El Ejército de
Estados Unidos aún retira restos de municiones militares de un
vecindario en el Distrito de Columbia donde se realizaron
experimentos que ayudaron al desarrollo de las armas químicas
durante los últimos meses de la Primera Guerra Mundial.
por Theo Emery
WASHINGTON - Bajo
las copas de los álamos y los robles, un equipo de geofísicos
inspeccionaba el suelo del bosque en busca de reliquias bélicas de
hace un siglo. Colocaron un detector electromagnético sobre la
hojarasca mientras el delicado instrumento recolectaba datos acerca
de los objetos que se encontraban en la tierra bajo sus pies.
En 1918, las
granadas de mortero y los proyectiles de artillería se dirigían a
esta área cercana al embalse Dalecarlia, uno de los suministros
principales de agua para la capital de la nación. Sin embargo, aquí
no peleaban los ejércitos y los soldados tampoco cargaban el
terraplén. En cambio, los proyectiles se lanzaban desde el campus de
investigación del periodo de guerra de la American University, donde
los científicos desarrollaban armas químicas, explosivos, bombas y
máscaras antigás para su uso en los campos de batalla de la Primera
Guerra Mundial.
En el centenario
del fin de la guerra, el equipo que trabajaba en el bosque fue un
recordatorio de que la Gran Guerra tuvo otro nombre: la Guerra
Química, un sobrenombre que refleja el papel fundamental que la
ciencia desempeñó en el conflicto. Alex Zahl, gestor de proyectos
para el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos y un
autoproclamado aficionado a la Primera Guerra Mundial, reflexionó
sobre la tecnología de avanzada que estaban utilizando para detectar
los vestigios de experimentos que datan de 1918.
“Hace cien años
estaban utilizando tecnología de última generación para
desarrollar armas químicas”, dijo Zahl, de 62 años, dentro del
remolque con aire acondicionado que sirve de sede para el proyecto de
limpieza. “Esa era tecnología de punta en ese entonces, y henos
aquí, cien años más tarde, usando las herramientas más recientes
para recuperar el material que dejaron atrás”.
La Primera Guerra
Mundial, que terminó con el armisticio el 11 de noviembre de 1918,
es tristemente famosa por las horrendas condiciones de sus campos de
batalla, sus enfrentamientos extenuantes y sangrientos -las batallas
del Somme, Verdún, Ypres, entre otras- y la masacre humana que
causaron. Unos 8,5 millones de soldados fueron asesinados y 21
millones más quedaron heridos.
El papel de la
ciencia no es tan recordado. La guerra aceleró el progreso
tecnológico con la óptica, la radio y el radar rudimentario. El
cañón de ataque más grande de los alemanes, el temido Cañón de
París, lanzaba a la estratósfera proyectiles gigantescos que
regresaban a la Tierra para sacudir la capital francesa, ubicada a
120 kilómetros de distancia. Los ágiles submarinos alemanes
acechaban bajo las olas. La aviación, incipiente al inicio de la
guerra, floreció con estruendo para las etapas finales. El inventor
Thomas Edison utilizó su destreza científica para ayudar a la
armada estadounidense.
Incluso antes de
que Estados Unidos entrara a la guerra, la Academia Nacional de
Ciencias se anticipó a la necesidad de una colaboración entre
científicos, universidades, industrias y la milicia. El presidente
Woodrow Wilson estableció el Consejo Nacional de Investigación en
1916 y, después de que firmó la declaración de guerra el 6 de
abril de 1917, el secretario de Asuntos Exteriores de la Academia
Nacional, George E. Hale, envió un telegrama a sus homólogos en el
Reino Unido, Francia, Italia y Rusia: “La entrada de Estados Unidos
a la guerra unifica a nuestros hombres de ciencia con los suyos para
una causa común”.
Los científicos
estadounidenses se sumergieron en el esfuerzo bélico. A pesar de que
pocos son personajes famosos hoy en día, los mejores físicos,
químicos e ingenieros de la época se ofrecieron como voluntarios.
Muchos de los que venían de universidades prestigiosas eran
conocidos como “los hombres de un dólar al año”, pues les
pagaban un sueldo simbólico por su labor.
“El ejército
tenía muchos problemas que resolver y no podía hacerlo sin ayuda”,
comentó Daniel J. Kevles, profesor emérito de Historia en Yale y
autor de The Physicists.
