Dos décadas de dolor. La inundación de la ciudad de Santa Fe en 2003 trae recuerdos que se mezclan con la angustia de la impunidad. Se perdieron vidas, historias, infancias. Relatar aquellas historias es una forma de reparar tanta congoja.
Por Julia Cadoche
La tarde del 28 de abril de 2003 un grupo de vecinas rezaron el rosario en la plaza de Barranquitas Este. Le pidieron a Dios que proteja al barrio del agua. Veinticuatro horas más tarde, Mariángeles Guerrero y su familia entraron a la escuela Falucho donde su abuela era portera. Salieron con lo puesto. El agua comenzó a brotar de las paredes. Las primeras en darse cuenta fueron ella y sus hermanas, cuando bajaron de la cama y se mojaron los pies. Las habían mandado a ver televisión para mantenerlas en calma. Afuera, desbordó la defensa improvisada por vecinos en el inicio de la cortada. El agua no tiene piedad.
El cielo está gris. De a ratos cae una llovizna finita. Vecinos y vecinas suben al terraplén. Miran hacia el oeste, calculan si el Salado seguirá creciendo. Victoria Stéfano y sus hermanos aprovechan que no tuvieron clases para chusmear qué hacen los grandes. No logran ver eso que tiene a todos tan preocupados pero perciben la tensión. Después de almorzar estalla la pelea. Su mamá decidió embalar todo e irse. No va a aguantar otra inundación como la del 83. Su papá se quedará. Unas horas después, subidos a un carro, Victoria y sus hermanos parten. Al día siguiente el agua también las correrá de la casa de su tía. Se refugiarán en un local desocupado pero los sacará la policía. Terminarán en el galpón de una cartonería. Ahí vivirán los siguientes 9 meses.
El rumor de la inundación recorre la ciudad. Las clases se suspendieron y Juan Venturini vuelve más temprano a su casa. Una hora después el agua llega a la puerta. En minutos supera los escalones de ingreso. El agua avanza rápido. Cuando terminan de acomodar algo se dan cuenta de que lo que está un poco más abajo ya se moja. Suben más y más pero no alcanza. Cuando el agua le llega al pecho, su mamá lo obliga a irse. Le da dos bolsas: una con ahorros y otra con fotos. Hay que proteger el archivo familiar. Su papá falleció hace cinco años y es lo único que les queda de él. En su recuerdo, la inundación de 2003 quebró la infancia para siempre. “Los adultos nos habían dado tranquilidad, como si nos mostraran que el cuco en el armario no estaba. El problema fue que cuando abrimos el armario el cuco nos estaba esperando”.
****
Excepto hacia el norte, los límites de Santa Fe están dados por los cursos de agua. Hacia el oeste el río Salado, hacia el este la laguna Setúbal y hacia el sur el río Santa Fe, donde el Salado y el Paraná se unen. Desde la fundación de la ciudad los santafesinos conviven con inundaciones.
En 1997 posaron para la foto el gobernador Carlos Reutemann, el intendente Marcelo Álvarez y otros funcionarios. El corte de cinta se hizo aunque faltaban construir 800 metros de defensa. Las elecciones se acercaban. El tramo nunca se completó.
Mariángeles, Victoria y Juan tenían entre 10 y 15 años cuando un tercio de Santa Fe quedó bajo agua. El Salado empezó a entrar a la ciudad el domingo 27 de abril, mientras el país votaba un nuevo presidente. La situación se descontroló dos días más tarde. La noche del 29 de abril de 2003 nadie durmió. El apagón mantuvo a la ciudad a oscuras. Cada tanto los reflectores de los helicópteros iluminaban el cielo. Las radios fueron la conexión de cada casa con el afuera.
No existen datos oficiales respecto del número exacto de personas que abandonaron su hogar. Desde la Asociación de Trabajadores del Estado y el Movimiento de Inundados calculan 139 mil. De ese número, 75 mil se trasladaron a centros de evacuados. El resto se las rebuscó en casa de familiares, amigos o donde encontró lugar.
