Los desastres naturales no existen, sino que nos
encontramos ante la expresión social de un fenómeno natural. La inundación de
Buenos Aires no es otra fatalidad. Para lograr que se inundara fue necesario un
proceso de lenta construcción social.
Este libro trata de ayudar a comprender un equívoco: ¿cómo
es que Buenos Aires llegó a inundarse? ¿De qué modo, por qué vías, qué conjunto
de mecanismos naturales y sociales hizo que cada vez que llueve la Ciudad se detenga? Tal vez
lo sorprendente sea lo poco que saben nuestros ciudadanos sobre el agua. El
agua forma el 70 % de nuestros cuerpos, es lo que hace posible la vida sobre la Tierra y, sin embargo, la
mayor parte de las personas que conocemos puede decir más sobre la vida de un
cantante o sobre un modelo de automóvil que sobre la sustancia que hace posible
nuestra propia existencia. Se ha escrito mucho sobre las inundaciones en el
Area Metropolitana de Buenos Aires. Tenemos infinidad de explicaciones, algunas
parciales, como las que ponen el acento en el diámetro de los caños o en su
mantenimiento. Otras son coyunturales, como las que atribuyen el fenómeno a las
sudestadas, sin decir por qué edificamos tantas áreas urbanas en la zona de
influencia de las crecidas. Ciertas explicaciones son antojadizas, como las que
atribuyen las inundaciones de la
Ciudad de Buenos Aires y su Area Metropolitana a la
deforestación de la Amazonia
o a las bolsas de basura que tapan los desagües. También aparece, casi
inmediatamente, el argumento de la corrupción, pero aún sin explicarnos por qué
la corrupción habría de tomar esa forma particular y no otras. El tema de las
inundaciones urbanas ha sido estudiado desde diversos ángulos y con una enorme
solvencia.
La hipótesis central de este libro es que los desastres
naturales no existen, sino que nos encontramos ante la expresión social de un
fenómeno natural. La inundación de Buenos Aires no es otra fatalidad. Para
lograr que se inundara fue necesario un proceso de lenta construcción social.
Me interesa reflexionar sobre qué ocurre en la cabeza de los
decisores políticos y los profesionales que hacen la Ciudad cuando olvidan las
características del sitio sobre el que insertan su proyecto o dictan sus
normas. De qué manera, por qué razones, se deja de concebir el hecho urbano
como una totalidad, para abandonar uno de sus aspectos cruciales. Es decir, de
qué modo se pasa de pensar en la realidad virtual, que sólo existe sobre el
tablero de dibujo o el texto legislativo y que desconoce su entorno material.
En enero de 2001, cinco ancianas murieron ahogadas en un
geriátrico en el barrio de Belgrano. Dormían en una habitación que estaba en un
subsuelo, dentro del valle de inundación del arroyo Vega. El sótano se llenó de
agua con tanta rapidez que no alcanzaron a evacuarlas. Los responsables de las
muertes fueron absueltos porque “los magistrados entendieron que las
consecuencias de una lluvia ‘inusitada’, tal como fue calificada en el fallo,
eran imprevisibles”. En el mismo fallo, los funcionarios que autorizaron o no
controlaron también fueron sobreseídos. En ese caso, “los jueces destacaron que
el ‘incumplimiento de deberes’, es un delito doloso. Es decir que implica una
violación deliberada de la ley”. En otras palabras, que basta con ignorar las
implicaciones de una decisión para que tomarla no tenga consecuencias legales.
Porque, además, se trata de hechos estudiados o investigados. ¿Qué ocurre,
entonces, en nuestra cultura con la naturaleza? ¿Dónde se origina esta
dificultad para incorporar los conocimientos que ya tenemos? ¿Cómo hacemos para
construir una forma de diálogo entre los científicos -que producen información
que después no se utiliza- y los políticos, que deciden sin tener en cuenta los
conocimientos previamente desarrollados?
Conclusiones. Sin duda, la mejor actuación de Mickey Mouse
en toda su carrera fue cuando representó al discípulo del mago en la música
incidental de Paul Dukas, El aprendiz de brujo, con la batuta de Leopold
Stokowski. Por una vez Mickey pudo liberarse de la banalidad de los argumentos
de Disney y mostrar su capacidad actoral en un conflicto humano. El equipo
Dukas-Stokowski-Mouse nos muestra una inundación artificial. No se debe al
capricho de la naturaleza, sino que es el resultado de la acción humana (o
ratonil), que pone en marcha un mecanismo que después no sabe o no puede
contrarrestar… Lo que hace a Buenos Aires inundarse es muy, pero muy semejante.
