por Ariel Dorfman
Los cuerpos yacen
desparramados a lo largo de la playa. Darles entierro no es fácil ya
que nadie conoce los nombres de los fallecidos, en su mayoría
mujeres y niños que han huido de hambrunas y pobreza con la
esperanza de llegar a una tierra de promisión. Algunos espectadores
miran boquiabiertos los escombros de un barco que acaba de naufragar,
“hecho trizas en las rocas como la cáscara de un huevo”,
mientras otros, sin inmutarse, siguen con sus tareas cotidianas.
“En medio de la
muchedumbre que contempla estos destrozos,” escribe un testigo,
“había hombres que laboriosamente recolectaban las algas marinas
que la tormenta ha depositado en el litoral, amontonándolas más
allá del alcance de la marea, si bien a menudo se veían obligados a
descartar pedazos de vestuario de su cosecha”.
Esta escena de
devastación e indiferencia parece arrancada de los últimos
titulares y fotos que nos sacuden diariamente, otro grupo más de
refugiados que fugazmente aparecen y en seguida desaparecen con igual
fugacidad de nuestras pantallas y de nuestra consideración. Pero el
naufragio de que hablamos ocurrió en octubre de 1849 y sus víctimas
fueron ciento cuarenta inmigrantes irlandeses que perecieron cuando
el St John, el barco en que habían partido “al Nuevo Mundo, como
lo habían hecho Colón y los Peregrinos ingleses”, zozobró
durante una tormenta colosal en las orillas de Cape Cod. Y no
recordaríamos siquiera su existencia ni menos su destino aciago si
quien narró su muerte no hubiera sido el gran naturalista y escritor
Henry David Thoreau.
Cuando pensamos
en Thoreau hoy no es para rememorar ese tipo de historias de
desconsuelo. Este año, que marca el bicentenario de su nacimiento,
Estados Unidos ha celebrado una vida consagrada a la naturaleza en su
luminosa multiplicidad, además de sus meditaciones notables acerca
de la desobediencia civil. Vale la pena, empero, examinar esa
experiencia casi desconocida suya en la costa de Cape Cod, aquella
calamidad que sobrevino hace tantísimo tiempo y que, sin embargo,
sentimos tan tristemente contemporánea, tan gráficamente
relevante. Porque Thoreau nos está lanzando por encima del abismo del
tiempo un desafío que haríamos bien en atender.
Lo que más me
sacude en nuestro siglo despiadado es la manera en que Thoreau
comprendió y demarcó el dilema moral al que se enfrentan quienes
presencian en forma cotidiana catástrofes parecidas a las del
hundimiento del St. John. Contempla el escritor a obreros que
“carecen de todo interés humano en el asunto”, siguiendo con sus
tareas habituales: “Por mucho que tantos se habían ahogado, estos
hombres no olvidaban que aquellas algas constituían una valiosa
carga de fertilizante. El naufragio no había producido una vibración
visible en el tejido de la sociedad.” Y nota que, para un viejo
que, junto a su hijo, empujaban un carro de “algas despedazadas”
a su rancho, “aquellos cuerpos… no eran sino otras algas que la
marea había vomitado, sin valor para sus propósitos”.
Thoreau no se
pone a emitir juicios respecto a esta actitud, tal vez porque ella
refleja, extrañamente, su propia perspectiva, animada por un cierto
desapego sin pasión. Explica -¡y vaya que era elocuente este
autor para escudriñar sus vaivenes y contradicciones mentales!-
los motivos detrás de esta distancia emocional: “Si hubiese
hallado un cadáver tirado sobre la playa en algún sitio solitario,
me hubiera afectado más”, agregando que “más que todos los
cementerios juntos, es lo individual y lo privado que reclama nuestra
simpatía”.
Es una
observación que incomoda, tanto más por ser irrefutable. Únicamente
en este año del bicentenario del nacimiento de Thoreau, descomunales
contingentes de refugiados siguen agonizando sin que tengamos la
menor idea de su vida, sueños, rostros. ¿Quién sabe algo tangible
sobre los centenares de mexicanos y centroamericanos que, en forma
anónima, fenecieron solo en el 2017 tratando de cruzar el desierto
que, como un océano vasto y seco y pedregoso, separa a México de
los Estados Unidos? ¿O acerca de los Rohingya que se han ahogado en
estos días en la Bahía de Bengal cuando huían de las masacres en
Myanmar? ¿Y acaso no ignoramos por completo la vida y la muerte de
los casi tres mil emigrantes de África y del Medio Oriente que han
perecido en el Mediterráneo en busca de santuario en Europa, cien de
ellos en las últimas semanas, incluyendo a veintiséis mujeres de
Nigeria, la mayoría menores de edad que pueden haber sido violadas
antes de que se las tragaran las aguas?
¿No podríamos
decir de estos refugiados, como escribió Thoreau al contemplar los
cadáveres irlandeses, ‘¿Para qué hacerse cargo de estos cuerpos
muertos?’ De hecho, no tienen otros amigos que los gusanos y los
peces”.
Si Thoreau
estuviese vivo, podría sobradamente usar nuestra asombrosa falta de
atención hacia la tragedia ajena como una prueba de qué poco ha
cambiado desde que caminó las playas de Cape Cod en 1849. Todavía
estamos confrontados hoy, como lo estaremos mañana, por la misma
disyuntiva ética que Thoreau formuló con elegancia pero que no supo
resolver: ¿cómo rejuvenecer las fuentes de la piedad cuando las
imágenes de despojos humanos en las costas o los desiertos o bajo
las ruinas de una ciudad son tan incesantes e inagotables que
terminan convertidos en una nebulosa de cuerpos muertos que nadie
puede discernir y procesar de una manera significativa?
