Les dicen “los venidos”: hace años llegaron a las sierras cordobesas desde las grandes ciudades del país. Hoy son vecinos que, movilizados por la inmensidad de la tragedia, asisten a los afectados y a los bomberos voluntarios. En Córdoba se sumaron a brigadas comunitarias para cuidar lo que nadie cuidaba: el monte nativo y las cuencas de agua que nacen en las sierras. Son autoconvocados. Es ingenuo creer que este desastre es accidental. Se necesita tiempo, material seco, bidones de nafta y una logística que indique cuándo y dónde prender. El objetivo parece claro: eliminar el bosque nativo, cambiar el uso del suelo y empujar un poco más la frontera inmobiliaria o agropecuaria.
Por Laura Hintze
En la plaza de Luyaba, en el Valle de Traslasierra, se mezcla el olor a empanada frita y a la bosta de caballo. En la iglesia, misa: el martes 24 de septiembre de 2024 la comuna festeja el día de su Patrona, la Virgen de La Merced. Está por largar la procesión y el desfile gaucho. Más tarde habrá peña. Los vecinos llegan en chata, en sulky y en moto desde toda la región sur de Traslasierra. Las casas que rodean la plaza abren sus puertas, venden pollo y choripán, fernet y pritiao, un clásico trago cordobés combina gaseosa de limón Pritty, vino tinto y hielo. Los pibes y pibas corren por la plaza y compran un montón de pavadas en la feria. Algunos disfrutan los inflables, otros las calesitas que se arman por única vez en el año. El incendio no llegó a Luyaba. Allí se esparce el fuego varias veces al año: algunos incendios más pequeños y otros desastrosos. Pero ahora, a algunos kilómetros de ahí, el fuego avanza altísimo, carbonizando hectáreas de bosque, devorando casas y animales.
Hace cuatro años, la noche del 9 de octubre de 2020, los vecinos y vecinas se encontraron espontáneamente en esa misma plaza. El fuego había comenzado un día antes, en la zona del Bajo y ya lo tenían encima. Desde La Población, a dos localidades de distancia, había llegado un grupo de gente agitada, con borcegos, cascos y mochilas. Esa fue la primera vez que Celeste los vio. Como quien viene del futuro, a ayudarlos a prepararse para lo que vendría, traían algo que tenían para enseñar. Los brigadistas del Valle de Traslasierra empezaban a organizarse y articular con otras brigadas y con los bomberos voluntarios. Empezaban a familiarizarse con las herramientas, aprendían a evaluar los territorios, a interpretar imágenes satelitales y analizar condiciones atmosféricas. Hablaron con los paisanos, conocieron la vegetación, el clima y cada rincón de las sierras. Sabían qué necesitan las Bases Operativas de las brigadas: cargar celulares, comida nutritiva, medicamentos básicos contra las quemaduras, buscar duchas y camas en la zona.
Celeste lleva cuatro años trabajando en una brigada. Desde entonces, en 2024, ya presenció unos diecisiete incendios. Algunos más grandes y destructivos que otros. Y asegura que solo uno de los diecisiete fue originado de forma natural: un rayo cayó en las sierras de Merlo, San Luis, en 2021 y se extendió varios kilómetros cerro arriba.
—Y si lo llevás a la provincia, en todos estos años, creo que es el único en miles de incendios —calcula.
Algunos fuegos pueden ser accidentales. Una brasa mal apagada, un cigarrillo, un poste de luz tirado por el viento. Pero la mayoría se puede controlar. No hay un actor que no coincida: el origen de un incendio de estas magnitudes es intencional. No hay forma de que el desastre sea accidental. Se necesita tiempo, material seco, bidones de nafta y una logística que indique cuándo y dónde prender. El objetivo es claro: eliminar el bosque nativo, cambiar el uso del suelo y empujar un poco más la frontera inmobiliaria o agropecuaria.
—Me pasa un montón de noches, te diría que a diario. Miro las sierras y digo: “Ay, está apagada”. Una no debería estar pensando eso, ¿entendés? —dice y repite— “Ay, está apagada”.
En 2020, cuando Celeste estuvo cara a cara con un incendio forestal por primera vez, empezó a trazar un sendero dentro de las brigadas forestales comunitarias del Valle y la provincia. Dice que fue espontáneo. Lo vivió y ya no pudo ser indiferente de nuevo. Cada vez que empieza un incendio se angustia y lo único que frena esa sensación es la organización, estar activa, ser útil.
