lunes, 10 de septiembre de 2012

La comida que mata


En 1947 durante la primera presidencia de Perón, fueron masacrados cerca de mil indígenas pilagá en Rincón Bomba, Formosa. Plazademayo.com tuvo la oportunidad de entrevistar a una testigo.

por Gabriel Levinas y Marina Dragonetti

La masacre de Rincón Bomba es uno de los acontecimientos más ignorados de la historia reciente. El hecho ocurrió en 1947, en un pequeño paraje cercano a la localidad formoseña de Las Lomitas. Cuenta la versión oficial que en marzo de ese año miles de familias pilagás, tobas, mocovíes y wichís emprendieron un largo periplo desde Las Lomitas hasta Tartagal con la promesa de conseguir trabajo en el Ingenio San Martín de El Tabacal, propiedad de Robustiniano Patrón Costas. La oferta para los hombres, mujeres y niños de seis pesos por día, pronto se convirtió en un fraude cuando solo les pagaron 2,50 pesos por su trabajo en el cañaberal. Los braceros protestaron, pero nadie los escuchó. Al poco tiempo, Patrón Costas ordenó echarlos y los indígenas tuvieron que iniciar su vuelta hacia Formosa. El largo viaje, las altas temperaturas, la falta de comida y agua dejaron a las familas deshauciadas cuando finalmente arribaron a Rincón Bomba. En esa época, Formosa todavía formaba parte del territorio nacional y la flamante Gendarmería comenzaba a conquistar los territorios prácticamente despoblados del norte. El rumor de la estafa que habían sufrido los indios y su crítica situación corría por las calles de Las Lomitas entre los pocos pobladores que había. Ignorados y enfermos, los caciques Nola Lagadick, “Pablito” Paulo Navarro y Luciano Córdoba pidieron asistencia a la Comisión de Fomento y al Escuadrón 18 de Gendarmería Nacional. Al llegar la noticia a Buenos Aires, Perón envió tres vagones de alimento, ropa y medicinas a la ciudad de Formosa. Cuando por fin llegaron hasta el paraje, los alimentos estaban en estado de putrefacción y, como consecuencia, alrededor de 50 indígenas murieron. Frente a la indignación, las tribus se sublevaron, Gendarmería sitió el campamento pilagá y el resultado fue el último genocidio conocido en nuestro país.

Pocos testimonios quedan de ese terrible capítulo de la historia indígena. El de Marta Clelia Bardeani es uno de ellos: “mi papá pertenecía al Ejército, cuando salió del Colegio Militar fue destinado a Paraná y luego a Formosa, ahí es donde conoció a mi mamá. Cuando se creó Gendarmería él se retiró para trabajar con mi abuelo, uno de los primeros pobladores de Formosa. Un sirio de apellido Tomás”. Sentada en la farmacia de su hija en Villa Crespo, Marta ofrece su relato, que narra con una voz suave pero firme. Un relato que contiene la quintaescencia de lo que se creía perdido para siempre: “Al poco tiempo, mi abuelo se fundió por distintas razones: tenía unos hijos muy mal criados, todos estudiando acá en Buenos Aires -con lo que implicaba eso económicamente-; a la facultad se iba con traje a medida y lo hundieron al viejo. Aparte de la enfermedad de mi abuela, que murió joven, y que se hacía atender también en Buenos Aires. Esas cosas hicieron que nos fuéramos a vivir a un campito a dos leguas de Ibarreta. Ahí tenían algunos animales y ovejas. El campo lo atendían los capataces y peones. No había forma de salir de ahí, no había un peso, era época de sequía, el animal no valía nada, había que llevar los animales arreando hasta Salta para venderlos y nadie se los quería comprar”. Corría el año ’38 y la recién creada Gendarmería comenzaba a extender su dominio territorial siguiendo el recorrido del ferrocarril: Comandante Fontana y más tarde, Las Lomitas serían los primeros destinos la zona. Ya instalada en esa localidad, la familia Bardeani tenía que procurarse los medios para vivir: “Nosotros estábamos a dos cuadras de la estación del ferrocarril, en el cuartel solo vivía el personal y después cada uno se tenía que conseguir su ranchito. Era muy chico, no había luz, no había nada. Todo el pueblito estaba alrededor de la estación. Era todo de tierra el camino. No había bancos, todos lo meses tenía que ir mi papá hasta Formosa para retirar el dinero y pagar al personal, que estaba desparramado en distintos puestos. Había un camioncito que cuando los caminos estaban buenos se usaba, sino iba en carro. Cuando volvía de toda la recorrida, tenía que salir a buscar el próximo sueldo”.