A pesar de que el Ejército quiso reubicarlos, la familia de Mariángeles decidió quedarse. Sólo ahí se sentían seguros. “Mi abuela siguió haciendo sus tareas. Trataba de darnos estabilidad. Yo ya me hacía a la idea de que la escuela sería mi casa hasta que el agua escurra”. La tarde del jueves 1° de mayo su abuela comenzó a sentirse mal. Un rato después una ambulancia la trasladó al sanatorio. Nunca más volvieron a verse. Luisa Guadalupe Ochoa, de 56 años, falleció minutos después.
El registro provincial de víctimas fatales cerró el 8 de mayo de 2003 y contó 23 personas. Los organismos de DDHH e integrantes de la Carpa Negra denuncian que la cifra oficial dejó afuera a quienes murieron por causas vinculadas directamente a la inundación, como ahogos, infartos, suicidios o crisis nerviosas. El registro de las organizaciones contó 158 muertos entre el 29 de abril de 2003 y agosto de 2004.
Vías de escape
Juan no estuvo en un lugar fijo. Recorrió casas de amigos y pasó algunas noches en el techo de su casa. Las calles se convirtieron en ríos y las piraguas reemplazaron a los autos. “Bajábamos del techo como si fuese un muelle, derecho a la piragua. No fue fácil aprender a remar esquivando semáforos”. Ahí se creó una nueva comunidad, la de aquellos que no querían perder lo poco que les quedaba. “Era como una película de ciencia ficción. Tipo The Walking Dead. Nos fuimos organizando por manzana, donde podíamos movernos, porque las calles eran ríos”.
A medida que pasaron los días el sistema se perfeccionó. Juan todavía recuerda la tarde en que el dueño de la distribuidora de bebidas indicó cómo llegar a las damajuanas y proveyó de vino al barrio. También recuerda el desafío de buscar ropa en el centro de evacuados. “Una campera abrigada, alguna ropa de marca, algo lindo era un hallazgo. Esos tesoros ayudaban a olvidarse del horror, al menos por un rato”.
“Revolver la ropa que traían los militares y vestirme era mi momento para salvarme. Un día encontré en el bolsillo de un saco un labial. Lo escondí rápido y cuando pude me metí en el baño a pintarme. Después me lo saqué y salí como si nada”, dice Victoria 20 años después. La identidad de género afloraba por los rincones, aunque todavía no podía ponerlo palabras. En el galpón llegaron a convivir 14 familias.
Una pareja de abuelos llegó con su nieta y una guitarra. Algunas noches, el hombre se acercaba al centro del galpón y tocaba. “Eran canciones viejas que no conocíamos pero las fuimos aprendiendo a fuerza de repetición. Los chicos hinchábamos para que se arme la guitarreada. Era una forma de contrarrestar el horror, todos en torno a una canción”.
Después del agua
Antes del agua, Mariángeles acompañaba a su abuela a las actividades de la parroquia San Francisco. Se divertía haciendo el pan o ayudando a preparar las comidas en el salón parroquial. “La labor social era fundamental, nos estábamos recuperando del 2001, pero después de la inundación eso se perdió. La gente estaba mal y no había una conciencia de la salud mental. La gente empezaba a tener síntomas que se atribuían a cuestiones fisiológicas pero en realidad estaban ligadas a lo mental”, recuerda.
Cuando el agua bajó, Juan volvió a la casa de Barrio Roma durante meses con el objetivo de rescatar los libros de su madre, los recuerdos de su padre y los peluches de su hermana. Muy poco de todo eso pudo recuperarse. Ese movimiento fue la forma que encontró de sentir que algo estaba en sus manos.
A los pocos días de llegar a Yapeyú, el barrio donde la Cruz Roja Alemana las ubicó junto a 42 familias, Victoria sale de su casa vestida con una remera blanca y un short muy cortito. Al llegar al merendero se cruza con Claudia, la primera mujer trans que ve en su vida. No se conocen, pero después de unos segundos le dice: “¡Cómo son las mariquitas ahora!”. No era la primera vez que le decían marica, pero nadie lo había hecho desde el amor. Por primera vez entendió que había algo muy concreto en su identidad. No le pudo poner un nombre, lo trans vino más adelante, entrada la adolescencia. Esa tarde, por primera vez, sintió que alguien sabía quién era y se dio por aprobada.
