En 1947 durante la primera presidencia de Perón, fueron
masacrados cerca de mil indígenas pilagá en Rincón Bomba, Formosa.
Plazademayo.com tuvo la oportunidad de entrevistar a una testigo.
por Gabriel Levinas y Marina Dragonetti
La masacre de Rincón Bomba es uno de los acontecimientos más
ignorados de la historia reciente. El hecho ocurrió en 1947, en un pequeño
paraje cercano a la localidad formoseña de Las Lomitas. Cuenta la versión
oficial que en marzo de ese año miles de familias pilagás, tobas, mocovíes y
wichís emprendieron un largo periplo desde Las Lomitas hasta Tartagal con la
promesa de conseguir trabajo en el Ingenio San Martín de El Tabacal, propiedad
de Robustiniano Patrón Costas. La oferta para los hombres, mujeres y niños de
seis pesos por día, pronto se convirtió en un fraude cuando solo les pagaron 2,50 pesos por su trabajo en el cañaberal. Los braceros protestaron, pero nadie
los escuchó. Al poco tiempo, Patrón Costas ordenó echarlos y los indígenas
tuvieron que iniciar su vuelta hacia Formosa. El largo viaje, las altas
temperaturas, la falta de comida y agua dejaron a las familas deshauciadas
cuando finalmente arribaron a Rincón Bomba. En esa época, Formosa todavía
formaba parte del territorio nacional y la flamante Gendarmería comenzaba a
conquistar los territorios prácticamente despoblados del norte. El rumor de la
estafa que habían sufrido los indios y su crítica situación corría por las
calles de Las Lomitas entre los pocos pobladores que había. Ignorados y enfermos,
los caciques Nola Lagadick, “Pablito” Paulo Navarro y Luciano Córdoba pidieron
asistencia a la Comisión
de Fomento y al Escuadrón 18 de Gendarmería Nacional. Al llegar la noticia a
Buenos Aires, Perón envió tres vagones de alimento, ropa y medicinas a la
ciudad de Formosa. Cuando por fin llegaron hasta el paraje, los alimentos
estaban en estado de putrefacción y, como consecuencia, alrededor de 50
indígenas murieron. Frente a la indignación, las tribus se sublevaron,
Gendarmería sitió el campamento pilagá y el resultado fue el último genocidio
conocido en nuestro país.
Pocos testimonios quedan de ese terrible capítulo de la
historia indígena. El de Marta Clelia Bardeani es uno de ellos: “mi papá
pertenecía al Ejército, cuando salió del Colegio Militar fue destinado a Paraná
y luego a Formosa, ahí es donde conoció a mi mamá. Cuando se creó Gendarmería
él se retiró para trabajar con mi abuelo, uno de los primeros pobladores de
Formosa. Un sirio de apellido Tomás”. Sentada en la farmacia de su hija en
Villa Crespo, Marta ofrece su relato, que narra con una voz suave pero firme.
Un relato que contiene la quintaescencia de lo que se creía perdido para
siempre: “Al poco tiempo, mi abuelo se fundió por distintas razones: tenía unos
hijos muy mal criados, todos estudiando acá en Buenos Aires -con lo que
implicaba eso económicamente-; a la facultad se iba con traje a medida y lo
hundieron al viejo. Aparte de la enfermedad de mi abuela, que murió joven, y
que se hacía atender también en Buenos Aires. Esas cosas hicieron que nos
fuéramos a vivir a un campito a dos leguas de Ibarreta. Ahí tenían algunos
animales y ovejas. El campo lo atendían los capataces y peones. No había forma
de salir de ahí, no había un peso, era época de sequía, el animal no valía
nada, había que llevar los animales arreando hasta Salta para venderlos y nadie
se los quería comprar”. Corría el año ’38 y la recién creada Gendarmería
comenzaba a extender su dominio territorial siguiendo el recorrido del
ferrocarril: Comandante Fontana y más tarde, Las Lomitas serían los primeros
destinos la zona. Ya instalada en esa localidad, la familia Bardeani tenía que
procurarse los medios para vivir: “Nosotros estábamos a dos cuadras de la
estación del ferrocarril, en el cuartel solo vivía el personal y después cada
uno se tenía que conseguir su ranchito. Era muy chico, no había luz, no había
nada. Todo el pueblito estaba alrededor de la estación. Era todo de tierra el
camino. No había bancos, todos lo meses tenía que ir mi papá hasta Formosa para
retirar el dinero y pagar al personal, que estaba desparramado en distintos
puestos. Había un camioncito que cuando los caminos estaban buenos se usaba,
sino iba en carro. Cuando volvía de toda la recorrida, tenía que salir a buscar
el próximo sueldo”.