Al igual que el Río de la Plata ,
el tema es prácticamente inagotable y apenas hemos trabajado en las páginas
precedentes una pequeña porción de las fuentes disponibles sobre las
inundaciones en el Area Metropolitana de Buenos Aires. Archivos municipales
(como el de San Isidro, por ejemplo) tienen colecciones de mapas históricos que
muestran, metro a metro, la progresiva ocupación de los bajos y la modificación
de la costa. Los diarios de sesiones de todos los concejos deliberantes tienen
registrados cientos de horas de debates intensos sobre estos temas. Decenas de
periódicos locales muestran quejas y propuestas de toda índole. Los informes de
obras públicas de todos los municipios reiteran el anuncio de la obra salvadora
que hará esta gestión para solucionar definitivamente el problema de las
inundaciones. Lo mismo ocurre desde hace un siglo con sus equivalentes
provinciales, barriales y de la
Ciudad de Buenos Aires, de los que hemos mostrado una mínima
fracción. He evitado la tentación de hacer una enciclopedia, ya que las
variantes sobre lo que hemos expuesto son tan pequeñas y las reiteraciones
tantas, que no se justifica agregar material redundante a este libro. Queda un
amplio espacio para la investigación de las inundaciones a escala local.
Tenemos que recordar que “una inundación deriva de un proceso hidrológico
normal del cual un manto de agua ocupa las llanuras laterales del valle de un
río”, pero el carácter natural del fenómeno no debe hacernos olvidar la
condición artificial del desastre. Al mismo tiempo, representamos el
crecimiento de nuestras ciudades “como mancha de aceite” en mapas de dos
dimensiones, por lo cual tendemos a creer que las ciudades crecen
horizontalmente. Sin embargo, el fenómeno de las inundaciones se origina
principalmente en el crecimiento vertical de las urbes. Es decir, en el
descenso de las ciudades hacia los valles de inundación de ríos y arroyos. Este
movimiento ha sido escondido por la resistencia de las autoridades (de la casi
totalidad de los momentos y colores políticos) a elaborar mapas de riesgo de
crecidas y adoptar políticas urbanas diferenciadas según los niveles de riesgo
de cada zona. Salvo por las víctimas directas, la mayor parte de las personas
suele subestimar los daños provocados por las crecidas. Hemos visto que la
ocupación de los terrenos bajos de la
Ciudad de Buenos Aires y su Area Metropolitana se corresponde
con necesidades económicas definidas en determinados momentos de su evolución
histórica. Sin embargo, las explicaciones economicistas son insuficientes para
comprender un fenómeno de esta magnitud. Hay factores culturales que
precondicionan una actitud de dominio de la naturaleza, aun antes de conocer
las posibilidades y los límites de las tecnologías disponibles. En las fases de
desarrollo iniciales de la historia de Buenos Aires existe una clara
delimitación de funciones entre los distintos niveles del terreno. Esto
permitió mantener relativamente libre (y de uso común) una proporción
significativa de los terrenos bajos. En períodos posteriores, parte de la
expansión urbana se ha realizado hacia abajo, es decir hacia costas cada vez
menores. Y por ende, hacia riesgos de inundación cada vez mayores. Este
descenso de la Ciudad
se ha realizado por presiones económicas y al amparo de las obras de atenuación
de crecidas, que casi invariablemente fueron presentadas como “la solución
definitiva” al problema de las inundaciones en una zona dada. El resultado es
que los terrenos donde se han realizado inversiones se valorizan y se pueblan
muy rápidamente. Poco después se revelan las limitaciones de estas obras: la
zona se inunda cada vez más (al aumentar la impermeabilización de la cuenca) y
se degrada aceleradamente.
Al atribuirse a las obras efectos diferentes de los que
pueden tener, el resultado es que se ha logrado disminuir el nivel de las
inundaciones, pero al actuar como factor de atracción poblacional ha aumentado
sustancialmente la cantidad de inundados. Tal exceso de optimismo contribuyó a
densificar la ocupación en las zonas críticas, ya que llegaban pobladores que
se sentían protegidos por dichas obras. La Ciudad de Buenos Aires tiene una densidad de 140
habitantes por hectárea, pero el tramo de la cuenca del arroyo Maldonado que
pasa por la Ciudad
más que duplica esa densidad: tiene 300 hectáreas (368) y
un ritmo de edificación más acelerado que el del resto del área urbana. Al
mismo tiempo, la completa ocupación (y aun la saturación) de un cierto nivel
del terreno actuó como incentivo para comenzar niveles más bajos todavía.
