lunes, 15 de octubre de 2018

Lo que el agua deja al descubierto tras las inundaciones en Mallorca

Las víctimas son la prioridad ahora:que no queden en la estacada. La tragedia obliga a abrir un debate para evitar unos efectos tan devastadores.

por Eduardo Colom

El 22 de septiembre del año pasado El Mundo publicó un artículo lamentablemente premonitorio. Se titulaba Crece la Mallorca inundable y detallaba que en la Isla existen al menos 37,5 kilómetros de torrentes peligrosos, catalogados de «alto riesgo potencial» por la propia Dirección General de Recursos Hídricos del Govern.

Dos de los diez puntos calientes que identificaba aquella página firmada por el periodista Enrique Fueris, especialista en asuntos ambientales y que además tiene una experiencia en la cobertura de sucesos luctuosos, han sido los que precisamente se desbordaron en Sant Llorenç y S'Illot hace unos días, provocando la muerte de 12 personas y la desaparición de Arthur, el niño que mantiene encogido el corazón de todo el país.

Aquel reportaje se publicó un viernes. Sin embargo, como ocurre a menudo con las noticias de medio ambiente, quedó sumergido en la riada de la actualidad y el campanudo debate político, ese nuevo tribalismo que aquellos días estaba pendiente del inminente 1 de octubre catalanista. De hecho, el entonces presidente Mariano Rajoy visitó Palma aquel sábado y el ruido del tam-tam identitario lo anegaba todo.

A pesar de que vivimos enfangados en el lodo de eso que llaman los dramas del siglo XXI, estos días hemos entendido que la tragedia de Sant Llorenç trasciende lo cotidiano. Ha sido un cruel zarpazo a nuestra soberbia conciencia antropocéntrica. Una muestra de la fragilidad del ser humano ante las fuerzas de la naturaleza. Y una forma atroz de demostrarnos que lo importante de la vida es eso:la vida misma.

El jueves, en las calles de Sant Llorenç se repetía una escena. Era el segundo día tras la catástrofe y los más mayores salían a la calle. Se encontraban con sus amigos en las esquinas. Recordaban a los difuntos. Se abrazaban, lloraban, buceaban en el caudaloso cauce de su memoria para intentar hallar, sin éxito, algo remotamente parecido. La palabra «mai» flotaba sobre el fango. Era una terapia en caliente para un trauma que, como advertía ayer el alcalde Mateu Puigròs y hoy empezamos a relatar, traerá serias secuelas para todo el pueblo, especialmente cuando se diluya la atención mediática y la localidad vuelva a ser esa discreta aldea del Levante mallorquín.

Los dos únicos vecinos fallecidos en el interior de sus casas del pueblo (Bernat Estelrich y Joana Ballesteros) sumaban 172 años. El agua les arrebató la vida descansando en sus viviendas. Ellos y el resto de víctimas, empezando por sus familiares, son ahora lo prioritario y lo merecen todo, muy especialmente no caer en el olvido.

La primera lección colectiva y dolorosa es justamente esa. Entre todos -poderes públicos, partidos políticos, instituciones, fuerzas de seguridad, entidades cívicas, medios de comunicación- tenemos que redoblar esfuerzos para evitar, en la medida de lo posible, que algo así vuelva a ocurrir. O, al menos, que cuando una imparable fuerza de la naturaleza haga acto de presencia, cause el menor daño posible.

Estos días asistimos a un desfile de expertos y científicos tratando de explicar qué ha ocurrido. Son ellos quienes deben hablar. Casi todos coinciden en que semejante caudal de precipitación no sólo es imposible de asumir por los torrentes, sino que además es un fenómeno difícilmente predecible e inherente a nuestro clima. Pero también advierten de que el crecimiento urbanístico descontrolado y la presión demográfica son ingredientes cruciales en la coctelera del desastre.

Está bien intentar entender qué ocurrió. Pero, ¿qué tal si damos más voz (y sobre todo voto) a los científicos y expertos antes y no después de los desastres? ¿Qué tal si les hacemos caso y actuamos cuando sus informes afloran en la prensa? ¿Y si aparcamos por un momento la guerra de banderas y entendemos que la primera bandera es nuestro tozudo ecosistema?

Otra lección que deja esta semana negra es la utilidad de la UME y el Ejército en estas situaciones, así como, de forma destacada, la reacción ejemplar de la ciudadanía.

En un fenómeno acrecentado por los escándalos de corrupción, los mallorquines han soportado en silencio en la última década los más variados sambenitos que, en determinados ambientes, les presentan como gente clánica, austeramente codiciosa y corrompible por encima de la media, esa supuesta «Sicilia sin muertos» de la que algunos hablan, una expresión simplificadora y algo contradictoria que es como decir que un desierto es un bosque sin árboles -cualquiera que haya leído a Robb, Dickie o Falcone sabe que los muertos son parte indisociable del fenómeno de la mafia-.

La ola de solidaridad desatada estos días, con miles de voluntarios acudiendo al rescate de Sant Llorenç y con un icono del deporte mundial como Rafa Nadal al frente, empuñando la escoba de drive y de revés, es un fenómeno que habla por sí solo muy bien de la sociedad mallorquina. Un pueblo que, como todos, no cabe en el corsé de los tópicos. Además, vuelve a demostrar que buena parte de la juventud actual es especialmente comprometida y se moviliza sin pereza. Ojalá esa solidaridad dure hasta el verano que viene, cuando empiece la fatigosa temporada de limpieza de torrentes.

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