Halyna Voloshyna, de 74 años, en su casa de la zona de exclusión de Chernóbil, en el norte de Ucrania. Foto: Emile Ducke / The New York Times. |
No todo el mundo evacuó la central nuclear de Chernóbil en 1986. Los pocos que se quedaron vivieron otra calamidad cuando entraron las tropas rusas.
Por Marc Santora
LA ZONA DE EXCLUSIÓN DE CHERNÓBIL — El peor desastre nuclear en el mundo, que ocurrió a solo unos pocos kilómetros de distancia, no obligó a Halyna Voloshyna, de 74 años, a abandonar su hogar en Chernóbil en 1986.
Así que cuando los soldados rusos merodeadores aparecieron en la puerta de su casa hace poco más de un año, Voloshyna tampoco estaba dispuesta a dejar que la asustaran.
En cambio, durante el mes en que las fuerzas rusas ocuparon esta parcela de tierra contaminada conocida como la Zona de Exclusión de Chernóbil, Voloshyna se convirtió en una incomodidad, así que comenzaron a llamarla “la iracunda abuela al final del camino”.
“Ellos dijeron que estaban aquí para liberarme”, recordó.
“¿Liberarme de qué?” preguntó antes de maldecirlos.
Voloshyna es una de los 99 residentes de toda la vida que aún viven en la zona, un área que cubre aproximadamente 2590 kilómetros cuadrados de algunos de los suelos más radiactivos del planeta.
La desastrosa fusión en la planta de energía nuclear de Chernóbil cubrió la región con cien veces más radiación que la liberada por las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki juntas.
Chernóbil también fue uno de los primeros territorios que atravesaron los tanques rusos cuando salieron de Bielorrusia con la esperanza de apoderarse de Kiev, la capital de Ucrania, a unos 120 kilómetros al sur.
Y fue uno de los primeros lugares de los que fueron expulsados, obligados a retirarse a fines de marzo del año pasado.
Al visitar la zona un año después, la calamidad pasada y la tragedia actual se encuentran de maneras extrañas y fascinantes.
La contaminación de la tierra que produjo el colapso en Ucrania, entonces parte de la Unión Soviética, y que se mantendrá por los próximos cien años, dejó al descubierto los peligros de una cultura política basada en mentiras.
Contribuyó a la desaparición del sistema comunista y al fin de la Unión Soviética.
La invasión de Rusia se justificó con otras mentiras del Kremlin:
que el Estado ucraniano era un mito y que el gobierno de Kiev era controlado por nazis.
Ahora, con las ciudades de Ucrania arrasadas, las ruinas en Chernóbil no se sienten tan sobrenaturales sino más bien tristemente familiares.
Las explosiones distantes provocadas por animales que pisan las minas colocadas por los rusos son un recordatorio de que esta tierra del pasado es una gran parte del presente.
El edificio de confinamiento y el enorme sarcófago construido para sepultar los restos del reactor número 4, donde dos enormes explosiones volaron la tapa de 2000 toneladas que cubría el núcleo en llamas, han servido durante mucho tiempo como una lección práctica sobre lo que puede suceder cuando se permite que la política interfiera con la labor científica de producir energía dividiendo el átomo.
Ahora está ocurriendo de nuevo.
Las fuerzas rusas en el sur de Ucrania tienen el control de la planta de energía nuclear más grande de Europa, y esa instalación en Zaporiyia ha soportado repetidos bombardeos, lo que despierta el temor de que allí ocurra un desastre.
Y en el mismo Chernóbil, los soldados rusos mostraron un comportamiento imprudente al comienzo de la guerra.
La noche de febrero de 2022 en que los rusos invadieron Ucrania, se registró un aumento drástico en los niveles de radiación, de dos a ocho veces más de lo habitual, en diferentes partes de la zona de exclusión de Chernóbil, dijo Serhiy Kirejev, el funcionario ucraniano responsable del monitoreo ambiental en esa zona.
“Fue ese el momento en que más de 5000 vehículos militares rusos ingresaron a la zona, condujeron por las carreteras terrestres y luego los soldados comenzaron a cavar trincheras”, dijo Kirejev.
“Agitaron el polvo radiactivo que estaba en la capa superior del suelo”.
Para el pequeño grupo de residentes ancianos que permanecen en la zona, la invasión rusa y el desastre nuclear son catástrofes que limitan sus vidas.
Estos recuerdan ambos eventos hasta el más mínimo detalle.
Los visitantes son poco habituales en estos días, pero Voloshyna rebosaba de energía cuando dispuso una variedad de comida para sus visitantes y tomó una botella de vodka reposada con hierbas locales.
Tres tragos, dijo, era costumbre para los visitantes.
Antes del colapso, dijo Voloshyna, Chernóbil era una ciudad conocida por su gran belleza natural.
En aquel entonces tenía 36 años y era directora del jardín de infantes local cuando el cielo nocturno se iluminó antes del amanecer del 26 de abril de 1986.
En los días posteriores al accidente, se reunió con otros residentes para echar arena en sacos que eran transportados en helicópteros para arrojarlos al reactor.
Las órdenes de evacuación llegaron en mayo y, finalmente, alrededor de 200.000 personas fueron reubicadas, según la Agencia Internacional de Energía Atómica, pero Voloshyna no estaba entre ellas.
Se escondió dentro de su casa después de que la policía ordenara a los residentes que se fueran, incluso cuando las autoridades sellaron su hogar desde el exterior.
Al día siguiente, vio cómo los policías les dispararon a todos los perros.
Luego cortaron la luz y el agua.
Pero Voloshyna estaba decidida a quedarse en la casa que su abuelo construyó más de medio siglo antes, a orillas del río Prípiat.
A diferencia de cuando ocurrió la fusión, el peligro de los rusos que asaltaron el invierno pasado fue evidente de inmediato.
Esa noche, un residente, Evgen Markevych, de 86 años, anotó sus pensamientos en su diario.
“Llegó el pesar”, escribió.
“Están disparando. Putin es como Hitler. Las tropas rusas capturaron la estación nuclear de Chernóbil”.
Voloshyna estaba decidida a quedarse.
“Fue una locura”, dijo.
“Continuaron durante días: una avalancha de tanques, helicópteros y todo tipo de disparos todo el tiempo”.
Una mañana, dijo, escuchó como los rusos le gritaban a un vecino y saqueaban su casa.
Ella salió furiosa a enfrentarlos.
“Había 15 de ellos con ametralladoras”, dijo.
“No los dejé entrar a mi casa. Empecé a gritarles”.
Dos días después, su vecina le advirtió a Voloshyna que sus dos hijos adultos estaban en peligro.
Uno de ellos había servido anteriormente en el Ejército ucraniano y, por lo tanto, sería de particular interés para los rusos.
Así que, al amparo de la oscuridad, los dos hombres se deslizaron hasta la orilla del río detrás de la casa, cargaron dos bicicletas en dos pequeñas lanchas a motor y se fueron.
Se escondieron durante más de un mes.
“Solo cuando el área fue liberada por las fuerzas armadas ucranianas pudieron regresar a casa”, dijo.
El más joven de sus hijos pronto partió de nuevo para unirse al ejército. En los últimos meses estuvo luchando en Bajmut.
Voloshyna se secó una lágrima y dijo que esperaba volver a verlo en casa algún día
c.2023 The New York Times Company
Fuente:
Marc Santora, Los fantasmas del pasado y el presente se encuentran cuando la guerra llega al desierto nuclear, 18 abril 2023, Clarín.
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