Los represores usaron el Pozo de Vargas, en las afueras de San Miguel de Tucumán, para "desaparecer" a sus víctimas. Pero la fosa fue destapada en democracia y 107 cadáveres ya fueron identificados. Un equipo de Viva bajó a 33 metros de profundidad para describir el trabajo de los peritos.
por Pablo Calvo
Aquí, a 33
metros de profundidad, el aire está lleno de partículas de muerte.
La humedad penetra la ropa, los guantes, el barbijo. Flota el
silencio. Y no se distingue qué más.
Es un hoyo
oscuro, habitado por una atmósfera ultra densa.
Y aún quedan
siete metros por excavar, pues el piso real fue detectado a los 40
metros.
La redondez de
este agujero en la tierra es perfecta: tres metros de diámetro.
Luego se angosta, como la cola de una cascabel. Su encamisado de
ladrillos le da forma de aljibe abismal.
De este lugar
fueron rescatados entre 37 mil y 40 mil huesos ó fragmentos óseos,
de unos 140 cadáveres, arrojados entre 1975 y 1979. Hasta el mes
pasado, 107 fueron identificados. Eran desaparecidos de la última
dictadura.
Esta fosa común es conocida como “Pozo de Vargas” y se ha convertido en el sitio de inhumaciones clandestinas con más identificaciones efectivas de la Argentina. Queda en Tucumán, la provincia del norte azucarero donde se desplegó el Operativo Independencia para “aniquilar la subversión”, según decía la orden de 1975, y se puso en marcha el terrorismo de Estado.
Los peritos
tardaron 15 años en alcanzar esta hondura. Antes, tuvieron que
desalojar toneladas de escombros y desactivar el plan de ocultamiento
de los cuerpos, el sello macabro de la represión ilegal.
Para llegar hasta
esta cavidad inferior, delimitada por vigas de quebracho que se
atraviesan y forman, arriba y abajo, dos símbolos numeral, los
peritos tuvieron que quitar rocas, vestigios ferroviarios, piezas de
hierro, tierra, arena, mampostería, cal para destruir músculos,
nervios y tendones, botellas con ácido para borrar huellas,
antorchas de fuego que se apagaron en el trayecto, neutralizadas por
la humedad.
Eso, desparramado
en la superficie, elevó el terreno de alrededor unos 40 centímetros
y formó una pequeña montaña, habitada por cuises. Pero es aquí
abajo, entre el metro 28 y el metro 33, el espacio donde fueron
hallados los esqueletos, aplastados entre sí, baleados, torturados,
quemados, solos, de a dos, en bolsas de a tres, empaquetados de a
cuatro y luego tapados por una masa de objetos y desechos
equivalentes al cargamento de 160 camiones. Una molienda de rostros y
de almas.
Hoy, en este
agujero negro, siguen las tareas de búsqueda de restos humanos.
Se puede alzar la
vista y percibir en lo alto la luz del atardecer, que se cuela por el
tinglado. Por momentos caen gotas de agua que impactan en el suelo y
retumban. Pero hubo un día de esta historia en que el hueco (con el
largo de un edificio de 12 pisos) quedó totalmente sellado.
Arriba creció el
pasto. Los limoneros florecieron y alcanzaron los siete metros de
altura.
El plan de
impunidad estaba dando resultado.
De a poco, luz.
Reinaba el miedo, pero se corrió la voz. Vecinos del límite entre
Tafí Viejo y la ciudad de San Miguel de Tucumán se animaron a
contar que vieron movimientos extraños, apagones, camiones unimog,
sigilo a deshora, bultos, armas, sobrevuelo de helicópteros.
Los testimonios
llevaron a inspeccionar un predio que hace un siglo abastecía de
agua a las locomotoras inglesas a vapor. Había limitaciones, porque
ahora era una propiedad privada. El dueño de la finca, Antonio
Vargas, se acercó a los que husmeaban: “Acá no van a encontrar
nada”, les repitió.
El 13 de febrero
de 2002, por una denuncia del dirigente Enrique Romero, se abrió el
expediente judicial número 400140, no para la persecución penal de
los culpables, sino para reconstruir la verdad histórica de lo que
pasó. Esa causa permaneció 12 años bajo secreto de sumario. Recién
ahora se puede conocer su contenido.
Cuando el terreno
fue desmalezado, se volvió a localizar el pozo, con su brocal
destruido por las topadoras.
Había que
empezar a cavar. Con cuidado, para evitar la destrucción total de lo
que ya estaba hecho añicos. Y para conseguir pruebas de la matanza.
Se subió la
tierra en bolsas, baldes y malacates. En 2004, los arqueólogos
lograron traspasar la primera de las tres napas de agua que
atraviesan el pozo. Antonio Vargas se volvió a asomar y soltó:
“Ahora sí van a encontrar”.
Mediante una
perforación de dos pulgadas de diámetro los peritos tuvieron las
primeras evidencias de la presencia de restos óseos. En 2006, a los
20 metros de profundidad, se produjo el hallazgo de esos huesos.
