A los 90 años, murió el excomandante del Tercer Cuerpo de Ejército, 13 veces condenado a prisión perpetua. Estaba internado en el hospital Militar.
por Alejandro
Mareco
Luciano Benjamín
Menéndez, uno de los represores más sangrientos de la historia
argentina, responsable de una obra criminal una y otra vez confirmada
por la Justicia, murió ayer a los 90 años en el hospital Militar de
la ciudad de Córdoba, donde permanecía internado desde el 7 de este
mes.
Su muerte
sobrevino a las 11.20, poco después de que lo vieran los peritos
médicos enviados por el Tribunal Oral Federal N° 1 para resolver
sobre el pedido de apartamiento formulado por su defensa en el juicio
por las causas Vergez y González Navarro, que se desarrolla en estos
días y que lo tenía como el principal acusado.
Sobre su espalda
pesaban 13 condenas a prisión perpetua, más otras dos a 20 y 12
años de cárcel, respectivamente.
El exmilitar
había sido beneficiado con prisión domiciliaria por motivos de
salud. Entre otras situaciones, había superado episodios de
afecciones cardíacas y, en esta ocasión, no pudo superar una
enfermedad hepática terminal.
La condena que
recibió el 25 de agosto de 2016 en la megacausa La Perla, luego de
tres años y nueve meses de juicio oral y público, puso de relieve
la dimensión de su accionar en Córdoba.
El Tribunal Oral
Federal N° 1 lo sentenció a prisión perpetua luego de encontrarlo
responsable de 76 hechos de desaparición forzada agravada por
terminar con la muerte de la víctima, 52 homicidios calificados y
655 casos de tortura, entre otros tantos crímenes, como la
desaparición forzada de un niño.
El hombre que fue
amo de la vida y de la muerte en Córdoba llegó a estas tierras como
comandante del entonces Tercer Cuerpo de Ejército (hoy Segunda
División, Ejército del Norte).
Ejerció ese
mando desde septiembre de 1975 hasta septiembre de 1979. Y en razón
de la jurisdicción militar a su cargo, repartió su terrible
influencia en 10 provincias.
Había nacido el
19 de junio de 1927 en San Martín, provincia de Buenos Aires, en el
seno de una familia con antepasados militares, motivo por el cual en
el Colegio Militar de la Nación lo bautizaron “Cachorro”.
Su tío, Benjamín
Andrés, participó del intento de golpe de Estado contra Juan Perón
en 1951, y uno de sus primos, Mario Benjamín, fue el gobernador de
las Islas Malvinas durante la recuperación argentina de 1982, y
también quien se rindió ante las tropas inglesas.
A los 45 años,
en 1972 fue el general argentino más joven en alcanzar ese grado.
Durante la
dictadura, fue considerado parte del “ala dura” de generales y
comandantes enfrentados a Jorge Rafael Videla y a Roberto Viola. En
septiembre de 1979 encabezó una rebelión contra ambos por
considerarlos “blandos”. Derrotado, la acción le costó el pase
a retiro y 90 días de prisión en un cuartel de Curuzú Cuatiá,
provincia de Corrientes.
Luego, en 2010,
compartiría en Córdoba la cárcel con Videla, a raíz del juicio
por el asesinato de 31 personas que eran prisioneras en la ex-
Penitenciaría de barrio San Martín, en la capital provincial.
Fue ferviente
impulsor de declarar la guerra contra Chile a raíz del diferendo por
el Canal de Beagle. Se le atribuye haber pronunciado en 1978 las
frases: “Me estoy probando los pantaloncitos para bañarme en el
Pacífico” y “El brindis de fin de año lo haremos en el Palacio
La Moneda y después iremos a mear el champán en el Pacífico”.
Luego de la
megacausa, había reaparecido en público entre los 22 imputados de
un nuevo juicio actualmente en desarrollo (causas Vergez y González).
Silencio final
Menéndez nunca
dijo una palabra sobre el destino de los cuerpos de los desaparecidos
asesinados ni del niño robado a Silvina Parodi, hija de Sonia
Torres, la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo Córdoba.
“Nos falta
encontrar los huesitos de nuestros hijos. Es tremendo no haber tenido
ni tener una tumba donde ir a llorar su ausencia” (...). Tengo la
convicción de que cuando muera Menéndez, algún represor va a
hablar y nos va a decir dónde están”, le decía Sonia Torres a La
Voz en agosto de 2014.
