por Kirk Semple
Con las sandalias
enterradas en la arena y su infatigable optimismo, el pescador de
edad avanzada miró hacia el agua y sopesó su larga y perdida
batalla.
A sus pies estaba
la bahía Amuay y la fértil fuente de pescado que sustentaba: eso
era por lo que peleaba. Lejos, en la costa opuesta, más allá de las
olas que levanta el viento, se sitúa su adversario: la imponente
planta petrolera paraestatal y su maquinaria fallida.
“La empresa
odia a este señor”, dijo el pescador, Esteban Sánchez, al tiempo
que su índice calloso apuntaba hacia su pecho. “Pero no me
importa. Continuaré denunciándolos”.
Por generaciones,
los pescadores de Amuay han pescado pargo (también conocido como
huachinango), macarela (caballa), sardinas, almejas y cangrejos de
estas aguas para alimentar a sus familias y venderlos a mayoristas
que llevan sus productos a los mercados y restaurantes de otros
lugares.
Sin embargo, la
planta, parte de un gran complejo de refinerías en Venezuela, ha
arrojado ocasionalmente contaminantes a la bahía y a las aguas
adyacentes del mar Caribe, por lo que amenaza el sustento de familias
que viven en esta pequeña y pobre comunidad de varios miles de
habitantes en la costa noroeste del país.
Con cada derrame -una veintena durante las últimas tres décadas, dicen los
residentes- los pescadores se han visto obligados a poner en pausa
su trabajo mientras las manchas de contaminantes convirtieron la
superficie del agua en un caleidoscopio brillante tóxico que
envenenó a los peces y el agua corriente, eliminó los manglares y
ensució las playas del pueblo.
Es muy poco lo
que los pescadores y sus familias pueden hacer; como si estuviera
atrapada en el peor de los matrimonios forzados, la población está
atada a la refinería por la bahía que comparten.
El suceso más
reciente se dio cuando un tanque de almacenamiento se inundó por las
fuertes lluvias en octubre pasado y tiró miles de galones de
desperdicios de la refinería hacia la bahía. Peces sin vida
llegaron a las orillas de Amuay; decenas de pelícanos murieron. Los
pescadores que trabajaban en la bahía no pudieron pescar ahí
durante más de un mes, lo que los dejó en una situación económica
precaria en medio de la creciente inflación y una economía nacional
en picada.
Los habitantes
del pueblo dijeron que la empresa, Petróleos de Venezuela (PDVSA),
mandó empleados para revisar los daños, pero no comenzó con la
limpieza ni indemnizó a los pescadores por la pérdida de días de
pesca. PDVSA no respondió a nuestra solicitud de comentarios.
Algunos ahora temen que tales derrames se puedan convertir en algo
más común. El complejo de la refinería, la piedra angular de la
industria petrolera de Venezuela, ha caído en un abandono severo que
ha ocasionado recortes en las operaciones, despidos masivos y aumento
de accidentes.
“Es como una
bomba en la puerta de tu casa”, dijo Francisco Sánchez, un
pescador y primo de Esteban Sánchez.
El pueblo -con
sus rudimentarias casas de concreto de un piso, cuatro iglesias, una
escuela y un centro comunitario- se extiende a lo largo de caminos
parcialmente pavimentados en una pequeña península entre la bahía
y el mar. La vida siempre ha sido dura en este lugar, pero ahora lo
es más en medio del declive económico de la nación.
Al igual que el
resto de la población desfavorecida del país, la voluntad
comunitaria para protestar parece haber aminorado debido al colapso
económico de Venezuela, y la mayoría parece resignarse estos días
a sufrir en silencio por las humillaciones de PDVSA.
Excepto por
Esteban Sánchez, de 70 años, un nativo de Amuay que, como muchas
generaciones anteriores a él, ha pescado toda su vida en las aguas
que circundan la bahía. Conforme otras voces de protesta se disipan,
él ha mantenido la suya a todo volumen.
Expresa una
opinión matizada sobre la refinería: respeta su importancia
económica para la nación, pero critica su conducta.
“Tú sabes que
este es un desarrollo que beneficia al país y no somos egoístas”,
dijo. “Lo que no nos gusta es que nos consideren inferiores, como
si fuéramos una garrapata en un perro”.
Sánchez comenzó
su cruzada ambientalista en 1996, cuando levantó su primera denuncia
formal ante las autoridades venezolanas después de una serie de
derrames en la bahía.
En ese momento,
dijo, el grupo de presión de pescadores de Amuay estaba más unido,
con dos asociaciones de pesca que representaban a varios cientos de
pescadores del pueblo. Él era presidente de una, la Asociación de
Pescadores Artesanales de la Bahía de Amuay; la otra asociación
representaba a pescadores que trabajaban principalmente en el mar
Caribe.
