por José Pablo Feinmann
Cierta vez, un 6 de agosto de 1945, en distintos aviones,
dos hombres volaron sobre la ciudad de Hiroshima. Se acaban de cumplir sesenta
y ocho años del suceso. Uno era el general Paul Tibbets, comandante del
operativo. Su avión habría de lanzar la primera bomba atómica sobre una ciudad
abierta, que vivía uno más de los difíciles días de la guerra. Pero a esa vida
se había acostumbrado. Alguna vez -pensaban- terminaría. La guerra, primero.
Los difíciles días, después. Había en esa ciudad, había en Hiroshima, todo lo
que suele haber en una ciudad, hombres buenos y malos, mujeres laboriosas,
niños que esperaban un futuro para hacerlo suyo y vivirlo con todo derecho,
ancianos que se preparaban para una muerte dulce pese al horror de los últimos
años. También había animales. Que no saben hacer algoritmos, que no saben
dividir el átomo, pero su capacidad de sufrimiento es la misma que la de
cualquier humano. Deben ser incluidos en la masacre.
El otro hombre -el que, veremos, era muy distinto a Paul
Tibbets, tan distinto como distintas fueron sus existencias posteriores al
hecho del 6 de agosto de 1945- se llamaba Claude Eatherly y su tarea consistía
en fijar el blanco preciso en que la bomba habría de caer. Se equivocó por
poco. Debía señalar un puente. Señaló un hospital. A primera vista, uno dice
qué horror: un hospital en lugar de un puente. No, en un bombardeo normal
habría sido un error imperdonable. Pero en éste no. Era lo mismo. Tanto el
Hospital como el puente desaparecieron de la realidad en cinco minutos, o algo
así. ¿Importa un minuto menos o un minutos más? Cuando Eatherly regresó a la
base, sus compañeros le dijeron -entre la sorna y el asombro-: “¿Sabés lo que
hiciste, Paul? Mataste a 200.000 personas en cinco minutos”. Algunos hasta lo
felicitaron. Eatherly quedó paralizado. El horror y la culpa penetraron tan
hondamente en su sensible conciencia moral que jamás habrían de salir de ahí.
Que lo llevarían a la locura. Años más tarde, al Hospital Waco en que estaba
internado por graves trastornos mentales, llegó una carta inesperada. Era del
distinguido filósofo alemán Günther Anders, discípulo de Heidegger, exiliado
del nazismo, esposo de Hannah Arendt. Un hombre, también de extrema
sensibilidad, que había entregado su vida luchando contra el armamentismo
nuclear. Era, en alguna de sus partes, así: “El que precisamente usted, y no
cualquier otro de entre sus miles de millones de contemporáneos, se haya
condenado a ser un símbolo, no es culpa suya, y es ciertamente horrible. Pero así
es” (Günther Anders, El piloto de Hiroshima, Más allá de los límites de la
conciencia, Paidós, Madrid, 2010, p. 33). Más adelante añade una frase de una
precisión, de una verdad desgarradora: “También usted, Eatherly, es una víctima
de Hiroshima” (Ibid., 39).
La tragedia de Claude Eatherly -y, desde luego, de los
cientos de miles de víctimas de Hiroshima y Nagasaki- había empezado el 2 de
agosto de 1939. En esa fecha, Albert Einstein, un científico que ha pasado a la
historia como un viejito divertido que saca la lengua en una foto que busca
exhibir su espíritu juguetón, su espíritu de sabio distraído, temeroso de que
Alemania pudiese elaborar la bomba atómica antes que los aliados, envió al
presidente Roosevelt una carta que dice mucho y tal vez todo: “Algunos
recientes trabajos (...) me llevan a esperar, que en el futuro inmediato, el
uranio pueda ser convertido en una nueva e importante fuente de energía.