Los días dirán
si el espantoso capítulo de la gran represión de los años de
plomo, al cabo de casi medio siglo del horror y de la búsqueda de
justicia que siguió años después, alguna vez alcanza la orilla de
la verdad que todavía falta.
Con Luciano
Benjamín Menéndez se fue el último de los grandes responsables de
la tiniebla y de la muerte organizada que vivió el país y que aún
horroriza al mundo.
Fue uno de los
más encarnizados referentes de una dictadura que convirtió al
Estado argentino en una feroz y perversa maquinaria de muerte y
tortura, y que manchó de sangre las instituciones de la sociedad
toda.
Córdoba ya no
volvería a ser la misma
Menéndez no sólo
mandó a torturar y a desaparecer: apuntó contra la identidad
socioeconómica de Córdoba.
por Alejandro
Mareco
La Córdoba que
encontró Luciano Benjamín Menéndez en septiembre de 1975 estaba
atravesada de convulsiones, las habituales de la hora de aquel
ardoroso tiempo histórico y político, y otras muy particulares.
Había retorcimientos especiales, como que, un año y medio antes, el
jefe de la Policía de la Provincia, Antonio Navarro, había
derrocado al gobernador constitucional, Ricardo Obregón Cano.
Pero, entre tanta
espesura caliente, había un rencor pesado que había quedado
agazapado, rumiando convicciones violentas y extremas, a la espera de
la oportunidad del próximo zarpazo.
“Confundida
entre la múltiple masa de valores morales que es Córdoba, por
definición, se anida una venenosa serpiente cuya cabeza quizá Dios
me depare el honor histórico de cortar de un solo tajo”.
Esas recordadas
palabras fueron pronunciadas en 1971 por José Camilo Uriburu,
interventor de la Provincia en aquellos días de la dictadura que se
tituló a sí misma “Revolución Argentina”, y que se había
iniciado en 1966 al comando de Juan Carlos Onganía.
Quedaba así
expuesta la herida que había dejado en las Fuerzas Armadas y en los
poderes que las asistían aquella gran reacción popular llamada
“Cordobazo”.
Esta sociedad
había protagonizado el punto más alto de la resistencia política,
la piedra en el zapato de las ansias de perpetuidad de Onganía. Y el
efecto de las jornadas que se iniciaron el 29 de mayo de 1961 no
terminaría con su caída, sino que abriría la puerta a la demanda
popular que pedía el regreso de Juan Perón.
Uriburu, que no
era militar sino político conservador, había dicho más: “Nadie
ignora que la siniestra organización antiargentina que dirige a los
que quieren dirigir a la contrarrevolución ha elegido a Córdoba,
epicentro nacional para su cobarde y traicionera maniobra”.
Pero en Córdoba
a las serpientes se les dice víboras. Y el 15 de marzo de 1971, una
nueva reacción popular protagonizada por obreros y estudiantes
produjo otro de los grandes episodios de la resistencia de las
multitudes, llamado “Viborazo”. Aquel discurso había venido a
remover las brasas aún encendidas del Cordobazo. Pero el rencor
quedó tendido.
Córdoba bajo
saña
“Los visitantes
de la noche han regresado. Los que se conducen en automóviles sin
patente, los que portan ametralladoras, los que dicen ser policías.
Los que se llevan a hombres y mujeres hacia un destino conocido que
puede ser la muerte. La anécdota siempre es la misma: llegan y se
van sin dejar rastro, dejando criaturas abandonadas, padres o
hermanos angustiados, que al despuntar el alba deambularán por las
comisarías con la esperanza de encontrar con vida a sus seres
queridos. En Córdoba se ha creado una nueva institución: el
secuestro nocturno”. Estas palabras, escritas en la edición del 9
de enero de 1976 de La Voz, estaban impregnadas por la zozobra común
que provocaron tres estremecedoras noches violentas que reafirmaron
lo que vendría. Fue un “fulmíneo operativo”, según el propio
Héctor Vergez, señalado como el jefe del Comando Libertadores de
América, la versión local de la Triple A.
Aquella
exhibición de fuerza exenta de responsabilidad, de humillación de
la condición humana, hecha en vigencia de las instituciones de la
Constitución aun con las dificultades del momento, vino a confirmar
que el Estado como terror ya estaba en las calles. La advertencia no
sólo fue para los militantes revolucionarios, políticos, sociales o
sindicales: fue para toda la sociedad.