Sin embargo, más
o menos hace una década, su asociación sufrió un cisma, pues la
mayoría de los miembros la dejaron para unirse a dos nuevos grupos
de pescadores, que eran parte de un plan del entonces presidente Hugo
Chávez para crear un sistema de consejos comunitarios que
supervisaran el desarrollo local de proyectos. El gobierno abastece
de botes, motores y redes a los dos consejos de pesca.
Sánchez mantuvo
su asociación a flote, incluso cuando se quedó fuera del flujo de
recursos del gobierno, porque le ofrecía una plataforma
independiente desde donde podía levantarse contra PDVSA.
No obstante, cada
vez se vio más como un actor solitario. El gobierno, arguye, compró
la sumisión de los dos consejos de pescadores con equipo a pesar de
que PDVSA continuó sin atender los problemas subyacentes en la
planta que causaban la contaminación.
“La gente se
quedó callada”, coincidió Adrian Cosi, de 47 años, miembro de
uno de los dos consejos de pescadores y antiguo miembro de la
asociación de Sánchez. “El pescador nunca dice las cosas como
debe decirlas”.
A pesar de todo,
otros residentes dicen que respetan la visión decidida de Sánchez,
pero que ellos han escogido sus batallas con más cuidado. Algunos
incluso lo acusan de exagerar el impacto ambiental para hacer más
ruido y llamar más la atención sobre sí mismo.
Su primo,
Francisco, de 57 años, quien es el vocero de uno de los consejos de
pescadores, dijo que Esteban era “la punta de lanza” de los
esfuerzos del pueblo para proteger el medioambiente.
Sin embargo,
también sugirió que su primo a veces lleva sus acciones demasiado
lejos.
“Es un luchador
social, pero a veces es momento de dejar todo atrás”, dijo, antes
de expresar su apoyo a la administración del presidente Nicolás
Maduro y la ayuda que le ha dado a su consejo.
Elio Coromoto
Reyes Cuauro, de 67 años, un profesor universitario jubilado y
propietario de un pequeño hotel en Amuay, dijo que la lucha por la
justicia ha sufrido las consecuencias de la división política entre
los pescadores. Si fueran más unidos, explicó, podrían acumular
más beneficios para el pueblo por parte de PDVSA, incluyendo las tan
necesitadas mejoras en los servicios públicos como caminos, escuelas
y electricidad.
“Si la gente no
lucha hombro a hombro, no tiene la suficiente fuerza y no puede
alcanzar objetivos comunes”, dijo.
Los archivos de
la lucha de veintiún años de Sánchez están guardados con descuido
en dos portafolios en la pequeña casa color verde y amarillo de
cemento donde vive con su esposa, a 90 metros de la bahía.
“Por esto PDVSA
no me quiere”, declaró una mañana reciente, con una sonrisa
traviesa, mientras tomaba uno de los portafolios y comenzaba a pasar
con fuerza montones de documentos doblados por la punta y arrugados:
demandas formales, papeles legales, recortes de periódicos,
fotografías. Los esparció sobre la mesa de vidrio, que se llenó
rápidamente; después tomó el otro portafolios y vació su
contenido -más de lo mismo- en un sofá.
“Hay mucho
material de Esteban Sánchez”, dijo, separando los montones. “Con
todo este material, Esteban Sánchez será escuchado en el
extranjero”. Entre sus documentos estaba un certificado que la
Embajada de Canadá le otorgó en 2013 como reconocimiento a su
defensa del medioambiente y los derechos humanos.
Esa mañana tenía
puesto un pantalón de rayas muchas tallas más grande, amarrado con
un cinturón, y una camisa muy gastada. Estaba planeando presionar
con su última denuncia en la oficina del fiscal general del estado
en Coro, la capital del estado de Falcón. Estos viajes no son nada
frecuentes, pues normalmente le toman un día completo de viaje en
transporte público y representan un enorme porcentaje de su ingreso
mensual.
En Coro, un
asistente del fiscal de distrito invitó a Sánchez a tomar asiento y
explicar su asunto. En la computadora del abogado sonaba música pop.
Sánchez habló
sobre el derrame de octubre y citó las violaciones a los estatutos,
además de relatar la larga historia de negligencia de PDVSA respecto
de Amuay. “Nos sentimos humillados, pero soy un hombre paciente”,
dijo.
Mientras el
pescador hablaba, el abogado tecleaba en su teléfono, que de vez en
cuando emitía distintos tipos de pitidos, como si estuviera jugando
un videojuego. Casi no despegó la vista de la pantalla.
Más tarde,
Sánchez parecía satisfecho. El fiscal le había dado mucho más
tiempo del normal. “Nos fue bien”, dijo animado.
Fuente:
Kirk Semple, La lucha de los pescadores de Amuay contra el gigante petrolero venezolano, 26/02/18, The New York Times.
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