Algunos aspectos de la situación que se han producido parecen requerir mucha
atención y, si fuera necesario, inmediata acción de parte de la Administración ”
(Einstein a Roosevelt, agosto 1939). Las palabras que escribe seguidamente
revelan su determinación de entregarle al poder militar una bomba tan poderosa
como ninguna, ni remotamente, antes lo fue: “En el curso de los últimos cuatro
meses se ha hecho probable el iniciar una reacción nuclear en cadena en una
gran masa de uranio, por medio de la cual se generarían enormes cantidades de
potencia y grandes cantidades de nuevos elementos parecidos al uranio. Ahora
parece casi seguro que esto podría ser logrado en el futuro inmediato. Este
nuevo fenómeno podría ser utilizado para la construcción de bombas, y es
concebible -pienso que inevitable- que pueden ser construidas bombas de un
nuevo tipo extremadamente poderosas”. Una de las cosas que hoy resulta
desagradable de esa carta -entre tantas otras- es que Einstein anticipa su
firma con la fórmula: Su Seguro Servidor. Luego se arrepintió. Dijo que envió
esa carta por el temor de que Hitler tuviera la bomba antes que todos. “Pero me
equivoqué -dice-. Ese temor era infundado. Si hubiera sabido la Caja de Pandora que estaba
abriendo no habría enviado esa carta.” No creo mucho en los arrepentimientos.
No sirven de nada. O casi nada. Ninguno de los muertos de Hiroshima y Nagasaki
volvió a la vida por el arrepentimiento del “sabio”. Ni Claude Eatherly se curó
de su locura.
Por el contrario, el “otro” piloto de Hiroshima (aunque, en
rigor, el “otro” es Eatherly, no sólo porque no comandaba la misión, sino
porque se convirtió en el “otro” al enloquecer, al no aceptar ser un “héroe de
la patria” que había salvado con esa acción a millones de jóvenes
norteamericanos de morir en la continuación de la guerra contra el Imperio de
Hirohito), el general de brigada Paul Tibbets, aceptó gozoso el papel de
“héroe” que EE.UU. requería de los hombres de esa misión exterminadora. Hay que
entender esto: Eatherly, con su locura, con su conciencia desgarrada, era la
denuncia viviente del horror de la masacre nuclear. ¿Qué pasaba con ese
desgraciado, ese infeliz que se la pasaba lloriqueando por todas partes en
lugar de mostrarse como el héroe que era?, rugían los militares. Había que
esconderlo. El mundo no debía saber nada de Claude Eatherly. El estrellato
sería para Tibbets y sus otros hombres, todos valientes, todos patriotas, todos
sanos soldados de la patria. Incluso, el general de brigada Paul Tibbets se
transformó en un propagandista de su misión a bordo del Enola Gay (nombre que
le puso su madre a su avión, que llevaba la bomba) con frases que han quedado
para la historia del cinismo: “Hice lo que tenía que hacer. Lo haría de nuevo.
Sepan que duermo tranquilo”. En 1952, se filma una película sobre aspectos de
su vida y la bomba sobre Hiroshima. Nada menos que una estrella como Robert
Taylor asume la responsabilidad de interpretarlo. Durante esos días, Robert
Taylor ya denunciaba comunistas en los tribunales de MacCarthy. De todos modos,
cuando ve el hongo atómico desde su avión dice: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”.
Los cineastas intentaron humanizar, no exactamente a Tibbets, sino al piloto
norteamericano, sobrepasado por el espectáculo casi místico del monstruo
enceguecedor, gigantesco, jamás visto. Tibbets se ofende: “Yo no dije eso. Eso
lo habrá dicho Robert Taylor”. En rigor, Taylor sólo dice: “Dios mío”, acaso
porque hicieron otra versión cuando advirtieron que era demasiado
“arrepentimiento”. Algún halcón dijo: “¿Cómo qué hemos hecho? Hicimos lo
correcto. Había que terminar la guerra, mierda”. Claro que la terminaron. Pero Japón
ya se había rendido. Toda esa historia acerca de la terrible resistencia que
aún Japón ofrecería y que habría de terminar con la vida de millones de
soldados norteamericanos es falsa. Temían, los halcones de EE.UU., que Rusia se
metiera en la Guerra
del Pacífico, que fue paralela a la de Europa, distinta. Una cosa entre EE.UU.
y Japón disparada bajo la excusa de
Pearl Harbour. MacNamara y Curtis Le May (el más temible de
los militares norteamericanos), con vuelos rasantes, arrojaban bombas
incendiarias sobre las ciudades japonesas. “Veníamos matando cien mil civiles
por noche. ¿Para qué la bomba?” MacNamara (en el gran documental La niebla de
la guerra) dirá: “Si no hubiéramos ganado nos habrían condenado por criminales
de guerra”. ¿Está claro, verdad? Un criminal de guerra victorioso, no lo es.