Entonces,
Menéndez ya era el comandante de la represión en Córdoba y sus
alrededores: las fuerzas de seguridad operaban con el mando del jefe
del Tercer Cuerpo del Ejército.
La más
sangrienta de las dictaduras de la historia argentina, la que espantó
al mundo entero, asumiría un ensañamiento especial con esta
provincia, en especial con la Capital.
Desde la gran
conmoción industrial de mediados del siglo 20, la ciudad se había
convertido en un gran centro de reunión de energías proletarias de
la provincianía argentina.
Mientras tanto,
la Universidad Nacional, que durante más de tres siglos había
formado a las clases dirigentes del interior, también recibía a
hijos de obreros venidos de distintas partes del país, que con las
nuevas condiciones podían aspirar a dar el gran salto de una
generación a otra. Esos estudiantes marcaron la vida y el ánimo de
barrios como el Clínicas.
Y mientras una
intensa vida cultural se abría camino, la Córdoba de finales de la
década de 1960 y comienzos de la de 1970 contenía a los
trabajadores industriales mejor pagos. Algunos suelen recordar este
aspecto como contradictorio, aunque sucede que, una vez resueltas las
reivindicaciones elementales, el paso que sigue es sumarse a la
discusión por las grandes decisiones políticas.
El rencor a esa
identidad industrial y el servicio a otros intereses particulares
quedarían patentizados en 1980 con el cierre de IME, la fábrica del
Rastrojero, que entonces tenía tres mil empleados y una presencia
dominante en el mercado de las pick ups diésel.
Sin verdad final
El “plan
sistemático de eliminación de opositores”, según la definición
del Tribunal Oral Federal N° 1 de la ciudad de Córdoba, que llevó
adelante la megacausa La Perla, llegó aquí a su paroxismo.
La dimensión
gigante de aquel juicio sobre los crímenes de lesa humanidad que se
cometieron en La Perla y en otros centros de detención indica un
grado de intensidad represiva que proporcionalmente fue la mayor de
la sangrienta obra.
En los alegatos
de aquel proceso de casi cuatro años, culminado el 25 de agosto de
2016, el fiscal Facundo Trotta señaló: “Se trató de la más
cruenta, salvaje e inhumana represión ejecutada, con el deliberado
objetivo de despolitizar y recluir a la ciudadanía, para
‘normalizar’ un momento histórico percibido como ‘amenazante’
para el orden social, pero que en realidad era amenazante para el
factor de poder vigente”.
Córdoba ya no
volvería a ser la misma después de que Menéndez le quitó la
respiración.
No sólo mandó a
secuestrar, a torturar, a asesinar y a desaparecer: fue el brazo que
apuntó contra la nueva identidad socioeconómica de Córdoba,
conteniendo sus energías productivas y sus aspiraciones humanas y
culturales. Dejó, sí, las calles llenas de ausencias y dolores
perpetuos. Su orgullo por su condición de soldado no le alcanzó
para decir qué hizo con los cuerpos de los supuestos “enemigos
abatidos”. Se llevó la verdad escondida en su tenebroso corazón.
Las clases de
política y moral del general
Lobo entre los
lobos del proceso militar, Menéndez también puso énfasis en
relacionarse con “las fuerzas vivas” de Córdoba. Consideraba que
la victoria sobre las organizaciones guerrilleras debía ser seguida
por la derrota cultural de la “subversión”.
por Sergio
Carreras
Seguramente, con
el paso de los años vamos a preferir que la conversación siga
girando sobre Leopoldo Lugones, Deodoro Roca, Agustín Tosco y
volvamos a remontarnos hasta Jerónimo Luis de Cabrera y otras
simplificaciones históricas para conversar sobre quiénes fuimos,
quiénes somos los cordobeses: pasajeros que acompañamos el giro del
planeta parados en el centro de una circunstancia llamada Argentina.
Pero Luciano
Benjamín Menéndez será siempre una mención imborrable en nuestra
enciclopedia particular. Será el cuadro que pondremos mirando a la
pared cuando entren las visitas, el que nos haga bajar la mirada
cuando alguien lo mencione en las conversaciones. Pero es sabido que
de nada sirve descolgar los cuadros cuando los recuerdos siguen
tatuados en las paredes.