Una manera de
encarar este “colapso de la compasión”, según algunos
psicólogos lo han denominado, es seguir una ruta que Thoreau mismo
no tomó. Los “trajines de la Naturaleza”, decía él, eran
responsables de aquellos decesos, sin mencionar ninguna “visible
vibración del tejido social” que podría haber impulsado a esas
familias a abandonar su patria natal. No identifica (ni en este
escrito ni en otro alguno) la hambruna que empujó a tantos
habitantes menesterosos de Irlanda a emigrar, una hambruna que fue
creada por los seres humanos y no por alguna caprichosa “ley de la
Naturaleza”. La peste que afectó a las papas y llevó a tantas
familias irlandesas a subirse a embarcaciones peligrosas fue
exacerbada por aflicciones sociales y económicas: la explotación de
los predios por terratenientes remotos, los procedimientos que
favorecían la crianza de ovejas por sobre el cultivo de alimentos, a
lo que habría que agregar la negligencia y crueldad del gobierno
colonial británico que exportó al extranjero cantidades de
comestibles en los mismos años en que su población se moría de
hambre.
Hoy, si cada uno
de nosotros no podemos albergar en nuestro corazón la plenitud
inmensa de nuestras adversidades contemporáneas, es posible, por lo
menos, admitir y comprender las causas profundas y prolongadas de
tales cataclismos, un paso imprescindible si queremos impedir nuevas
desgracias. Guerras civiles, miseria, represión política, sequías
prolongadas y contaminaciones ambientales no han sido forjadas por la
Naturaleza, sino por el Hombre. De hecho, es nuestra sumamente humana
depredación del mundo natural –lo que más temía Thoreau cuando
agradeció que “los hombres no pueden volar porque, además de la
tierra, arruinarían el cielo y el aire”– lo que reiteradamente
genera los conflictos y la escasez que han compelido a tantos a
buscar amparo en países extraños. Una situación que va a empeorar:
la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) ha
calculado que, para el 2050, los cambios climáticos llevarán a
doscientos millones de refugiados a huir de sus hogares.
Si Thoreau no
analizó la tempestad de males sociales que condujeron a ese
naufragio tan desafortunado de 1849 con la paciencia y perspicacia
que dedicó a árboles y flores y arroyos, nos puede servir, sin
embargo, como un modelo de lo que debemos hacer cuando nos sentimos
indefensos y sobrepasados por la magnitud de los horrores que nos
agreden en forma periódica. Nos urgiría, en estos tiempos en que la
Tierra que él tanto veneró sufre un saqueo insensato, cuando las
migraciones forzadas han llegado a definir nuestro siglo violento,
que escuchemos su llamado a una resistencia pacífica a la opresión,
su profecía de que “nunca es tarde para que los hombres honestos
se rebelen”.
No se trataba,
para Thoreau, de meras palabras. Oponiéndose a las dos iniquidades
de su tiempo, las infamias de la esclavitud y de la guerra de los
Estados Unidos contra México (cuyo fin imperial era expandir los
territorios donde podía prosperar la venta y explotación de
esclavos), se negó a pagar sus impuestos, prefiriendo que lo
encarcelaran. Fue esta postura la que condujo a Thoreau a escribir su
ensayo sobre “La Desobediencia Civil”, que iba a servir de
inspiración a Tolstoi y Gandhi, a Martin Luther King y a Pérez
Esquivel.
Por cierto,
muchas veces tales actos de desafío a la autoridad y a la ley tienen
consecuencias penosas y a veces letales. Y es igualmente cierto que
muchos entre nosotros –y me incluyo a regañadientes en esa
mayoría– no poseen ni la fuerza de voluntad ni el coraje para
aguantar tales agravios. Eso no significa que estemos condenados a
llevar “vidas de silenciosa desesperación que terminan en el
cementerio sin haber cantado la canción que llevamos adentro”.
Thoreau comprende que el camino del martirio no es para todos. Por el
contrario, doscientos años después de su nacimiento, sugiere que
cada uno de nosotros puede participar a su manera en la
transformación del mundo: “Puesto que no importa cuán pequeño
parece algo en su comienzo: lo que se hace bien tiene efectos
eternos”.
Thoreau cree que
nosotros, como la Naturaleza misma, podemos renovarnos “completamente
cada día que pasa”. Su voz nos alienta para que descubramos aquel
mínimo gesto con que contribuir a una sociedad diferente. Es una
tarea urgente, ya que aquellos cadáveres que infectan las arenas y
el mar que tuvo que contemplar Thoreau -y que se repiten
obscenamente en nuestros días– vaticinan, en el lienzo profético
de nuestra imaginación, el destino colectivo que espera al barco de
la humanidad que se dirige inexorablemente a las rocas. Esos muertos
abandonados nos están advirtiendo que es necesario actuar ahora
mismo, que hay que cantar esa canción que todavía persiste adentro,
antes de que sea demasiado tarde para prevenir el naufragio que
amenaza a nuestro dañado planeta. Y sin un Thoreau en la playa para
que relate cuál fue nuestro destino final.
Ariel Dorfman autor de La muerte y la doncella y, recientemente, de la novela Allegro. Vive con su mujer en Chile y en los Estados Unidos, donde es profesor emérito de la Universidad de Duke.Fuente:
Ariel Dorfman, Los náufragos de Thoreau, 16/12/17, Página/12.
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