Con esa
evidencia, tuvieron que convencer a la Justicia de la necesidad de
respaldar la tarea. No había fondos, pero una donación de 12 mil
euros, gestionada ante el Ayuntamiento de Barcelona por la Plataforma
Argentina contra la Impunidad, les permitió seguir.
Se pasaron los
materiales extraídos por una zaranda casera y se hizo un registro de
objetos significativos: más de mil botellas trituradas, tapitas de
gaseosas, telas, bolsas de arpillera.
Un día apareció
un diente de oro.
“Hubo cuatro
metros que se cavaron sin pala ni cucharín, sino con estecas de
madera, porque no rompen ni marcan los huesos”, explica el perito
Ruy Zurita en el fondo del pozo, vestido con un mameluco blanco de
hule.
Zurita integra el
Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán (CAMIT) y
es uno de los motores del trabajo, porque está desde el comienzo,
metió mano varias veces entre vidrios cortantes y llegó a colgarse
de sogas y trapos para quedar suspendido en el aire y seguir
extrayendo piedras en los lugares más críticos del pozo.
Una tarde
encontró un cráneo. Notó que le faltaba un diente. Y recordó
aquél de oro que había aparecido envuelto en celofán. Cuando hizo
el cotejo, la pieza calzaba justo en la dentadura. “Fue muy
impresionante -deduce Zurita- porque esa persona, en peligro,
guardó su diente en un bolsillo o en algún lugar de su cuerpo,
probablemente para esconderlo de sus captores, y ya no tuvo tiempo
para más.”
La guitarra
callada. Juan Falú tiene manos virtuosas para zambas lentas. Es uno
de los folcloristas más importantes del país, sobrino de Eduardo
Falú y hermano de Luis Eduardo Falú, un estudiante de Historia,
empleado de Gas del Estado y militante de la Juventud Peronista que
fue secuestrado en septiembre de 1976 a metros de su casa, cuando
tenía 25 años.
Servicios de
inteligencia lo habían intimado a armar una lista de sus compañeros
y delatarlos, a lo que se negó. Eso le costó la vida. Según
testimonios en la Justicia, el propio Antonio Domingo Bussi, entonces
gobernador de facto de la provincia, lo ejecutó a sangre fría.
Con la guitarra
atravesada en su espalda, Juan solía ir al Pozo a apoyar el trabajo
de los peritos de la Universidad Nacional de Tucumán, la institución
donde estudiaba su hermano.
Pero un día,
atormentado por los recuerdos, el compositor se asomó al precipicio,
se aferró a la baranda y quedó invadido por una extraña sensación:
“Tuve el deseo de encontrar a Lucho ahí. Fue una especie de
conexión, aunque es cierto que en ese lugar se disparaba mucho la
imaginación”.
En julio del año
pasado, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que se
encarga en Buenos Aires de identificar los restos que extraen los
peritos en Tucumán, confirmó el presentimiento de Juan: en el Pozo
de Vargas estaba su hermano. Su cuerpo había permanecido 40 años
desaparecido.
Tal fue el
impacto que la mamá de ambos, Esther, murió al día siguiente de
recibir la noticia. Tenía 99 años.
“Recuerdo a
Lucho jugando al fútbol, de wing izquierdo, porque era zurdo, ó
cantando conmigo canciones. En la infancia compartíamos el cuarto y
lo quise mucho, porque era un tipo gaucho, solidario, cariñoso,
pituco. Era un chango esmerado, que de joven ya se ponía traje y
corbata. Lo recuerdo como un tipo de coraje, con expresiones en su
rostro que me vuelven en esta misma evocación”, se emociona Juan
Falú.
Juan compuso el
tema Vida la de Lucho en homenaje a su hermano, al que ahora visita
en el cementerio, con la guitarra en silencio y una flor.
Pese a su dolor,
suelta esta estrofa final: “El Pozo de Vargas trasciende mi
situación familiar, porque es en realidad un drama colectivo.
Representa el destino final de decenas de compañeros, con sus sueños
y banderas, y evidencia una brutalidad sin igual”.
Cintas. La perito
antropóloga Julia Lund ata y desata bolsas con materiales obtenidos
de la estructura subterránea. Una arpillera que “envolvía dos
esternones”, una botella de la bebida Crush “típica de los años
‘70”, alambres, tramos de sogas y “hasta un cuadro de bicicleta
encontramos aquí... y hace poco tuvimos testimonios acerca de un
obrero que fue capturado junto con su bici. Guardamos todo, porque el
día de mañana un objeto mínimo puede servir para completar una
historia”.
A los
investigadores les llamó la atención el hallazgo de unas tiras de
tela rectangulares, tal vez arrimadas por pájaros, que suelen hacer
sus nidos con distintos materiales. Pero cuando llevaron las cintas
al scanner, detectaron manchas que parecían rastros humanos.
“Llegó un
momento en que habíamos reunido siete de esas cintas así que
probamos ponerlas en escala sobre un cráneo digitalizado, de manual,
que son los que se utilizan para las comparaciones macroscópicas y
vinos que las cintas y sus marcas coincidían con las cavidades de la
boca y de los ojos. Llevamos las cintas a la Facultad de Bioquímica
y ahí un compañero pudo determinar que las marcas tenían que ver
con saliva y con lagrimales”, revela Zurita, como describiendo un
santo sudario.
