La reforma de la
Ley de Semillas que promueve el gobierno de Macri busca reconfigurar
los mecanismos de producción y propiedad de las semillas. Una
discusión a espaldas de los reales afectados.
por Carla Poth
Hace unas semanas
el Ministro de Agroindustria Ricardo Buryaile comunicó que en breve
se haría público el anteproyecto elaborado desde esta cartera para
la modificación de la Ley de Semillas y Creaciones Fitogenéticas,
vigente desde 1973.
Este es uno de
los muchos intentos de modificación que, desde 2012, buscan
reconfigurar los mecanismos de producción, comercialización y
propiedad de las semillas en nuestro país. Una vez más, y como en
todos los intentos anteriores, la discusión de este proyecto ha sido
generada a espaldas de quienes seremos directamente afectados.
Se podría pensar
que la reforma de esta ley de semillas es un cambio más entre las
múltiples leyes y programas lanzados para el agro, primero por el
kirchnerismo y ahora por las políticas macristas. Sin embargo,
observaremos que en este debate hay cosas más grandes en juego.
Porque la semilla es uno de los bastiones de un modelo de agronegocio
que ha reconfigurado las formas de acumulación del capital en el
agro en los últimos 40 años, desplegando nuevas estrategias de
explotación y dominación hacia las clases trabajadoras.
¿De qué
hablamos cuando hablamos de agronegocio?
El agronegocio es
un modelo de producción a escala global que supone la implementación
de renovados mecanismos de apropiación de la naturaleza, las
semillas y las vidas humanas.
Con una
estructura concentrada en pocas empresas que realizan la siembra,
recolección, almacenamiento y comercialización, el modelo del
agronegocio se constituye en una cadena agroalimentaria que se
encuentra controlada por grandes empresas transnacionales productoras
de los insumos centrales del modelo agrario: las semillas
genéticamente modificadas asociadas a los agroquímicos.
Hoy Monsanto,
Dupont, Bayer, Syngenta, Basf y Dow Agrosciences controlan el 60 %
del mercado global de semillas y el 76 % del mercado mundial de
agroquímicos, definiendo las dinámicas de producción de las
regiones agrarias en todo el globo.
En Argentina este
modelo se consolidó en 1996 cuando, luego de la generación de una
serie de regulaciones para la liberación de semillas transgénicas,
Felipe Solá aprobó la soja Roundup Ready, resistente al herbicida
glifosato de la empresa Monsanto que se esparció entre los
productores.
A partir de allí,
en un abrir y cerrar de ojos, este cultivo pasó de sólo 4 millones
de hectáreas sembradas, a cerca de 9 millones en la campaña
1997/98, superando las 20 millones de hectáreas en 2015,
transformando a la Argentina en el tercer productor mundial de
transgénicos, luego de Estados Unidos y Brasil, con más de 30
nuevas semillas genéticamente modificadas para el uso agrario (de
soja, algodón, maíz y papa). Todas ellas tolerantes a agroquímicos.
El resultado de
esta expansión ha sido la eliminación de más de dos millones de
hectáreas de bosques nativos, la sustitución de cultivos centrales
para nuestra alimentación como el girasol, y el desplazamiento de la
ganadería, y el consecuente encarecimiento de los alimentos. Ha
consolidado un proceso migratorio de los pequeños productores
agrarios expulsados de sus tierras hacia los cordones más pobres de
las grandes urbes y ha eliminado sistemáticamente el empleo rural
(requiere de dos trabajadores por cada 500 has de producción)
contribuyendo a su precarización.
Finalmente ha
construido un genocidio silencioso que afecta a un tercio de la
población argentina (13 millones de habitantes de áreas rurales)
con enfermedades como alergias, cáncer, abortos espontáneos y
deformaciones.
El agronegocio
como política de Estado
Este modelo se ha
expandido, consolidado y profundizado a través de una serie de
políticas de Estado que, desde la década del 90, muestran la
connivencia sistemática de los diversos gobiernos con el
agronegocio.
Ayer fueron
Néstor Kirchner y Cristina Fernandez los presidentes que, con el
Programa Estratégico Agroalimentario 2010-2020 buscaban incrementar
las hectáreas y toneladas producidas. Fueron quienes perpetraron la
represión constante a las comunidades indígenas Qom que reclamaban
sus territorios expropiados para la producción sojera.
Ellos promovieron
la constitución de un sistema científico (con Lino Barañao como
Ministro de Ciencia y Tecnología) que promovió la producción de
semillas transgénicas según las necesidades de las grandes empresas
biotecnológicas, consolidó la privatización del conocimiento a
través de convenios y patentes y persiguió a los investigadores que
denunciaron las enfermedades provocadas por este modelo. Fueron la
cabeza de un gobierno que permitió los sicarios que asesinaron a
Cristian Ferreyra, luchador campesino.