Lobo entre lobos
Duro en la época
más dura, Menéndez gobernó sobre 10 provincias argentinas y siete
millones de personas desde su oficina cordobesa en el Tercer Cuerpo
del Ejército. Estuvo allí cuatro años, de 1975 a 1979. Esa
permanencia será siempre una referencia ineludible cuando queramos
recordar la profundidad de los abismos que visitamos como sociedad.
Hasta sus últimos
días pensó que el peor error que había cometido la dictadura fue
no haber ido hasta el hueso, no haber terminado de matar la cantidad
suficiente de “subversivos” para llevar adelante su proyecto
político.
Ese proyecto
implicaba una sociedad tranquila y moralmente cristiana, despojada de
las molestias y demagogias del republicanismo, que siguiera los
“nuevos” principios económicos neoliberales y alimentara una
visión internacional paranoica, a tono con la doctrina de seguridad
nacional tallada durante la Guerra Fría desde un lugar periférico
del globo.
Los argentinos
derechos y humanos peleábamos en el extremo sur de la Tierra una
guerra revolucionaria contra un tentáculo del comunismo que
amenazaba con asfixiar al mundo libre.
Entre los lobos
del proceso militar comenzado en 1976, Menéndez fue uno de los lobos
mayores, aquel al que los documentos reservados de la Embajada de
Estados Unidos mencionaban como opuesto a la facción más
negociadora de los militares, representada por Jorge Rafael Videla.
Esto es, Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti y tantos otros
nombres ignominiosos de aquellos años mantenían posiciones blandas
y negociadoras en comparación con nuestro buen vecino y servidor
Menéndez.
Menéndez nunca
se permitió el pecado de la duda, la autocrítica jamás anidó en
su vocabulario. Su pensamiento era el equivalente a esos santuarios
que los biólogos encuentran enterrados bajo centenares de metros de
hielo en un rincón antártico: mantenidos sin modificaciones durante
el paso de los años, sin interferencias extrañas y siempre iguales
a sí mismos.
En los papeles,
el general gobernó Córdoba sólo por un día, en septiembre de
1975, cuando el peronista Ítalo Luder, en ejercicio de la
presidencia, relevó al interventor Raúl Lacabanne, al que le había
bastado un año para cubrir de explosiones, sangre y ausencias las
avenidas de la ciudad.
Hombre con una
misión
Al día siguiente
de su nombramiento, Menéndez fue reemplazado por el interventor Raúl
Bercovich Rodríguez, su principal referente dentro del peronismo
local.
Menéndez
entendía a los grupos guerrilleros como la manifestación más
molesta y visible del problema más preocupante: la subversión que
había penetrado todas las capas del tejido social y depositado bajo
la piel de la provincia un pus que él tenía que eliminar. Por eso
no sólo supervisó el armado del campo de concentración La Perla y
sus sucursales, no sólo caminó la cuadra donde agonizaban
adolescentes de escuela secundaria, militantes de causas sociales y
gremialistas, no sólo llevó adelante el Operativo Independencia que
barrió los montes de Tucumán.
Además Menéndez
entendió que debía dar la lucha en terrenos civiles: los prohibidos
partidos políticos, el periodismo, los sindicatos, las empresas, los
tribunales, las entidades sociales fueron también su campo de
batalla.
Mientras
referentes como Massera trabajaban para encontrarle una continuidad
política al Proceso, Menéndez consideraba que la sociedad
argentina, la cordobesa en particular, era un potro al que debía
montar muchos años más para decir que estaba domado.
Los sindicalistas
Julio Antún y Mauricio Labat, el arzobispo Raúl Primatesta,
empresarios como Pío Astori, el jurista y vocal de la Corte Suprema
del Proceso Pedro J. Frías, presidentes del Colegio de Abogados, el
entonces rector del Manuel Belgrano, Tránsito Rigatuso, todos eran
llamados por Menéndez, invitados a visitarlo en su oficina de La
Calera, como contó su secretario privado, suboficial Pedro
Giamberardino, para la biografía Cachorro (2013), del periodista
Camilo Ratti.
Al general le
gustaba dar charlas que camuflaban clases estrictas: sentaba a sus
invitados en pupitres o teatrinos y él comenzaba a hablar delante
del pizarrón.
