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“Del colapso y la esperanza” es el título de una reflexión que el amigo Guillermo Castro Herrera, director de Ciudad del Saber en Panamá, me ha enviado hace pocos días. Y para variar… quería compartirlo con ustedes:
El catastrofismo, hijo natural de la desesperanza, se va haciendo cada vez más común en nuestra cultura. Así, para el escritor Tyler Durden si bien no somos la primera civilización en colapsar, “probablemente seremos los últimos.” Todas las civilizaciones, dice, mueren de manera similar:
Agotan los recursos naturales. Engendran élites parasitarias que saquean las instituciones y los sistemas que hacen posible una sociedad compleja. Se involucran en guerras fútiles y contraproducentes. Y luego se asienta la podredumbre. Los grandes centros urbanos mueren primero, cayendo en una decadencia irreversible. La autoridad central se desmorona. La expresión artística y la investigación intelectual son reemplazadas por una nueva era oscura, el triunfo del espectáculo de mal gusto y la celebración de la imbecilidad que complace a la multitud.[1]
Para Durden, el problema radica en que las civilizaciones no logran adaptarse a las crisis que genera su desarrollo, con lo cual aseguran “su propia destrucción”. El colapso de la nuestra dice, “será único en tamaño, magnificado por la fuerza destructiva de nuestra sociedad industrial impulsada por los combustibles fósiles.” Sin embargo, más allá de replicar “procesos similares del pasado”, en el caso de la nuestra la diferencia será de escala, porque “esta vez no habrá salida.”
Esa conclusión es aventurada. Existen múltiples experiencias de civilizaciones que se han sobrevivido a sí mismas a través del legado material y cultural que han hecho a sus sucesoras. Egipto y Grecia son ejemplos importantes, en sí mismos y en su incidencia en la formación de la cultura romana, de tan prolongado y rico aporte la civilización Occidental.[2] En nuestra América, de Martí acá, las culturas y civilizaciones anteriores a la conquista europea desempeñan un papel cada vez más importante en el desarrollo de nuestra identidad, y en la búsqueda de soluciones a nuestros problemas socioambientales.
Al propio tiempo, la geocultura del sistema mundial ha desarrollado capacidades sin precedentes para conocerse a sí misma y a su entorno. De ellas ha derivado además un mejor entendimiento de sus contradicciones, y de capacidad para movilizarse ante los desafíos que ese conocimiento le va planteando.
Una personalidad característica del tiempo de transición que nos trae a las preocupaciones de hoy, por ejemplo, fue la bióloga marina Rachel Carson (1907-1964). En 1962, ella publicó el libro La Primavera Silenciosa, en el que denunció el impacto ambiental del uso abusivo de agroquímicos, y que fue como el acta de nacimiento del ambientalismo contemporáneo. Un año después, ya en camino a su muerte, ofreció una conferencia en la que se preguntaba si el ser humano “podría estar trabajando contra sí mismo”, ante la “sospecha creciente -de hecho, tal vez una certeza inquietante- de que a veces hemos sido quizás demasiado ingeniosos para nuestro propio bien.”[3]
Aun con la maravillosa inventiva del cerebro humano, dijo Carson, “comenzamos a preguntarnos si nuestro poder para cambiar la faz de la naturaleza no debería haber sido templado con sabiduría para nuestro propio bien, y con un mayor sentido de responsabilidad por el bienestar de las generaciones.” A ese respecto resaltó el aporte de la ciencia para revelar que el ser humano “no vive apartado del mundo, sino en medio de una interacción compleja y dinámica de fuerzas físicas, químicas y biológicas, y entre él y este entorno existen interacciones continuas e interminables.”
Para Carson, esa interdependencia universal se remitía al ambiente “extraño y aparentemente hostil” en que tuvo lugar el origen de la vida hace unos 4,400 millones de años.[4] Previamente, dijo, la atmósfera de la Tierra “probablemente no contenía oxígeno,” y por ello no contaba con una capa protectora de ozono en su nivel superior. Así, “toda la energía de los rayos ultravioleta del sol debe haber caído sobre el mar”, donde había en abundancia “compuestos químicos simples” - dióxido de carbono, metano, y amoníaco -, dispuestos para la compleja serie de combinaciones y síntesis que esa energía debió generar.
A partir de allí, ocurrieron dos hechos de gran alcance. Por un lado, “en ningún otro lugar del sistema solar se han producido condiciones igualmente favorables para la vida”; por el otro, esas condiciones constituyeron un entorno en cuya evolución la propia vida tuvo y tiene un papel de primer orden.
La vida así creada, en efecto, actuó sobre el sobre el entorno en que había ocurrido su creación. Y esto incluyó que el desarrollo de la fotosíntesis en las plantas generara un proceso de “liberación de oxígeno a la atmósfera”, de modo que “el aire que respiramos hoy, con su rica proporción de oxígeno, es una creación de vida.”
Aquellas condiciones de origen permitieron un “único acto extraordinario de generación espontánea”, que ya no podrá repetirse. Y al propio tiempo, la acción y la interacción constantes entre la vida y su entorno han modelado y modelan desde entonces el ambiente de la Tierra hasta el presente.
Para Carson, “la rama de la ciencia que se ocupa de estas interrelaciones es la Ecología”, y es desde ella como mejor cabe abordar los problemas ambientales que enfrentamos. Para resolver estos problemas, decía, “necesitamos verlos como un todo; mirar más allá del evento único e inmediato de la introducción de un contaminante en el medio ambiente, y rastrear la cadena de eventos así puestos en marcha”, sin olvidar nunca “la totalidad de esa relación.”
