Falleció a los 94 años. Referente
de los derechos humanos, santa pagana de todas las luchas, Norita
estuvo hasta principios de este mes en Plaza de Mayo —ese lugar que
transitaba desde mayo de 1977—. Nunca supo qué hizo la dictadura
con su hijo Carlos Gustavo Cortiñas. Por
Luciana Bertoia Nora Cortiñas no es una sola: es la madre que grita frente a las cámaras,
la que lleva el pañuelo blanco en la cabeza, la que porta el pañuelo
verde en la muñeca, la que juega a la pelota, la que se sube a una
moto, la que anda con su bastón con flores o la que se deja conducir
en una silla de ruedas. Es la mujer que fue hasta sus últimos días
a la Plaza de Mayo —a ese lugar en el que recaló en mayo de 1977
con la esperanza de recuperar a su hijo secuestrado por la
dictadura—. Nora Cortiñas, que murió este jueves a los 94 años,
es eterna en la memoria del pueblo argentino que quiere verdad y
justicia. Nació
el 22 de marzo de 1930. La llamaron Nora Irma Morales. Era una de las
cinco hijas de una familia de españoles que se afincó en el barrio
de Monserrat. Ella contaba, divertida, que era revoltosa de chica. Su
papá le festejaba las salidas ocurrentes. Tuvo una infancia feliz:
con cumpleaños y Reyes Magos. Cursó
hasta sexto grado –por entonces el último año— en la escuela
Coronel Suárez. Después, pasó al secundario. Conoció muy
jovencita a Carlos Cortiñas, que era seis años mayor. El flechazo
fue intenso. Cuando ella cumplió los 18, él pidió su mano. Se
casaron un año después. En 1952 nació el primer hijo de la
familia, Carlos Gustavo. Después, en 1955, llegó Marcelo. Carlos
trabajaba en el Ministerio de Economía. Era peronista y admiraba
profundamente a Eva Perón. Nora estaba alejada de las cuestiones
partidarias. El epicentro de su vida era la casa de la familia en
Castelar. Ella daba clases de alta costura y, a veces, cosía para
afuera. A Carlos no le gustaba que su esposa trabajara fuera del
hogar. Era muy “machista”, relataba ella. A
su hijo mayor lo llamaba por su segundo nombre, Gustavo. Él
estudiaba —después de un paso por la Universidad de Morón— en
la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires
(UBA). Militaba en la Juventud Peronista (JP). En los primeros
tiempos, lo hizo en la Villa 31 junto al Padre Carlos Mugica. Gustavo
cumplió 22 años el 11 de mayo de 1974. Ese día estaba triste y no
quiso festejos: la Triple A había acribillado al sacerdote. Eran
tiempos violentos. La muerte podía esperar, como le pasó a Mugica,
a la salida de una iglesia. O a la vuelta de la esquina. Nora se
angustiaba y le pedía a Gustavo que no se expusiera. –¿Qué
querés, mamá, que vayan los hijos de otras madres?-- le preguntó
él. Ese
día, ella entendió que había que ir siempre al frente. Y cumplió
con la enseñanza de su hijo mayor. Una
nueva vida Nora
se despidió de Gustavo en la terminal de micros de Mar del Tuyú.
Toda la familia había pasado la Semana Santa de 1977 en ese
balneario. Nora y su marido se quedaron unos días más. Gustavo
–que, para entonces, ya estaba casado con Ana y tenía un hijito,
Damián, de dos años– regresó antes. Nora no podía ni imaginar
que ése iba a ser su último abrazo. El
15 de abril de 1977, Gustavo salió para el trabajo. Nunca llegó.
Tampoco se encontró con Ana, como habían convenido. Con el tiempo,
se supo que a él se lo habían llevado de la estación Castelar. Ana
lo esperó en la casa de Nora y Carlos. Estaba desesperada. Por la
ventana, veía pasar los Ford Falcon. Plantas que se movían. La
densa calma se hizo añicos cuando sonó el timbre. Se asomó y le
dijeron que venían a avisarle que Gustavo había tenido un
accidente. Pocos segundos después, la patota ya estaba adentro.
Golpes, preguntas, armas. Y uno de los represores que murmuraba
“coincide” cuando la muchacha contestaba al interrogatorio. Ana
le dio la noticia a Nora de que se habían llevado a Gustavo. La
madre no dudó y salió a buscarlo. La primera gestión la hizo en la
Catedral de Morón. La segunda fue en la comisaría de la zona. Una
empleada le preguntó su dirección y dijo que había zona liberada. Con
su marido, se acercaron a los organismos de derechos humanos que ya
estaban funcionando, como la Liga Argentina por los Derechos del
Hombre (LADH), la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH)
y el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH). Un
cuñado le habló de unas mujeres que se reunían frente a la Casa de
Gobierno. Hacia allá fue ella. Llegó por primera vez a la Plaza de
Mayo en mayo de 1977. Nunca la abandonó –ni con el terror que
provocaron los secuestros de Azucena Villaflor de De Vincenti, Esther
Ballestrino de Careaga y María Eugenia Ponce de Bianco en diciembre
de ese año. En
la Plaza de Mayo, eran “las locas” para la dictadura. Las locas
que caminaban, lloraban, se sostenían aunque se desplomara el cielo.
