domingo, 9 de septiembre de 2012

El drama de la llanura inundada

El policía Julián Villarruel encabeza la marcha hacia Santa Isabel; lleva provisiones para 50 pobladores aislados. Foto: La Nación/ Santiago Hafford

Santa Isabel, un paraje que quedó aislado por el agua.

por Valeria Musse

Agua y más agua. Alcanza con mirar en cualquier dirección para ver siempre el mismo paisaje desolador. Y allí, en medio de la nada, rodeados por el agua, quedaron atrapados unos 50 habitantes del paraje Santa Isabel. Aislados y a kilómetros de distancia de la cabecera de ese partido, uno de los 17 distritos inundados que ya suman 10 millones de hectáreas bajo el agua en la provincia de Buenos Aires.

General Alvear queda a unos 230 kilómetros de Buenos Aires, hacia el Oeste por la ruta 205 y la 51, y desde allí hay que andar otros cuantos, que sólo se pueden recorrer a caballo, para llegar a Santa Isabel.

De las 330.000 hectáreas del área rural de General Alvear, 90.000 están situadas en ese paraje y casi todas resultaron anegadas. "La inundación hizo estragos", cuenta el intendente Alejandro Cellillo (UCR), que no dudó en montarse sobre un tordillo para recorrer, junto a La Nación, los campos anegados que cercan a Santa Isabel.

Algunos de esos pobladores rurales pudieron escapar hacia un lugar más seguro y más seco, pero otros fueron vencidos por el agua y el anegamiento de los caminos. Sólo la asistencia policial y comunal les permite, hoy, conseguir alimentos y medicación.

La red de caminos vecinales quedó también bajo el agua, que hizo estragos en las alcantarillas y los desagües. Algunos puentes fueron arrastrados por la corriente.

Desde el lomo de un caballo, que marcha a paso lento con el agua a la altura del vientre, es imposible saber si uno marcha sobre la traza del camino o a campo traviesa.

Tampoco hay forma de saber dónde empieza una propiedad y dónde termina otra. Hasta los alambrados fueron arrastrados por ese mar que apareció de golpe en donde hasta ayer sólo había pampa.

Una isla
"¡Qué le vamos a hacer! Estamos resignados", repetía Omar Núñez, de 69 años. Su hogar hoy es una isla solitaria. Allí están él y su esposa, solos. A más de 70 kilómetros de la ciudad cabecera del partido.

En condiciones normales, llegar hasta el centro de la ciudad les insume una hora, como mucho. Pero si ahora les surge una emergencia demoraran más de tres horas en llegar a la ciudad.

Desde que, en 1969, Núñez arribó con sus padres a General Alvear, provenientes de la localidad chubutense de Río Pico, nunca se quiso ir de ese lugar. Y ni la peor de las inundaciones, como lo es ésta, le iba a cambiar el pensamiento. Su mujer, María Cristina Ferreyra, de 60 años, coincidió y fue por más: "Jamás se nos cruzó la idea de irnos. Ni siquiera pudo la insistencia de nuestras tres hijas".

Hubo, sin embargo, un intento, algo loco, para salir del lugar. A Omar se le ocurrió que sería bueno construir una balsa con cuatro cubiertas y algunas maderas, pero la idea no prosperó. "Ya no estamos en edad para eso", se rió su señora.

Pese a que el agua no alcanzó a ingresar en el establecimiento 30 de Febrero, ir a visitar a Omar y a María Cristina es una travesía de riesgo.

La única forma de llegar a ellos -la misma que deberían adoptar si necesitaran viajar a la ciudad- es a caballo durante algunas horas.

En el camino hacia el campo en el que viven hay que atravesar lagunas de hasta un metro de profundidad. Son pocos los tramos donde hay algo de tierra firme. El barro y los restos de la siembra dificultan también el paso. El agua está fría, muy fría, y en algunos tramos, aun sobre el lomo de los caballos, supera la altura de rodillas.

La pareja parece feliz, aún a sabiendas que les resta poco gas para calentar agua, por lo que tienen que racionar el uso del termotanque. Ambos están medicados y necesitan atención médica.

"Por suerte me trajeron los remedios", agradeció el hombre, eufórico al ver la caravana de la que fue parte La Nación, comandada por el teniente de la policía bonaerense Julían Villarruel, jefe de la patrulla rural de la zona.

Núñez padece policitemia vera, una enfermedad que afecta la sangre y que requiere controles periódicos. Su esposa, en tanto, tiene lupus y también necesita realizarse chequeos médicos.

Villarruel, de perfil bajo y pocas palabras, fue el primero que se vistió con la ropa de fajina y comanda los operativos diarios para abastecer a los vecinos aislados.

Junto a Julián, como lo llaman todos en el campo, trabaja Ricardo Rosales, "El Pocho", para los vecinos, que tuvo que ser evacuado porque el agua ingresó en su "bolichito".

Desde hace más de 10 días se aloja en la jefatura departamental, pero los problemas no le impiden ser solidario para con quienes no tienen la facilidad de trasladarse "de a caballo".

El "Bolichito"
Luego de unos 45 minutos de cabalgata por lugares intransitables aun para una camioneta 4x4, se llega al bar de Rosales.

Dentro se respiraba el aire de campo. La humedad que había quedado como resaca de la inundación no lograba cubrir la esencia del lugar. Las mesas y sillas levantadas le recordaban que el agua había estado allí y en su mirada se notaban las ganas por retornar.

"¡El Gauchito Gil se tuvo que arremangar!", le bromeó el teniente Villarruel al referirse a la imagen que tiene el baqueano en el fondo de la pulpería.

De las 330 mil hectáreas que posee el municipio en el área rural, unas 90 mil están ubicadas en el paraje Santa Isabel y casi todas resultaron anegadas. "Las inundaciones hicieron estrago en la comunidad, por lo que fue necesario conformar un programa de asistencia", explicó a La Nación el intendente Alejandro Cellillo (UCR), otro que no dudó en montarse sobre el lomo de un tordillo para recorrer los campos anegados.

La emergencia hídrica es tan dramática que 22 instituciones educativas rurales, a los que asisten 184 jóvenes y chicos, tuvieron que suspender los cursos. "Y olvidate de que en el paraje vuelva a haber clases este año", dice el jefe comunal, resignado.

La estancia de Sara Artola, que con sus 81 años es la vecina más longeva de la pequeña comunidad, se estableció como base para acopiar los alimentos y medicamentos de la asistencia.

Cada día, y de acuerdo con sus necesidades, las familias, como la de Leguizamón y de Andreoli, viajan durante horas para hacerse de la ayuda.

Luego, y tras cargar las alforjas con los víveres, los vecinos retoman el tedioso y peligroso viaje.

Orgullosa, la anfitriona enfatiza ante La Nación: "¡Cómo no voy a ayudar a la gente!" Ella es un ejemplo de la solidaridad que rodea, tanto como el agua, a los vecinos del paraje Santa Isabel.

Fuente:
Valeria Musse, El drama de la llanura inundada, 09/09/12, La Nación. Consultado 10/09/12.

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