En 2024 Celeste ya forma parte de la Brigada Forestal Comunitaria Chiguanca, que nació hace poco menos de un año y lleva el nombre de uno de los zorzales más simpáticos de la región. Su fuerte es la gestión. Sabe que el fuego la paraliza y no puede hacer nada para combatirlo. Entonces organiza. Sabe moverse en una Base Operativa, armar comunicados, leer el clima, gestionar recursos y donaciones. El fin de semana pasado estuvo en los incendios de Chancaní, en Traslasierra. La Base funcionó un día. Volvió a su casa para trabajar pero todavía no pudo soltar el celular: siempre hay algo para gestionar en red, siempre algo que difundir y transmitir. Siempre hay un vecino o vecina al que no se puede dejar en banda.
Córdoba tiene unas veinticinco Brigadas Comunitarias activas. La mayoría se formó a partir de los incendios forestales de 2020, similares en magnitud y en impacto a los incendios de esta semana. No todas tienen la misma experiencia, referencia y capacitación, pero comparten ciertas características. Son vecinos y vecinas autoconvocados, movilizados por la inmensidad de la tragedia, casi sin conocimientos previos. La mayoría llegó a las Sierras de Córdoba de las grandes ciudades. Les dicen “los venidos”, lleven tres o 20 años habitando el monte. En ese choque cultural hay una tensión a veces imperceptible, a veces filosísima.
Iván vive en Los Mimbres, en la localidad de San Esteban, y el fin de semana tuvo que dejar su casa sabiendo que existía la posibilidad de que el fuego consumiera todo lo que tiene. El barrio de al lado se llama San Ignacio y ahí las consecuencias del incendio fueron devastadoras. Los bomberos llegaron a tiempo a Los Mimbres y salvaron su casa y las de sus vecinas. Volvió al mediodía siguiente y ahora hace guardia de las cenizas: cuida que las llamas no renazcan en un perímetro determinado. Pala y rastrillo en mano, acarrea bidones para humedecer la tierra. Su cuerpo le responde cada vez menos. El cansancio y las quemaduras en la piel son más intensas con el paso de los días. Toma agua potable y come gracias a las donaciones que reciben las Bases que funcionan en la región.
El lunes al mediodía, cuando el desastre en San Esteban ya estaba en marcha, el viento cambió su rumbo. Empezó a soplar del suroeste y llevó las llamas y el humo al pueblo. Los vecinos se evacuaron de forma masiva y caótica. Colapsó la ruta, hubo accidentes de tránsito, personas mayores se descompensaron. Parecía que el fuego se estaba tragando al pueblo.
—La sensación de desasosiego, desolación, incertidumbre era total. El fuego arranca y tiene una voracidad que no se parece a nada que hayamos visto en ningún otro lugar —dice—. El caos que quedó es muy grande, pero por suerte hay una gran respuesta organizada.
La organización vecinal es como la de los brigadistas: en bases. Los espacios, de hecho, suelen compartirse. Ahí se acopian las donaciones y se organiza su distribución para quienes trabajan en el fuego. Otros vecinos prestan sus autos y chatas para evacuar o trasladar brigadistas. El común entre todos, venidos y nacidos, paisanos y funcionarios, es no poner la vida en riesgo.
Los incendios en el Valle de Punilla comenzaron el 18 de septiembre en el barrio de Dolores, municipio de San Esteban. Además de esta, las localidades más afectadas son Capilla del Monte, Los Cocos y La Cumbre, y se estima que ya son casi 40 mil las hectáreas afectadas solo en esa zona. También hay focos en Chancaní y el camino de los túneles, en el valle de Traslasierra, y entre Villa Berna, Villa Alpina y La Cumbrecita.
Estos, sin embargo, no fueron los primeros incendios forestales del año. Hay casi 70 mil hectáreas incendiadas y muchas chances de que sean más de acá a fin de año. El fuego, de mayor o menor intensidad, se volvió moneda corriente en las sierras de Córdoba.
—Todos los años hay problemas con los incendios. Pero esta vez es catastrófico. Ha sido mucho más fuerte que otros años, más descontrolado y se están dando en distintos lugares en forma simultánea. Los bomberos, el Estado y las brigadas no dan abasto —dice Iván, que vive hace cinco años en Punilla—. Hay gente que ha vivido muchos incendios y, por lo que dicen todos los vecinos, este es el más grave del último medio siglo.
El trasfondo político del desastre no es casual. Si bien ninguno de los últimos gobiernos demostró un gran despliegue en cuanto al combate y prevención de incendios, el presidente, Javier Milei, trazó directamente una política de descreimiento y sálvese quién pueda. En el artículo 5 de la Ley Bases se fijó la eliminación del fideicomiso para la administración del Fondo Nacional de Manejo del Fuego, desfinanciando a todas las provincias para la prevención y control. Además, de lo presupuestado para el Servicio Nacional de Manejo de Fuego, este año sólo se ejecutó el 26,7 por ciento. No hay indicios de que el Ejecutivo acate el pedido de la población y declare la Emergencia Nacional en Córdoba.