“El público que pasaba por la Plaza de Mayo muchos años no nos
vio –contó años antes en una entrevista con la Biblioteca
Nacional. Éramos invisibles. Nadie se acercaba a preguntar qué
hacíamos ahí”. ¿Qué
es el miedo? Si
tenía miedo, Nora lo disimulaba. Se metió en plena dictadura en
Mansión Seré, el centro clandestino que funcionaba en Castelar.
Esperaba escuchar algún grito que le permitiera saber si Carlos
Gustavo estaba retenido allí. La
Navidad de 1978 la pasó en Dolores: había ido junto a otras dos
Madres para pedirle al juez Carlos Facio que las dejara identificar
unos cadáveres que habían aparecido, días antes, en la costa.
Querían saber si eran sus hijos o los hijos de otras Madres. Nora
hizo lo que el Poder Judicial no hizo: viajó a Santa Teresita para
averiguar cómo había sido el hallazgo. En
pleno terrorismo de Estado, todo el Ministerio de Economía sabía
que Nora buscaba día y noche a Gustavo. Uno de los jefes de su
marido le espetó: “¿Por qué no la ata a la pata de la cama, así
deja de estar en la calle?” Cuando
llegaba la Navidad, Nora abrigaba una esperanza: que le devolvieran a
su hijo. “No sé por qué en Navidad –dijo en Ni el flaco perdón
de Dios, el libro de Juan Gelman y Mara La Madrid–, pero no porque
esperara de los militares algún gesto de humanidad. Era una forma de
dar lugar a la esperanza. Creo que en todas las familias esa
esperanza estaba presente, una madre tejía un suéter, o compraba el
jean que al hijo le hubiera gustado, se ponía un cubierto más en la
mesa. Tantas cosas”. Caminó
y caminó, pero nunca logró saber cuál fue el destino de Gustavo.
Siempre entendió que la Plaza de Mayo era el lugar desde donde
reclamar explicaciones al poder político. Que abrieran todos los
archivos de la represión era una de sus exigencias. Con la llegada
de la democracia, Nora se convirtió en una de las referentes de la
Línea Fundadora de Madres de Plaza de Mayo. En
2012, cuando ya llevaba 35 años buscando, volvió a presentar un
hábeas corpus —como aquel que había firmado en mayo de 1977,
redactado por un amigo de su hijo recién recibido de abogado—. Fue
a la audiencia y el juez le preguntó por qué lo hacía. La
respuesta fue punzante. “Porque antes de morirme quiero saber qué
pasó con Gustavo”. La
madre de todas las luchas Nora
es de todos, de todas y de todes. Donde había un reclamo, ella
estaba. Entendió muy rápidamente que la lucha por los derechos
humanos era dinámica, que no se acababa con el reclamo de verdad y
justicia por los crímenes de la dictadura. Se sumó a los Encuentros
de Mujeres. Se calzó el pañuelo verde por el aborto. Se acercó a
las diversidades. Estaba para denunciar los despidos o la represión.
Caminó muy cerca de Sergio Maldonado cuando desapareció su hermano
Santiago. En el Hospital Posadas, la sentían como su hada madrina en
defensa de la salud pública. Para
el 24 de marzo, buscó la unidad de quienes salieron a la calle para
reclamar verdad y justicia en tiempos de un gobierno negacionista
como el de Javier Milei y Victoria Villarruel. El 9 de mayo avisó
que no iría a la Plaza de Mayo para plegarse al paro general de las
centrales obreras. Su última vez en ese lugar había sido una semana
antes. Estuvo en la Feria del Libro en un homenaje a la periodista
María Seoane. El
17 de mayo, fue intervenida quirúrgicamente por una hernia en el
Hospital de Morón y permaneció en terapia intensiva. Su salud se
complicó. El cuerpo que la había sostenido tantos años en la
búsqueda le jugó una mala pasada. A
las 18:41 del jueves, la familia de Nora comunicó su fallecimiento a
través de un comunicado. “Profundamente preocupada en estos
tiempos por la grave situación que atraviesa nuestro país y
dispuesta siempre a estar presente allí donde hubiera una
injusticia, Norita luchó hasta último momento por la construcción
de una sociedad más justa. Nos queda el orgullo de haber compartido
su vida, su impronta y su enseñanza que dejarán en su familia y en
la sociedad una huella imborrable”. A
los pocos minutos de que se anunció su muerte, apareció un cartel
en la reja que protege la pirámide de Mayo. “Nora eterna”,
decía. Será despedida este viernes de 9 a 18 en la Casa de la
Memoria y la Vida —Predio Quinta Seré, en Santa María de Oro y
Blas Parera, Castelar). En el mismo lugar que en pleno exterminio
Nora recorrió con la esperanza de arrebatar a su hijo de las fauces
de la muerte. Hay
un modo Norita de la vida: ése que sitúa a una persona junto a las
causas nobles y altruistas. Tiempo atrás, Mabel Bellucci —una de
las responsables de acercarla al feminismo— decía en LatFem que la
militancia trataba a Norita como una “santa”, que la invocaba en
las marchas aún cuando no estaba. Será difícil no hacerlo de ahora
en más. Aunque es sabido: donde hay una lucha, ahí está Norita. Fuente: Luciana
Bertoia, Murió Nora Cortiñas, la madre de todas las batallas, 31 mayo 2024, Página/12.
viernes, 31 de mayo de 2024
Murió Nora Cortiñas, la madre de todas las batallas
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