El policía Julián Villarruel encabeza la marcha hacia Santa Isabel; lleva provisiones para 50 pobladores aislados. Foto: La Nación/ Santiago Hafford |
Santa Isabel, un paraje que quedó aislado por el agua.
por Valeria Musse
Agua y más agua. Alcanza con mirar en cualquier dirección
para ver siempre el mismo paisaje desolador. Y allí, en medio de la nada,
rodeados por el agua, quedaron atrapados unos 50 habitantes del paraje Santa
Isabel. Aislados y a kilómetros de distancia de la cabecera de ese partido, uno
de los 17 distritos inundados que ya suman 10 millones de hectáreas bajo el
agua en la provincia de Buenos Aires.
General Alvear queda a unos 230 kilómetros de
Buenos Aires, hacia el Oeste por la ruta 205 y la 51, y desde allí hay que
andar otros cuantos, que sólo se pueden recorrer a caballo, para llegar a Santa
Isabel.
De las 330.000 hectáreas del área rural de General
Alvear, 90.000 están situadas en ese paraje y casi todas resultaron anegadas.
"La inundación hizo estragos", cuenta el intendente Alejandro
Cellillo (UCR), que no dudó en montarse sobre un tordillo para recorrer, junto
a La Nación ,
los campos anegados que cercan a Santa Isabel.
Algunos de esos pobladores rurales pudieron escapar hacia un
lugar más seguro y más seco, pero otros fueron vencidos por el agua y el
anegamiento de los caminos. Sólo la asistencia policial y comunal les permite,
hoy, conseguir alimentos y medicación.
La red de caminos vecinales quedó también bajo el agua, que
hizo estragos en las alcantarillas y los desagües. Algunos puentes fueron
arrastrados por la corriente.
Desde el lomo de un caballo, que marcha a paso lento con el
agua a la altura del vientre, es imposible saber si uno marcha sobre la traza
del camino o a campo traviesa.
Tampoco hay forma de saber dónde empieza una propiedad y
dónde termina otra. Hasta los alambrados fueron arrastrados por ese mar que
apareció de golpe en donde hasta ayer sólo había pampa.
Una isla
"¡Qué le vamos a hacer! Estamos resignados",
repetía Omar Núñez, de 69 años. Su hogar hoy es una isla solitaria. Allí están
él y su esposa, solos. A más de 70 kilómetros de la ciudad cabecera del
partido.
En condiciones normales, llegar hasta el centro de la ciudad
les insume una hora, como mucho. Pero si ahora les surge una emergencia
demoraran más de tres horas en llegar a la ciudad.
Desde que, en 1969, Núñez arribó con sus padres a General
Alvear, provenientes de la localidad chubutense de Río Pico, nunca se quiso ir
de ese lugar. Y ni la peor de las inundaciones, como lo es ésta, le iba a
cambiar el pensamiento. Su mujer, María Cristina Ferreyra, de 60 años,
coincidió y fue por más: "Jamás se nos cruzó la idea de irnos. Ni siquiera
pudo la insistencia de nuestras tres hijas".
Hubo, sin embargo, un intento, algo loco, para salir del
lugar. A Omar se le ocurrió que sería bueno construir una balsa con cuatro
cubiertas y algunas maderas, pero la idea no prosperó. "Ya no estamos en
edad para eso", se rió su señora.
Pese a que el agua no alcanzó a ingresar en el
establecimiento 30 de Febrero, ir a visitar a Omar y a María Cristina es una travesía
de riesgo.
La única forma de llegar a ellos -la misma que deberían
adoptar si necesitaran viajar a la ciudad- es a caballo durante algunas horas.
En el camino hacia el campo en el que viven hay que
atravesar lagunas de hasta un metro de profundidad. Son pocos los tramos donde
hay algo de tierra firme. El barro y los restos de la siembra dificultan
también el paso. El agua está fría, muy fría, y en algunos tramos, aun sobre el
lomo de los caballos, supera la altura de rodillas.
La pareja parece feliz, aún a sabiendas que les resta poco
gas para calentar agua, por lo que tienen que racionar el uso del termotanque.
Ambos están medicados y necesitan atención médica.
"Por suerte me trajeron los remedios", agradeció
el hombre, eufórico al ver la caravana de la que fue parte La Nación , comandada por el
teniente de la policía bonaerense Julían Villarruel, jefe de la patrulla rural
de la zona.
Núñez padece policitemia vera, una enfermedad que afecta la
sangre y que requiere controles periódicos. Su esposa, en tanto, tiene lupus y
también necesita realizarse chequeos médicos.
Villarruel, de perfil bajo y pocas palabras, fue el primero
que se vistió con la ropa de fajina y comanda los operativos diarios para
abastecer a los vecinos aislados.
Junto a Julián, como lo llaman todos en el campo, trabaja
Ricardo Rosales, "El Pocho", para los vecinos, que tuvo que ser
evacuado porque el agua ingresó en su "bolichito".
Desde hace más de 10 días se aloja en la jefatura
departamental, pero los problemas no le impiden ser solidario para con quienes
no tienen la facilidad de trasladarse "de a caballo".
El "Bolichito"
Luego de unos 45 minutos de cabalgata por lugares
intransitables aun para una camioneta 4x4, se llega al bar de Rosales.
Dentro se respiraba el aire de campo. La humedad que había
quedado como resaca de la inundación no lograba cubrir la esencia del lugar.
Las mesas y sillas levantadas le recordaban que el agua había estado allí y en
su mirada se notaban las ganas por retornar.
"¡El Gauchito Gil se tuvo que arremangar!", le
bromeó el teniente Villarruel al referirse a la imagen que tiene el baqueano en
el fondo de la pulpería.
De las 330 mil hectáreas que posee el municipio en el área
rural, unas 90 mil están ubicadas en el paraje Santa Isabel y casi todas
resultaron anegadas. "Las inundaciones hicieron estrago en la comunidad,
por lo que fue necesario conformar un programa de asistencia", explicó a La Nación el intendente
Alejandro Cellillo (UCR), otro que no dudó en montarse sobre el lomo de un
tordillo para recorrer los campos anegados.
La emergencia hídrica es tan dramática que 22 instituciones
educativas rurales, a los que asisten 184 jóvenes y chicos, tuvieron que
suspender los cursos. "Y olvidate de que en el paraje vuelva a haber clases
este año", dice el jefe comunal, resignado.
La estancia de Sara Artola, que con sus 81 años es la vecina
más longeva de la pequeña comunidad, se estableció como base para acopiar los
alimentos y medicamentos de la asistencia.
Cada día, y de acuerdo con sus necesidades, las familias,
como la de Leguizamón y de Andreoli, viajan durante horas para hacerse de la
ayuda.
Luego, y tras cargar las alforjas con los víveres, los
vecinos retoman el tedioso y peligroso viaje.
Orgullosa, la anfitriona enfatiza ante La Nación : "¡Cómo no voy
a ayudar a la gente!" Ella es un ejemplo de la solidaridad que rodea,
tanto como el agua, a los vecinos del paraje Santa Isabel.
Fuente:
Valeria Musse, El drama de la llanura inundada, 09/09/12, La Nación. Consultado 10/09/12.
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