lunes, 16 de septiembre de 2024

Los ensayos nucleares | 2.° parte

Estados Unidos ha realizado 1054 ensayos atómicos, con un costo equivalente a más de 100 mil millones de euros y un precio incalculable que siguen pagando los seres humanos y el medio ambiente, incluso 30 años después de la última prueba.

Por Juan Vernieri

En medio de la noche del 16 de julio de 1945, una caravana de autobuses, coches y camiones transportó a unos 90 científicos al Campo de Bombardeo de Alamogordo, un campo de pruebas en el desierto a 200 kilómetros al sureste de Albuquerque, Nuevo México, a 140 kms de ciudad Juárez en México y a 94 kms de Las Cruces N.M.

Entre ellos se encontraba William Laurence, reportero del New York Times reclutado como historiador y propagandista interno del Proyecto Manhattan. Justo antes del amanecer, el equipo intentaría detonar la primera bomba atómica de la historia.

Había gran incertidumbre acerca de los resultados de la prueba. Escépticos opinaban que tal vez no detonaría, otros suponían que podría llegar a incendiar la atmósfera terrestre.

Había quienes debatían sobre si los años y los miles de millones de dólares gastados en ese proyecto de alto secreto, estaban justificados.

A las 5:30 de la mañana, el equipo detonó un dispositivo de implosión de plutonio de 21 kilotones (equivalente a 21.000 toneladas de TNT) en lo alto de una torre de 30 metros.

La explosión arrastró e irradió cientos de toneladas de suelo y envió una nube en forma de hongo hasta 21 300 metros de altura.

Para el periodista Laurence, la explosión no se parecía a nada que se hubiera visto en el planeta: tenía la “luz de muchos super-soles” y era “devastadora, llena de grandes promesas y grandes presagios”, escribió.

Para el físico y “padre de la bomba atómica” J. Robert Oppenheimer, trajo a la mente las escrituras hindúes: “Ahora, me he convertido en la Muerte, el Destructor de Mundos”, pensó. Todo el mundo allí sabía, dijo más tarde, que “el mundo no sería el mismo”.

El destello fue tan brillante que una niña ciega a 160 kilómetros de distancia lo vio, según un informe de la prensa local. En pocas horas, una extraña ceniza parecida a la nieve cubrió el campo cercano. La lluvia radiactiva se detectó en lugares tan lejanos como el estado de Nueva York, a más de 3000 kilómetros de distancia.

Después de la explosión se encontraban sembrados por los campos, unos curiosos guijarros grumosos de color verde grisáceo, pequeños, de unos pocos gramos y apenas un centímetro de grosor. Eran cristales verdes, restos del suelo que se fusionó, radiactivos no peligrosos, según se dijo en el momento; sin embargo, hacia la década de 1950 las autoridades excavaron y sepultaron todos los guijarros radiactivos para que nunca, nadie, bajo un estricto veto, pudiera desenterrarla.

La gente iba allí y se llenaba los bolsillos de ‘aquel cristal verde’ y se lo llevaban a casa. Era algo único, con lo que los niños jugaban, relata Tina Córdova, hija de un residente de la región que acabó falleciendo tras sufrir tres cánceres.

Casi ocho décadas después de aquella explosión atómica siguen sufriendo consecuencias quienes entonces residían o aún hoy lo hacen en las zonas expuestas a la radiación


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