Las víctimas son
la prioridad ahora:que no queden en la estacada. La tragedia obliga a
abrir un debate para evitar unos efectos tan devastadores.
por Eduardo Colom
El 22 de
septiembre del año pasado El Mundo publicó un artículo
lamentablemente premonitorio. Se titulaba Crece la Mallorca inundable
y detallaba que en la Isla existen al menos 37,5 kilómetros de
torrentes peligrosos, catalogados de «alto riesgo potencial» por la
propia Dirección General de Recursos Hídricos del Govern.
Dos de los diez
puntos calientes que identificaba aquella página firmada por el
periodista Enrique Fueris, especialista en asuntos ambientales y que
además tiene una experiencia en la cobertura de sucesos luctuosos,
han sido los que precisamente se desbordaron en Sant Llorenç y
S'Illot hace unos días, provocando la muerte de 12 personas y la
desaparición de Arthur, el niño que mantiene encogido el corazón
de todo el país.
Aquel reportaje
se publicó un viernes. Sin embargo, como ocurre a menudo con las
noticias de medio ambiente, quedó sumergido en la riada de la
actualidad y el campanudo debate político, ese nuevo tribalismo que
aquellos días estaba pendiente del inminente 1 de octubre
catalanista. De hecho, el entonces presidente Mariano Rajoy visitó
Palma aquel sábado y el ruido del tam-tam identitario lo anegaba
todo.
A pesar de que
vivimos enfangados en el lodo de eso que llaman los dramas del siglo
XXI, estos días hemos entendido que la tragedia de Sant Llorenç
trasciende lo cotidiano. Ha sido un cruel zarpazo a nuestra soberbia
conciencia antropocéntrica. Una muestra de la fragilidad del ser
humano ante las fuerzas de la naturaleza. Y una forma atroz de
demostrarnos que lo importante de la vida es eso:la vida misma.
El jueves, en las
calles de Sant Llorenç se repetía una escena. Era el segundo día
tras la catástrofe y los más mayores salían a la calle. Se
encontraban con sus amigos en las esquinas. Recordaban a los
difuntos. Se abrazaban, lloraban, buceaban en el caudaloso cauce de
su memoria para intentar hallar, sin éxito, algo remotamente
parecido. La palabra «mai» flotaba sobre el fango. Era una terapia
en caliente para un trauma que, como advertía ayer el alcalde Mateu
Puigròs y hoy empezamos a relatar, traerá serias secuelas para todo
el pueblo, especialmente cuando se diluya la atención mediática y
la localidad vuelva a ser esa discreta aldea del Levante mallorquín.
Los dos únicos
vecinos fallecidos en el interior de sus casas del pueblo (Bernat
Estelrich y Joana Ballesteros) sumaban 172 años. El agua les
arrebató la vida descansando en sus viviendas. Ellos y el resto de
víctimas, empezando por sus familiares, son ahora lo prioritario y
lo merecen todo, muy especialmente no caer en el olvido.
La primera
lección colectiva y dolorosa es justamente esa. Entre todos -poderes
públicos, partidos políticos, instituciones, fuerzas de seguridad,
entidades cívicas, medios de comunicación- tenemos que redoblar
esfuerzos para evitar, en la medida de lo posible, que algo así
vuelva a ocurrir. O, al menos, que cuando una imparable fuerza de la
naturaleza haga acto de presencia, cause el menor daño posible.
Estos días
asistimos a un desfile de expertos y científicos tratando de
explicar qué ha ocurrido. Son ellos quienes deben hablar. Casi todos
coinciden en que semejante caudal de precipitación no sólo es
imposible de asumir por los torrentes, sino que además es un
fenómeno difícilmente predecible e inherente a nuestro clima. Pero
también advierten de que el crecimiento urbanístico descontrolado y
la presión demográfica son ingredientes cruciales en la coctelera
del desastre.
Está bien
intentar entender qué ocurrió. Pero, ¿qué tal si damos más voz
(y sobre todo voto) a los científicos y expertos antes y no después
de los desastres? ¿Qué tal si les hacemos caso y actuamos cuando
sus informes afloran en la prensa? ¿Y si aparcamos por un momento la
guerra de banderas y entendemos que la primera bandera es nuestro
tozudo ecosistema?
Otra lección que
deja esta semana negra es la utilidad de la UME y el Ejército en
estas situaciones, así como, de forma destacada, la reacción
ejemplar de la ciudadanía.
En un fenómeno
acrecentado por los escándalos de corrupción, los mallorquines han
soportado en silencio en la última década los más variados
sambenitos que, en determinados ambientes, les presentan como gente
clánica, austeramente codiciosa y corrompible por encima de la
media, esa supuesta «Sicilia sin muertos» de la que algunos hablan,
una expresión simplificadora y algo contradictoria que es como decir
que un desierto es un bosque sin árboles -cualquiera que haya leído
a Robb, Dickie o Falcone sabe que los muertos son parte indisociable
del fenómeno de la mafia-.
La ola de
solidaridad desatada estos días, con miles de voluntarios acudiendo
al rescate de Sant Llorenç y con un icono del deporte mundial como
Rafa Nadal al frente, empuñando la escoba de drive y de revés, es
un fenómeno que habla por sí solo muy bien de la sociedad
mallorquina. Un pueblo que, como todos, no cabe en el corsé de los
tópicos. Además, vuelve a demostrar que buena parte de la juventud
actual es especialmente comprometida y se moviliza sin pereza. Ojalá
esa solidaridad dure hasta el verano que viene, cuando empiece la
fatigosa temporada de limpieza de torrentes.
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Fuente:
Lo que el agua deja al descubierto tras las inundaciones en Mallorca, 15/10/18, El Mundo. Consultado 15/10/18.
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