A veces se
acompañaba del recurso pedagógico de fotos de guerrilleros, de Karl
Marx, folletos atribuidos a células subversivas, imágenes de
cuerpos destrozados por bombas extremistas. Convocaba a los
periodistas para explicarles cómo debían hacer su trabajo, cómo no
había que hacerle el juego al comunismo, por qué había que quemar
los libros que amenazaban la pureza del alma argentina.
Invitaba al
exitoso plantel del club Talleres a jugar amistosos contra personal
militar en los predios del Tercer Cuerpo. Llamaba para amonestar y
dar órdenes inapelables a los jueces y fiscales federales, a varios
de los cuales él había apadrinado personalmente para que pudieran
acceder a sus importantes cargos.
Charlas con el
general
Por supuesto que
Menéndez enviaba invitaciones a las que nadie podía negarse. Pero
también hay que decir que muchos concurrían a expresar con
entusiasmo sus coincidencias con el general que estaba pacificando y
ordenando a esta provincia levantisca.
En el futuro, con
el cambio en la dirección del viento, algunos explicarían esos
encuentros como sufridas gestiones que hacían ante el mandamás
militar para pedir por desaparecidos o implorar por la apertura
democrática.
Muchos de esos
viejos invitados no pudieron superar el síndrome de Estocolmo y, en
democracia, llegaron a postular a Menéndez como nuevo salvador de la
patria y candidato a cargos electivos.
Quien luego sería
el primer gobernador de la nueva democracia, Angeloz, fue el
dirigente político que más lo visitaba. Dos o tres veces por
semana, según cuatro testimonios incluidos en el libro de Ratti. Un
colaborador del exgobernador, Luis Medina Allende, contó en el libro
El Angeloz caído (1996) que Menéndez fue y permaneció varias horas
en el funeral del padre del dirigente radical, como prueba de hasta
dónde llegaba la relación entre ambos.
El general
Fernando Santiago le contó a Ratti que Angeloz le pidió poner
dirigentes radicales a cargo de docenas de intendencias cordobesas
durante la dictadura, lo que el dirigente terminó logrando gracias
al beneplácito de Menéndez.
Un peatón más
Dos veces hablé
por teléfono con Menéndez, ambas tratando de conseguir algún dato
sobre el fallecido presidente del Banco Social, Jaime Pompas, quien,
en un hecho casi desconocido, estuvo detenido en el Batallón 141 por
órdenes emitidas por el propio general.
Menéndez, que
guardaba una pésima imagen de los políticos de cualquier color, me
dijo que lo detuvieron porque sospechaban que él y un grupo de
comerciantes judíos daban dinero a Montoneros para que no los
secuestraran.
En tiempos de
indulto menemista encontré a Menéndez en el mismo ascensor en el
que yo subía para mi turno con el dentista, en un edificio de calle
Belgrano. Iban tres personas más con nosotros. El clima en el
ascensor se cortaba con una gillette. Nadie pronunció una palabra.
El viaje hasta el quinto piso duró como una excursión en catamarán
por el lago San Roque. La vuelta completa al San Roque.
Menéndez nunca
creyó que tuviera que dar explicaciones por lo que había hecho.
Consideraba que el discurso de los derechos humanos era una prueba
lastimosa del triunfo cultural de la subversión. En épocas
democráticas le gustaba concurrir a incomodar en los actos oficiales
y ocupar un lugar en los palcos. De ahí las fotos conocidas junto a
los exgobernadores Angeloz y Ramón Mestre o al actual ministro de
Defensa de la Nación, Oscar Aguad.
Menéndez, de
manera no muy secreta, aguardaba su reivindicación. Esperaba que los
cordobeses un día ondearan una bandera a su paso para agradecerle
los servicios prestados. Esa grieta entre sus expectativas y la
realidad no la cerró nunca. En los juicios de lesa humanidad,
mostraba su perfil de estatua, su gravedad física, su agresiva
pasividad, mientras desde el público le recordaban lo que era: nada
más que un asesino.
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Fuente:
Alejandro Mareco, Uno de los más feroces represores de nuestra historia, 28/02/18, La Voz del Interior. Consultado 28/02/18.
Alejandro Mareco, Córdoba ya no volvería a ser la misma, 28/02/18, La Voz del Interior. Consultado 28/02/18.
Sergio Carreras, Las clases de política y moral del general, 28/02/18, La Voz del Interior. Consultado 28/02/18.
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