaron mostraron que, en las zonas más
contaminadas, la descomposición de las hojas fue un 40 % menor que
la registrada en bosques no contaminados.
Es decir, la
radiación está impidiendo que los microorganismos puedan realizar
la descomposición de los restos muertos de las plantas. Esto
conlleva que el ciclo de los nutrientes se ralentice, haciendo que
gran parte de ellos quede inaccesible para las plantas y el resto de
la cadena trófica. Pero la falta de descomposición tiene otra
faceta más siniestra. La acumulación de materia vegetal muerta
favorece los incendios forestales, que en el caso de la ZEC pueden
esparcir, a través del humo, la radiación a otras zonas. Hasta la
fecha, el peor incendio que se registró fue en abril de 2015, cuando
se quemaron cerca de 400 hectáreas a unos 20 kilómetros de la
central nuclear.
Si la
radiactividad también se ceba con animales, plantas y
microorganismos, ¿por qué la vida reclama Chernóbil? La respuesta
debemos buscarla en la capacidad que algunas especies tienen para
sobrevivir. En los años 90, un equipo de investigadores
estadounidenses analizó los genes mitocondriales de ratones de campo
capturados en la ZEC. La tasa de mutación del ADN mitocondrial de
los ratones que vivían en la zona contaminada era mayor que la de
los que vivían en otras regiones. Pero aun así, en el límite de lo
que su especie puede soportar, los ratones se multiplican y
sobreviven. En otros casos hay que fijarse en la dinámica de las
poblaciones que conforman una especie. Por ejemplo, las golondrinas
prácticamente desaparecieron tras el accidente. Ha sido el goteo
constante de nuevos individuos, que llegaban migrando de otras zonas,
lo que ha permitido el establecimiento de nuevas poblaciones. La
recolonización explicaría la presencia de grandes animales, como
los alces o los lobos. Sin embargo, está por ver cómo les está
afectando la acumulación de partículas de cesio-137 a lo largo de
la cadena trófica.
Pero además de
la capacidad de supervivencia y la recolonización, podemos incluir
en la ecuación la adaptación de las especies. Volvamos a las
golondrinas. En una de las expediciones de Mousseau y Møller,
recolectaron plumas de estas aves y las enviaron al investigador español Mario Ruiz-González. Querían ver qué tipo de bacterias
vivían en ellas y, después de aislarlas, ponerlas a crecer bajo
diferentes dosis de radiación. Los experimentos mostraron que las
colonias que mejor crecían eran aquellas cuyas bacterias provenían
de sitios con niveles de radiación intermedios. Mientras que las
bacterias de los lugares con niveles más altos o más bajos de
radiación tenían un crecimiento menor. En otras palabras, las dosis
intermedias de radiación parecían ser una presión selectiva, que
estaba aportando a las bacterias la capacidad de sobrevivir en
entornos contaminados.
La radiación
también puede alterar la tasa de mutación de las bacterias y
volverlas más virulentas, impulsando la adaptación de las
golondrinas sobre las que viven. En 2017 la investigadora española
Magdalena Ruiz-Rodríguez publicaba en Plos One, junto con Mousseau y
Møller, un estudio que demostraba que las golondrinas de Chernóbil tienen una mayor capacidad para defenderse de las bacterias. En esta
investigación se expuso el plasma sanguíneo de golondrinas a doce
especies de bacterias. Los resultados mostraron que los individuos
que vivían en las zonas más contaminadas presentaban una mayor
capacidad de defensa frente a las bacterias. Esta adaptación se
explica por la selección natural que se ha venido dando en Chernóbil
desde el desastre. Durante años, la mortalidad de las golondrinas ha
sido elevada, quedando solo los individuos que podían hacer frente a
las bacterias más virulentas. Según Magdalena Ruiz-Rodríguez,
“probablemente hubo un proceso de selección muy intenso y solo
aquellos individuos que fueron capaces de sobrevivir a las nuevas
condiciones pudieron mantenerse con vida y reproducirse”.
Que la vida
sobreviva a un desastre nuclear nos puede parecer increíble. Pero
así funcionan las especies: sobreviven a base de ensayo y error.
Fuentes:
Ángel L. León, La vida se abre paso en el ecosistema radiactivo de Chernóbil, 07/03/19, El País. Consultado 08/03/19.
Fotogalería Hay vida en Chernóbil.
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