El incremento de los incendios forestales en Córdoba tiene una relación directa con la escalada de las urbanizaciones hacia las sierras. La fórmula es sencilla: a mayor cantidad de incendios, más casas y más cabañas. Y también a la inversa. Todo posible incendio forestal se vuelve de interfase, es decir, se desarrolla entre las viviendas y el monte. Y la prioridad de los bomberos en esos contextos es clara: primero se salva la vida humana, después las casas, por último la biodiversidad.
Los bomberos voluntarios de Córdoba son los primeros que responden ante un alerta por incendios. Pero no es su única tarea. Actúan también frente a accidentes de tránsito y búsqueda y rescate de personas. La capacitación y preparación de los bomberos voluntarios tiene un objetivo: la defensa de la vida humana y la protección de la propiedad privada. De a poco, sin embargo, van sumando técnicas que permitan evitar que se queme el monte. Si los incendios no tienen posibilidad de interfase, los bomberos tienen la capacidad de hacer el trabajo de un brigadista forestal, figura que no existe a nivel provincial.
El gobierno de Córdoba creó en 2021 el Equipo Técnico Ante Catástrofes (ETAC), como una nueva herramienta para dar respuesta a los incendios. Sus tareas no difieren mucho de la de los bomberos, salvo que los miembros de ETAC gozan del mismo sueldo de un oficial de la policía y, de hecho, dependen de esa fuerza de seguridad. Los bomberos, en cambio, trabajan ad honorem.
En los últimos días, los cuestionamientos sobre la ETAC crecieron a pasos agigantados. Se puso en duda la experiencia de sus agentes, sus intenciones y, sobre todo, el uso que hacen de la táctica de contrafuego, que consiste en prender fuego hacia donde avanza el incendio para sofocarlo o al menos disminuir el foco principal. La técnica es sumamente compleja y es muy difícil predecir si puede salir bien o mal. Un error en el cálculo de la topografía del lugar o las condiciones meteorológicas pueden hacer que el fuego crezca y tome impulso.
Los vecinos y vecinas de Punilla y los brigadistas aseguran que la práctica del contrafuego está siendo abusiva y no pudo frenar el descontrol de los incendios.
Las brigadas comunitarias aparecieron para cuidar lo que nadie cuidaba: el monte nativo y las cuencas de agua que nacen en las sierras. Se financian vendiendo empanadas, haciendo fiestas y recibiendo donaciones durante los incendios. No tienen ningún reconocimiento por parte del Estado y oscilan en cuanto a su preparación técnica, equipamiento y capacitación. Algunas pueden trabajar a la par de los Bomberos, incluso están confirmadas por ex miembros de la fuerza, otras apenas están aprendiendo a trabajar en los territorios.
Son las siete de la tarde en La Paz, uno de los municipios más importantes del Valle de Traslasierra, en Córdoba. El sol cae frente a las sierras y como todos los días regala un paisaje de ensueño. Todo se tiñe de un tono rojizo y resalta de manera particular entre los primeros verdes de la primavera, el violeta de los lapachos la inmensidad de la montaña, la cúpula de la Iglesia San Juan Bautista.
La luz es de una tonalidad un poco más clara que la usual. Hace una semana que la región convive con humo en el aire. Las sierras amanecen tapadas y de a poco la densidad se disipa, pero lo quemado sigue ahí. Se siente en la garganta, en los ojos, en la panza revuelta.
Este lunes la Iglesia San Juan Bautista abrió sus puertas invitando a la comunidad a rezar por la lluvia. Ahí y en todos lados, la sensación es unánime: tiene que llover. Y no tiene que ser como las lluvias, lluviecitas, de los últimos cinco, seis meses. Es necesario que se abran los cielos, crezcan los ríos, se empache la tierra.
Son casi treinta mujeres y dos varones. Juntos deciden que van a rezar por los más afectados por los incendios, por los que se quedaron sin casas y sin animales, por los que tienen miedo. Piden, para ellos, fortaleza y confianza. También lo harán por los bomberos, los que ayudan, los que abren las puertas de su casa o se suman a las donaciones. Para ellos, una oración de perseverancia.
Mientras rezan el rosario, el viento vuelve a soplar fuerte. Como todos los días, como siempre en esta época. Afuera, la vida sigue. En el almacén se habla poco del fuego y mucho de la economía. Adentro, la oración retumba en distintos tonos y ritmos. El mantra termina envolviendo y al final cumple su objetivo: la esperanza de que la fe puede llegar a apagar montañas.
Fuente:
Laura Hintze, Los venidos al fuego, 25 septiembre 2024, Anfibia.
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