A los 30 metros
de profundidad, además, se encontró el primer cráneo con vendas
puestas en la mandíbula y en los ojos, similares a las que estaban
sueltas. Zurita se explaya: “Esto sirve para señalar que si ponían
dos vendas por víctima, siete vendas correspondían a tres personas
y media, o sea a cuatro, si damos con la que falta. Y sumado al
cráneo hallado, se deduce que al menos cinco personas fueron tiradas
al Pozo amordazadas y con los ojos vendados posiblemente por una
misma patota o grupo de tareas. Además, el diseño de los cortes
deja entrever que fue la misma persona la que los hizo. Y que era
diestra”.
Tres mujeres,
tres historias. Josefina Molina halló a su papá, Dardo Molina,
vicegobernador de Tucumán hasta el golpe militar de marzo de 1976,
secuestrado a los nueve meses en su estudio jurídico. Ella lo
encontró, pero por partes.
“Primero
aparecieron dos dientes, un canino y un molar, y un fragmento de
cúbito derecho. Después me informan de la mandíbula, que estaba a
29,80 metros de profundidad. Hace dos años encontraron por ADN un
coxal derecho y, por acercamiento, el izquierdo, pues estaba a la
par. En un video veo luego los omóplatos y el conjunto de costillas.
Y eran. También pido asociar las vértebras, ubicadas a la par de
las costillas, pero no las reconocen, porque estaban llenas de cal,
es decir no aptas para el análisis genético”, enumera Josefina,
que sigue buscando los huesos de aquel hombre que la tuvo en brazos.
El año pasado
sumó un peroné y un brazo, con un trozo de su camisa. “Es la
primera prenda que tengo de él, con manchitas de sangre por fuera,
pero que pertenecen a otra persona”, señala Molina, que desea la
condena de los responsables de este crimen político en un juicio que
se realizará en 2018.
Josefina busca
ahora el cráneo de su papá: “Tiene que estar suelto, voy a pedir
a la Justicia que analice todos los que quedaron sin identificar. Yo
lo lloro, no es fácil esto. Pero quiero recuperarlo”.
Virginia Sosa
busca aún a su marido, José Zenón Ruiz, que era guardiacárcel y
fue secuestrado el 27 de julio de 1975, cuando tenía 26 años.
- ¿Piensa que
puede ser uno de los cuerpos hallados aquí que todavía no fueron
identificados? - Le pregunta Viva. a centímetros de la boca del
Pozo.
- No... Bueno,
no creo... En verdad, no lo sé... Quizás sí, ¿no? Hay que
aguardar los estudios - contesta Virginia, tragando saliva, mirando
hacia abajo.
A ella, hoy
presidenta de la agrupación Familiares de Desaparecidos de Tucumán,
le queda la duda sobre el papel del dueño de la finca: “Cuando
Antonio Vargas tenía que declarar, justo se murió y se llevó sus
secretos a la tumba. La Justicia no quiso averiguar más”.
Marta Rondoletto
encontró en el Pozo de Vargas a casi toda su familia. Allí estaban
su mamá, María Cenador, su papá, Pedro Rondoletto, sus hermanos
Jorge y Silvia, y su cuñada Azucena Bermejo, embarazada. Falta el
sobrino.
“Participé de
las campañas iniciales de búsqueda del Pozo, cuando no se sabía su
ubicación exacta. Ese minuto cero duró unos 45 días. Apoyé esa
lucha y la creación del grupo de peritos locales, estudiantes y
profesionales tucumanos para hacer la extracción de huesos que luego
se analizan en los laboratorios de Buenos Aires. Hice todo lo que uno
hace. Pero cuando fueron identificados mis familiares, sentí un
shock brutal, un golpe del que todavía no me repongo, pese a que ya
pasó un año”, se conmueve Marta, periodista, docente, militante
peronista y presidenta de la Fundación Memorias e Identidades del
Tucumán.
Para Marta, “el
Pozo de Vargas es la prueba más contundente de la implementación de
un plan genocida, con su lógica perversa y deshumanizada. Pienso que
los restos hallados no son mis familiares en sí, sino que implican
la ubicación de los cuerpos de los delitos, de los crímenes
cometidos por los pergeñadores de sus desapariciones”.
Entre los 107
identificados hay obreros de los ingenios, estudiantes, docentes,
delegados ferroviarios, militantes del Partido Revolucionario de los
Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo y de Montoneros y de
la JP, según entidades de Derechos Humanos.
Por las redes
sociales, Rondoletto impulsará una campaña de donación de sangre
para que se completen los análisis genéticos, ya que hay restos de
unas 33 personas que permanecen como NN, sin nombre.
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Fuente:
Pablo Calvo, El pozo del infierno: 140 cuerpos torturados y la dura tarea de reconstruir la verdad, 18/11/17, Clarín. Consultado 20/11/17.
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