Hoy Mauricio
Macri es el presidente que ha incentivado la expansión del modelo a
través de la reducción de las retenciones agrarias que han
garantizado la multiplicación de las ganancias concentradas. Es el
presidente que apuesta, a través de la ratificación del ministro
kirchnerista, a la continuidad de una ciencia que siga callando una
verdad a voces: la ganancia se las llevan unos pocos, la enfermedad,
el hambre y la muerte nos las quedamos nosotros. Es el presidente que
se ufana de insertarnos al mundo, obligando a profundizar los
mecanismos de expropiación de nuestros recursos, consolidando más
derechos de propiedad intelectual. Es el presidente que busca acabar
la tarea iniciada hace cuatro años: reformar definitivamente la ley
de semillas al dedillo de las grandes corporaciones.
Por qué es una
necesidad decirle NO a la nueva ley de semillas
Si el proyecto
presentado por el Ministerio de Agricultura se aprobara, este modelo
de producción encontraría las bases para continuar expandiéndose.
Y con ello, la posibilidad de generar alimentos de una manera
económica, política y ecológicamente sustentable habría
desaparecido.
Esta ley
erosionaría el derecho de los productores de guardar sus propias
semillas, volviendo ilegales prácticas campesinas milenarias,
ejerciendo el poder de policía sobre la diversidad alimentaria. Así,
esta red que ha sido la fuente de más del 70 % de la comida que
consume la humanidad, el sustento básico de las clases trabajadoras
y los más pobres de este mundo, sería desarticulada.
Y con esto,
nuestra soberanía alimentaria, entendida como el derecho a una
alimentación sana, equilibrada, suficiente y culturalmente
apropiada, sería una reivindicación sin futuro. La posibilidad de
pensar en un mundo de igualdad y sin cadenas, se vería en el tacho.
Porque mientras las clases explotadoras tienen dinero para comprarse
alimentos sumamente costosos sin agrotóxicos; nosotros, que a duras
penas llegamos a fin de mes, tenemos que comer los alimentos
fumigados con más de 300 millones de litros de agrotóxicos al año.
Mientras ellos pueden elegir vivir sanamente, las clases trabajadoras
enfermaremos y moriremos con glifosato en sangre (entre otros
agrotóxicos como glufosinato, 2-4D, etc) y seguiremos comiendo esos
millones de litros de venenos, que encontramos en las verdulerías,
en los kioscos, en los comedores de escuelas.
La lucha contra
la privatización de las semillas es mucho más que la lucha contra
el agronegocio. Es mucho más que la lucha por un ambiente sano, o
por el resguardo de la semilla. Es la lucha contra un sistema
capitalista que busca oprimirnos, controlarnos y dominarnos,
imponiendonos formas de enfermar, y de morir, haciendonos
descartables. Es la lucha por nuestra propia vida, la de nuestros
compañeros y nuestros hijos.
Por esto, decirle
no a la reforma de la ley de semillas requiere del trabajo y el
esfuerzo mancomunado de todas nuestras fuerzas políticas. Las luchas
de las Madres del Barrio de Ituzaingó Anexo, de la Red de Médicos
de Pueblos Fumigados, de la Asamblea Malvinas lucha por la vida, las
organizaciones campesinas y los cientos de asambleas y
organizaciones, en nuestro país y en todo el continente, nos vienen
marcando el camino para avanzar en la construcción de formas
productivas y políticas emancipatorias. Las experiencias de
Colombia, Chile y Perú, que ya rechazaron las reformas a sus leyes
de semillas, nos muestran que la unidad de la fuerza lleva a buenos
puertos.
Es nuestro
desafío y responsabilidad trabajar en las escuelas, en las
universidades, en los barrios, en las fábricas, en las calles en pos
de comprender que alimentarse debe ser un sinónimo de alimentarse
sanamente, que decidir qué comer es también un acto político en el
que se ponen en juego formas de explotación... o formas de
emancipación. La lucha de clases debe contener, problematizar y
enriquecer estas cuestiones que se vuelven centrales para la
subsistencia de las clases trabajadoras. Porque de este principio
depende, incluso, nuestra propia capacidad de seguir luchando por un
mundo sin cadenas.
* El Espacio de
Lucha Territorial Río Bravo forma parte de la Multisectorial contra
la Ley Monsanto de Semillas
(noalanuevaleymonsantodesemillas@gmail.com)
Fuente:
Carla Poth, Cuando luchar por la semilla es luchar contra el capitalismo, 22/07/16, La izquierda Diario. Consultado 23/07/16.
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