Sin embargo, advertía que estos conceptos, “que suenan tan fundamentales”, son olvidados “cuando nos enfrentamos al problema de eliminar la miríada de desechos de nuestra forma de vida moderna.” Ante ese problema, no nos comportamos.
como personas guiadas por el conocimiento científico, sino más bien como la proverbial mala ama de llaves que barre la suciedad debajo de la alfombra con la esperanza de quitarla de la vista. Vertimos desechos de toda clase en nuestros arroyos, con objeto de que se los lleven de nuestras costas. Descargamos el humo y los vapores de un millón de chimeneas y montones de basura en llamas a la atmósfera con la esperanza de que el océano de aire sea lo suficientemente grande como para contenerlos. Ahora, incluso el mar se ha convertido en un vertedero […].
“Y esto se hace,” añadía, “sin reconocer que la introducción de sustancias nocivas en el ambiente [está] cambiando la naturaleza del complejo sistema ecológico […] de maneras que normalmente no prevemos hasta que es demasiado tarde.”
Hasta ahora, decía Carson hace ya 60 años, “hemos sido demasiado reacios a conceder la posibilidad de peligro o la existencia real de peligro”. Para entonces, eso ya planteaba el problema de la responsabilidad moral, “no solo para nuestra propia generación, sino para las del futuro”, que no tienen voz en las decisiones de hoy.
Esto, añadía, implicaba “una especie de rechazo de nuestro pasado, una renuencia o falta de disposición para aceptar el hecho de que el hombre, como todas las demás criaturas vivientes, es parte de los vastos ecosistemas de la tierra, sujeto a las fuerzas del medio ambiente.” Para Carson, convenía reflexionar “sobre qué miedos ocultos en el hombre, qué experiencias olvidadas hace mucho tiempo, lo han hecho tan reacio a reconocer primero sus orígenes y luego su relación con ese entorno en el que todos los seres vivos evolucionaron y coexistieron.” Y concluía diciendo que esperaba con ansias “el día en que nosotros también podamos aceptar los hechos de nuestra verdadera relación con nuestro entorno”, convencida de que “sólo en ese ambiente de libertad intelectual podremos resolver los problemas que tenemos ahora ante nosotros.”
Nunca quizás ha sido tan importante esa conclusión. Vivimos el crepúsculo de una civilización que se agota, y que multiplica sus sombras. A 60 años de entonces, el llamado de Rachel Carson a preservar la libertad intelectual se convierte, hoy, en un llamado a construir las condiciones políticas que nos permitan ejercer esa libertad para imaginar y construir sociedades cuyas relaciones con el mundo natural sean tan armónicas como las que mantengan entre sí sus integrantes.
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[1] Durden, Tyler: “No somos la primera civilización en colapsar, pero probablemente seremos los últimos.” 16 agosto 2022. https://chrishedges.substack.com/p/we-are-not-the-first-civilization?utm_source=twitter&sd=pf
[2] Al respecto, por ejemplo, Wickham, Chris (2016): El Legado de Roma. Una historia de Europa de 400 a 1000. Pasado y Presente, Barcelona.
[3] “The Pollution of Our Environment.” Lost Woods: The Discovered Writing of Rachel Carson - Rachel Carson, Linda Lear (1999). Part IV, Chapter 30. https://publicism.info/environment/woods/31.html
[4] https://es.wikipedia.org/wiki/Historia_de_la_vida
Contenido
- Pesticidas en niños uruguayos. Gabriel Barg y Danelly Rodriguez
Una investigación internacional que analizó la presencia de metabolitos de pesticidas piretroides y de clorpirifos en alumnos de primer año de escuelas de Montevideo, buscando ver si afectaban habilidades cognitivas, no sólo reporta una alta cantidad, sino que también advierte que “la exposición a pesticidas puede afectar el desempeño en funciones ejecutivas en niños urbanos”. Vivimos en un país en el que la producción agropecuaria es de gran importancia. En mayor o menor medida, gran parte de esa producción recurre al uso de agroquímicos, entre ellos una amplia gama de pesticidas.
- Causa Riachuelo: un largo camino... Alfredo Alberti
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Silvana Buján es Argentina, licenciada en Ciencias de la Comunicación Social y periodista científico y ambiental, ejerciendo desde hace más de dos décadas de manera ininterrumpida a través de radios y medios gráficos del país y del exterior.
Es activista ecologista y participa, dirige o coordina organizaciones no gubernamentales y redes temáticas. Es conferencista y consultora en temas de ambiente y desarrollo. Ha obtenido tres veces el 1º Premio a la Divulgación Científica de la Universidad de Buenos Aires (2009, 2012, 2014) y el 2º Premio en 2010; el 1º Premio Latinoamericano y del Caribe del Agua CATHALAC-UNESCO 2009; Ocho Premios Martin Fierro por sus trabajos en radio y 21 nominaciones. Ha sido Premio Nacional de Periodismo en el año 2007, 1º Premio del Congreso Tabaco o Salud 2010, 1º Premio de Periodismo en Salud de la Asociación Médica Argentina 2010 Distinción honorífica Colegio de Ingenieros DII por su labor en difusión ambiental, 2013.
Lleva adelante desde 1998 ECOS ciclo de periodismo científico abocado al ambiente y las culturas. Y CALIDAD EN VIDA, de periodismo médico, cultura y salud. Dirige BIOS, ONG miembro de la Red Nacional de Acción Ecologista y la Coalición Ciudadana Antiincineración. Es miembro del Comité Consultivo de GAIA internacional. Es miembro de la Red Argentina de Periodismo Científico y la Red Latinoamericana de Periodismo Ambiental. Vive en Mar del Plata.
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