Por la cercanía a las tolderías, Las Lomitas era un lugar de paso frecuente para los pilagá: las mujeres recorrían las calles de tierra con sus hijos envueltos en la yica, algunos iban con sus burros ofreciendo leña, otros trabajaban en las casas de familias criollas. “Yo recuerdo a Ignacio, que era un pilagá que trabajaba en casa. Me regalaba gallinitas del monte -que las criaba yo guachitas y me seguían como si fueran un perrito- y pulseritas de mostacilla, porque en casa se le daba ropa, comida, trabajo. También había un chico indio que era renguito, parece que el tren le había pisado un pie y entonces lo llevaron al médico de Gendarmería y como tenía una infección lo tenían que amputar y el padre dijo: ‘No, de ninguna manera, yo me lo llevo, yo lo voy a curar’. Al tiempo viene el tipo y mi papá lo empleó para que le cebara mate, así como un che pibe. Le preguntaron al indio cómo lo había curado -porque era una curiosidad- … yo después de mucho tiempo vi cómo se hacía la penicilina con esa especie de barro fermentado ¿vió? Bueno, con ese barro lo había curado, era el principio de la penicilina”.


Marta conserva algunas fotografías de esa época. Las imágenes muestran a los últimos pilagá a orillas de un Pilcomayo color sepia, con el torso desnudo y unas enormes redes en las que atraparían algún surubí. Quizás alguno de ellos sería uno de los cientos de pilagá enterrados bajo el misterio de lo que ocurrió en Rincón Bomba.

Lo que yo sé es lo que me contó mi padre. Los indios no votaban antes, entonces ése fue un modo de conquistarlos para que le dieran el voto”, opina Marta sobre los motivos del generoso cargamento enviado por Perón al lugar. “Traían harina, azúcar, polenta… todo en grandes bolsas. Fue una sola entrega. Las bolsas no se la daban directamente a los indios, iban a las tolderías y ahí las dejaban. A raíz de tener tanta comida, la gente comió de más, o la comida estaba mal cocida”. Como vivían de la caza, la pesca y la recolección de los frutos que les daba el monte, no sabían cómo preparar los alimentos. Como resultado, algunos indios se indigestaron y murieron. Marta asegura que fue un mal entendido lo que dió lugar al conflicto: “vino un religioso del Paraguay, agarró a los caciques de toda la línea de Formosa y les dijo que la comida estaba envenenada. Entonces ellos pensaron que Gendarmería los había envenenado a propósito. Se empezaron a juntar de todos lados, de Formosa hasta los de Salta. Vinieron ahí y acamparon en la loma, cerquita del pueblo. El cacique tenía un chasqui que le mandaba un ultimátum al jefe de Gendarmería. Les decía que iban a atacar al pueblo: ‘¿estás listo comarante?’ le decía un papelito firmado por el cacique Pablito”.

El peligro de un nuevo malón se hacía inminente. La última invasión que recordaban los lugareños había ocurrido unos 20 años atrás en el fortín de Yuncá. La única vía de comunicación que había era el equipo de radio de la Gendarmería. Cuando la noticia llegó a Buenos Aires, corrió la alarma entre los jefes de Gendarmería y ordenaron la construcción de una pista de aterrizaje en el lugar para lo cual, enviaron máquinas desde Ibarreta donde se encontraba el equipo caminero y pontonero. “Como se iban acercando los indios, cantando para avanzar sobre el pueblo; mi mamá tomó el tren con nosotros y nos fuimos a Formosa, donde estaba mi familia”. Los Bardeani, sin embargo, fueron de los pocos que abandonaron el lugar: “nadie pensó que era algo grave. Los emboscaron con fardos de alfalfa y que yo sepa, lo único que tiraron fue bengalas con estruendo”. Un descenlace algo diferente del que sostienen quienes documentaron lo ocurrido. El cacique Pablito habría pedido una reunión con el comandante de la Gendarmería. Cientos de gendarmes concurrieron armados al encuentro y dispararon contra los niños, mujeres y hombres que se encontraban a campo abierto.

Los recuerdos de Marta son difusos, entrecortados. Una gran parte de ellos fueron reconstruídos a partir del relato de su padre. Hoy muchos años después, la familia de esta testigo cree que su padre y el resto de los gendarmes les ocultaron la verdadera historia, que terminó con la muerte de 1000 pilagás. La otra, la que quedó en su memoria tuvo otro final: “Después volvió el indio, volvimos nosotros, volvió Ignacio a trabajar a casa. Y mi mamá que era medio novelera le dijo:

- ¿Ignacio, vos hubieras sido capaz de matar a mis chiquitos?
- Noooo, cacique Pablito siendo loco, dijo Ignacio.
- ¿Y dónde estaban cuando desaparecieron?
- Estábamos chataditos en el monte, le respondió".

Fuente:
Gabriel Levinas y Marina Dragonetti, La comida que mata, 06/09/12, Plazademayo.com.

2 comentarios:

  1. para refrescar la memoria de algunos.........................

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  2. para refrescar la memoria de algunos.........................

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