En la mayor parte del Gran Buenos Aires, la administración
urbana no ha definido taxativamente qué zonas se consideran bajas e inundables
y cuáles no. En consecuencia, no existe una normativa diferenciada para unas y
otras. El desconocimiento de la realidad natural por parte del
planeamiento urbano parece ser un
fenómeno complejo, en el que la corrupción juega un cierto rol, pero no nos permite comprenderlo en su
totalidad. Existen, como dijimos, factores culturales que generan actitudes de
consenso en torno a la urbanización de bajos inundables, que se califican como
terrenos “ganados” al río. En nuestra sociedad, la imaginación colectiva se comporta
como si se creyese que la existencia misma de la Ciudad borrara las leyes de
la naturaleza. Es decir, como si los habitantes de Buenos Aires pensaran que la
artificialización del medio provocada por una gran ciudad va mucho más allá del
cubrimiento del suelo o los desagües naturales por una capa de cemento.
No hemos visto que nadie afirmara explícitamente que los
mecanismos naturales dejan de regir dentro de la Ciudad , pero las
concepciones sobre este tema lo sugieren a cada momento. En este lugar donde
“las manzanas no huelen” (como dice Joan Manuel Serrat), donde se corta un
árbol para descubrir un cartel, donde se piensa que el destino de la basura es
desaparecer cada noche y donde pueden pasarse semanas sin ver el horizonte, la
gente deja de percibir la naturaleza. A veces preguntamos a nuestros cursos en
qué fase de la Luna
estamos o hacia dónde queda el Norte. Es sorprendente la poca gente que puede
responder estas preguntas elementales.
Al mismo tiempo, es sugestiva la cantidad de estudiantes
universitarios que no sabe desde qué punto cardinal sale el sol. ¿Cómo pedirle
entonces al habitante de esta ciudad que sepa distinguir en esa pendiente el
valle de inundación de un arroyo entubado? ¿Cómo pedirle, siquiera, que
recuerde que ese arroyo existe bajo sus pies? Desde el punto de vista
profesional, este tema (como todos los temas ambientales) requiere un abordaje
transdisciplinario. Sin embargo, no nos enseñan las ciencias para articularlas
entre sí, sino para profundizar las diferencias entre unas y otras. Hay,
entonces, razones epistemológicas que nos dificultan la comprensión integral
del problema.
Pero también hay razones burocráticas que dificultan una
gestión integradora. Cuando hablamos de planeamiento nos referimos, por
supuesto, al rol del Estado. El modelo de Estado napoleónico que heredamos está
basado en la infinita división de las competencias en numerosas unidades
políticas-administrativas sin ningún contacto entre sí.
En última instancia, es imagen especular de la división de
la ciencia en pequeños espacios investigables en marcha hacia la
ultraespecialización. Atender estos temas requiere formas integradoras de
pensar la ciencia y la gestión urbana.
Una mayor percepción de los mecanismos de la naturaleza y la
forma en que actúan dentro de una gran ciudad podrían llevarnos a modificar
nuestras prioridades urbanas. Nuestra sociedad debería revisar sus políticas de
administración territorial. En particular, tendríamos que reconsiderar los
criterios por los cuales pensamos que la relación entre beneficios y costos es
siempre favorable cada vez que se urbanizan terrenos bajos e inundables.
Por lo menos generar alguna duda la próxima vez que se
planteen obras de esa índole. Complementariamente, revisar si el criterio
puramente económico es el mejor (o el único) al considerar obras y estrategias
urbanas que afectan profundamente la vida de las personas.
Cuando hablo de revisar, no estoy hablando solamente de los
decisores políticos. Sólo la participación ciudadana puede orientar maneras diferentes
de pensar las cosas. En consecuencia, el tema de las inundaciones urbanas no es
sólo un problema puntual, sino que hace mucho más a nuestra forma de percibir
la naturaleza que a la calidad de la infraestructura que tenemos.
En todo caso, la infraestructura refleja las concepciones
que tienen sobre la relación naturaleza-sociedad las personas que la piden, la
contratan o la diseñan. Lo que aquí ocurre es, además del problema visible, el
indicador de un desajuste muy profundo que existe en la relación de nuestra
cultura con la naturaleza. Si logramos que suficientes personas comiencen a
pensar de otra forma esa relación, los libros como éste habrán cumplido su
objetivo.
Fuente:
Antonio Elio Brailovsky, ¿Por qué las inundaciones?, 04/04/13, mano de mandioca.
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