En muchos
aspectos, el Servicio de Guerra Química de Estados Unidos fue la
personificación de esos esfuerzos. El programa de guerra química de
Alemania fue idea de sus químicos más respetados; los
estadounidenses no estaban bien preparados. Al entrar a la lucha dos
años después de que Alemania había detonado la carrera de armas
químicas con un inesperado ataque con gas en Flandes, Bélgica, el
ejército estadounidense no tenía máscaras antigás ni equipo de
protección; tampoco tenían la capacidad de producir ni desplegar
armas químicas. Los médicos no tenían experiencia para tratar a
soldados gaseados o con quemaduras por químicos. Además, tenían
poco tiempo para actualizarse.
Con el fin de
corregir esas deficiencias, el Departamento de Guerra montó un
laboratorio llamado la Estación Experimental de la American
University. Al principio se creó dentro del ámbito de la Oficina de
Minas, administrada por civiles, y contaba solamente con un edificio
y menos de cien investigadores.
Para cuando la
guerra estaba por terminar, casi dos mil soldados y civiles
trabajaban en el campus, al cual los soldados llamaban Monte Mostaza
por el agente vesicante denominado gas mostaza. El ejército arrendó
algunas tierras de cultivo cercanas para usarlas como campos de
prueba, y los soldados apodaron a una parte del terreno como el Valle
de la Muerte. El servicio contaba con laboratorios estacionarios y
puestos de avanzada en otros campus y fábricas de todo el país, un
esfuerzo que algunos historiadores comparan con el Proyecto Manhattan
de la Segunda Guerra Mundial.
Cuando acabó la
guerra, los científicos revelaron que habían desarrollado una nueva
arma llamada lewisita, un agente vesicante a base de arsénico
elaborado en las afueras de Cleveland en una fábrica ultrasecreta
apodada La Ratonera, debido a su muy complejo sistema de seguridad.
Aunque nunca fue utilizado, estaba planeado que el “gas
supervenenoso” se dejara caer sobre los alemanes en 1919 si la
guerra no había terminado para entonces, según señalan los
informes.
“A pesar de que
tuvieron muchos aciertos imperfectos, yo diría que el ascenso de la
guerra química dentro de la milicia estadounidense durante la
Primera Guerra Mundial es inigualable”, opinó el historiador
Thomas I. Faith, autor de un libro de 2014 acerca de la guerra
química, Behind the Gas Mask.
Después del fin
de la guerra, la estación experimental volvió a ser de la American
University. A lo largo de varias décadas, desarrolladores
convirtieron los terrenos circundantes en vecindarios residenciales
prósperos y transformaron el Valle de la Muerte en Spring Valley (el
Valle de la Primavera), en la región norte del distrito de Columbia.
El legado de la Primera Guerra Mundial en gran medida quedó en el
olvido hasta 1993, cuando un grupo de constructores desenterró un
alijo de morteros, lo cual desencadenó un estado de emergencia,
evacuaciones y un profundo proceso de limpieza. En total, se
encontraron 141 municiones en ese sitio.
Varios años
después, el Cuerpo de Ingenieros reabrió su estudio del área, tras
admitir que habían frenado la limpieza de manera prematura. La
contaminación y los residuos resultaron ser más de lo que se había
pensado en un principio, lo cual provocó las protestas de los
residentes y obligó al ejército estadounidense a comprometerse con
una mayor transparencia y participación comunitaria.
El cuerpo militar
ha sido una presencia casi constante en Spring Valley desde entonces.
Se han acarreado cientos de municiones, la mayoría encontrada en
unos cuantos pozos de sepultura. El arsénico ha sido el contaminante
químico más diseminado, el ejército ha sacado miles de toneladas
de tierra contaminada y las ha remplazado con una capa limpia
superior. El gas mostaza, la lewisita y otros compuestos químicos de
la guerra -al igual que los restos de los componentes químicos que
permanecieron tras la descomposición de las sustancias utilizadas en
la guerra- también han sido detectados y removidos.
En la etapa más
reciente del proyecto de limpieza, el ejército ha empezado a
examinar el suelo de casi 91 propiedades debajo del cono de alcance
de la artillería. El escaneo cerca del embalse estaba en sus
primeras etapas, con el uso de una nueva tecnología que identifica
objetos enterrados de metal y compara sus perfiles digitales contra
una base de datos de municiones militares, tales como granadas de
mortero o cartuchos de artillería de 75 milímetros. Si se determina
que el objeto es un “residuo cultural” inofensivo según la jerga
militar: una lata de refresco desechada, por ejemplo, entonces no la
extraerán.
“Vamos a dejar
en los terrenos los artículos que este equipo identifique como
residuos culturales sin relación alguna con las actividades de la
Primera Guerra Mundial”, explicó Zahl.
Fuente:
Theo Emery, Los residuos estadounidenses de la Guerra Química, 15/11/18, The New York Times.
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