Por la cercanía a las tolderías, Las Lomitas era un lugar de
paso frecuente para los pilagá: las mujeres recorrían las calles de tierra con
sus hijos envueltos en la yica, algunos iban con sus burros ofreciendo leña,
otros trabajaban en las casas de familias criollas. “Yo recuerdo a Ignacio, que
era un pilagá que trabajaba en casa. Me regalaba gallinitas del monte -que las
criaba yo guachitas y me seguían como si fueran un perrito- y pulseritas de
mostacilla, porque en casa se le daba ropa, comida, trabajo. También había un
chico indio que era renguito, parece que el tren le había pisado un pie y
entonces lo llevaron al médico de Gendarmería y como tenía una infección lo
tenían que amputar y el padre dijo: ‘No, de ninguna manera, yo me lo llevo, yo
lo voy a curar’. Al tiempo viene el tipo y mi papá lo empleó para que le cebara
mate, así como un che pibe. Le preguntaron al indio cómo lo había curado
-porque era una curiosidad- … yo después de mucho tiempo vi cómo se hacía la
penicilina con esa especie de barro fermentado ¿vió? Bueno, con ese barro lo
había curado, era el principio de la penicilina”.
Marta conserva algunas fotografías de esa época. Las
imágenes muestran a los últimos pilagá a orillas de un Pilcomayo color sepia,
con el torso desnudo y unas enormes redes en las que atraparían algún surubí.
Quizás alguno de ellos sería uno de los cientos de pilagá enterrados bajo el
misterio de lo que ocurrió en Rincón Bomba.
“Lo que yo sé es lo que me contó mi padre. Los indios no
votaban antes, entonces ése fue un modo de conquistarlos para que le dieran el
voto”, opina Marta sobre los motivos del generoso cargamento enviado por Perón
al lugar. “Traían harina, azúcar, polenta… todo en grandes bolsas. Fue una sola
entrega. Las bolsas no se la daban directamente a los indios, iban a las
tolderías y ahí las dejaban. A raíz de tener tanta comida, la gente comió de
más, o la comida estaba mal cocida”. Como vivían de la caza, la pesca y la
recolección de los frutos que les daba el monte, no sabían cómo preparar los
alimentos. Como resultado, algunos indios se indigestaron y murieron. Marta
asegura que fue un mal entendido lo que dió lugar al conflicto: “vino un
religioso del Paraguay, agarró a los caciques de toda la línea de Formosa y les
dijo que la comida estaba envenenada. Entonces ellos pensaron que Gendarmería
los había envenenado a propósito. Se empezaron a juntar de todos lados, de
Formosa hasta los de Salta. Vinieron ahí y acamparon en la loma, cerquita del
pueblo. El cacique tenía un chasqui que le mandaba un ultimátum al jefe de
Gendarmería. Les decía que iban a atacar al pueblo: ‘¿estás listo comarante?’
le decía un papelito firmado por el cacique Pablito”.
El peligro de un nuevo malón se hacía inminente. La última
invasión que recordaban los lugareños había ocurrido unos 20 años atrás en el
fortín de Yuncá. La única vía de comunicación que había era el equipo de radio
de la Gendarmería.
Cuando la noticia llegó a Buenos Aires, corrió la alarma
entre los jefes de Gendarmería y ordenaron la construcción de una pista de
aterrizaje en el lugar para lo cual, enviaron máquinas desde Ibarreta donde se
encontraba el equipo caminero y pontonero. “Como se iban acercando los indios,
cantando para avanzar sobre el pueblo; mi mamá tomó el tren con nosotros y nos
fuimos a Formosa, donde estaba mi familia”. Los Bardeani, sin embargo, fueron
de los pocos que abandonaron el lugar: “nadie pensó que era algo grave. Los
emboscaron con fardos de alfalfa y que yo sepa, lo único que tiraron fue
bengalas con estruendo”. Un descenlace algo diferente del que sostienen quienes
documentaron lo ocurrido. El cacique Pablito habría pedido una reunión con el
comandante de la
Gendarmería. Cientos de gendarmes concurrieron armados al
encuentro y dispararon contra los niños, mujeres y hombres que se encontraban a
campo abierto.
Los recuerdos de Marta son difusos, entrecortados. Una gran
parte de ellos fueron reconstruídos a partir del relato de su padre. Hoy muchos
años después, la familia de esta testigo cree que su padre y el resto de los
gendarmes les ocultaron la verdadera historia, que terminó con la muerte de
1000 pilagás. La otra, la que quedó en su memoria tuvo otro final: “Después
volvió el indio, volvimos nosotros, volvió Ignacio a trabajar a casa. Y mi mamá
que era medio novelera le dijo:
- ¿Ignacio, vos hubieras sido capaz de matar a mis
chiquitos?
- Noooo, cacique Pablito siendo loco, dijo Ignacio.
- ¿Y dónde estaban cuando desaparecieron?
- Estábamos chataditos en el monte, le respondió".
Fuente:
Gabriel Levinas y Marina Dragonetti, La comida que mata, 06/09/12, Plazademayo.com.
para refrescar la memoria de algunos.........................
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