Las bombas de Hiroshima y Nagasaki no se tiraron contra los japoneses –ya
agotados y deseosos de rendirse, algo que EE.UU. deliberadamente les tornaba
imposible porque les exigía la entrega de la soberanía– sino contra la Unión Soviética.
Primero, para que no entraran en Japón y tuvieran, en poco tiempo, un Japón
comunista. Y segundo, porque esas dos bombas iniciaban el comienzo de la Guerra Fría. “Aquí
estamos. Miren el juguete que tenemos. O nos respetan o los hacemos picadillo.”
Eisenhower y MacArthur se opusieron con furia al uso de la bomba. Nixon los
trató de comprender. Dijo a la opinión pública: “Son soldados muy
profesionales. Sólo conciben atacar blancos militares. Nunca civiles”.
Eisenhower insiste: “¿Cómo pueden arrojar sobre una ciudad esa cosa horrible?”.
Y MacArthur: “Las guerras no se ganan matando a mujeres y niños”. Churchill, un
civil, había aceptado hacerlo con la ciudad alemana de Dresde. Aquí murieron
cerca de 200.000 civiles. Casi como en Hiroshima y Nagasaki.
Eatherly fue la conciencia moral de la tragedia. El hombre
que no pudo tolerar el horror. No puede dormir. Le dan somníferos. Se aferra a
la bebida. El alcohol -por un tiempo al menos, aunque breve- calma la angustia.
Pero no: en 1950 elige quitarse la vida. Para su desgracia, lo salvan. Otra vez
a una clínica psiquiátrica. Su mujer -harta de tolerarlo- lo abandona. Sus
amigos se avergüenzan de él. Sobre todo sus compañeros en la misión de
aniquilamiento. Se le acerca el filósofo Günther Anders y esa correspondencia
que entablan es un gran documento. Anders -pacifista toda su vida- termina sus
días pregonando la violencia. Unica salida, dice. (Ver Rebeldía y esperanza, de
Osvaldo Bayer.) Claude Eatherly muere en 1978, en un manicomio, a los setenta
años. Tibbets -lleno de gloria y condecoraciones- muere en noviembre de 2007.
Tenía noventa y dos años. Hasta el último día de su vida, dijo: “Siempre duermo
tranquilo”.
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Hiroshima conmemora el 68 aniversario del bombardeo atómico
Nagasaki recuerda el bombardeo atómico que segó miles de vidas hace 68 añosFuente:
José Pablo Feinmann, Los dos pilotos de Hiroshima, 11/08/13, Página/12. Consultado 11/08/13.
Pocas veces nos detenemos a revisar este suceso tan atroz,infame,brutal y excesivo que cometio uno de los paises que predica la defensa de los derechos humanos y vemos como se constituye en el peor enemigo de los derechos humanos.
ResponderEliminarMuy receientemente aqui en Colombia vemos con asombro como la violacion a esos derechos se extiende de manera insensible,vergonzosa,cuando la corte constitucional anuncia la condena a ocho años de prision a uno de los mas temidos paramilitares,solo por haber asesinado a poco mas de 1000 personas,mientras en un caso de corrupcion muy reciente la condena es de 14 años.!Que injusticia tan justa! o !Que justicia,ni que carajo!.
Gracias Pablo por todas tus enseñanzas,siempre son insumos para mis clases de filosofia,las aprecio y valoro y ademas te admiro profundamente,tanto que desearia conocerte algun dia,seria una expereiencia enormemente enriquecedora para mi...De nuevo infinitas gracias por tu FILOSOFIA AQUI Y AHORA. Att. Lic. y Mg. CAYETANO lOPEZ VILLEGAS.
Profesor de Filosofia.