En el barrio, las casas no tenían pozo para el baño, tampoco luz y había sólo tres canillas comunitarias para abastecer a todos. Las mujeres decidieron comprar cables y se engancharon a la luz. “Hasta ese momento yo nunca había visto la potencia de mi mamá, jamás la había visto en acción. También fueron esas mujeres las que decidieron cortar uno de los accesos de la ciudad para exigir mejoras para el barrio. Armaron tal escándalo que, al poco tiempo, comenzaron las obras. Todas ellas habían sobrevivido a lo mismo. Todas eran, también, víctimas de violencia machista que se encontraron a partir de la resistencia y la organización”.
Contra el olvido
El 29 de abril de 2018 Victoria vio, a lo lejos, muñecos gigantes que representaban a la Suprema Corte de Justicia de Santa Fe y a Carlos Reutemann. Dejó lo que estaba haciendo y se acercó. Después de quince años, en la plaza 25 de Mayo, recordó que se había inundado. “Necesitamos la amnesia. Primero para no confrontarnos con la injusticia de lo que había sucedido. Con la ruptura de los lazos sociales, de los espacios de pertenencia, con la identidad de cada une. Pero también utilizamos la amnesia para hacer el borrón y seguir adelante”. Reconocerse como sobreviviente le despertó un sentido social. Entendió que la inundación le sucedió a los pobres, al cordón oeste de la ciudad que sigue siendo zona inundable. Esa tarde se sintió parte de un colectivo del que nunca más se fue. “Me di cuenta que no sólo soy una travesti de un barrio, sino también una inundada”.
La causa contra los responsables de la inundación se inició el 5 de mayo de 2005. El juez Diego De La Torre imputó a diez funcionarios, entre los que estaba Carlos Reutemann. A pesar de eso, el ex gobernador sólo declaró por escrito y en calidad de testigo. El proceso estuvo plagado de irregularidades. Las organizaciones de inundados denunciaron la connivencia entre el Poder Judicial y los responsables políticos del desastre. Ninguna de esas denuncias tuvo respuestas. El 1° de febrero de 2019 el juez Octavio Silva firmó la sentencia a tres años de prisión (en ejecución condicional) para Edgardo Berli (ex ministro de Obras Públicas, fallecido dos años atrás) y Ricardo Fratti (ex director de Obras Hidráulicas provincial) por el delito de estrago culposo agravado por la muerte de 18 personas. Marcelo Álvarez, intendente al momento del crimen hídrico, estuvo imputado en la causa, pero falleció un año antes de conocerse el fallo.
Para Mariángeles, la falta de justicia es una de las razones por la que muchas personas no hablan del tema. “Una mañana te fuiste a trabajar, volviste y tu casa estaba tapada por el agua, o un familiar no logró salir a tiempo o, como mi abuela, se murió de tristeza. Después de todo lo que pasó nos trataron como parias. La sucesión de violencias, antes y después de la inundación, hace que muchas personas sientan que lo que pasó fue una cuestión de mala suerte”. Hoy es periodista y, aunque la elección no tuvo que ver con esta historia, cada aniversario trabaja para que más personas se animen a contar lo vivido.
Juan desarrolla su militancia a través del arte y desde ahí participó siempre. “Hicimos algunas obras de teatro en centros de evacuados, tocamos en las marchas. La tragedia fue colectiva y cada uno apeló a sus herramientas.” Lo conmueve, aún hoy, la ayuda de la sociedad. No así el accionar del Estado: “Fue siniestro, apostaron a la solidaridad antes que evitar las catástrofes. Ni hablar del resarcimiento económico, que fue muy simbólico. No me acuerdo exacto, pero sí tengo la noción de que era como que hoy te den 80 mil pesos”.
Desde el Movimiento de inundados señalan que el sistema de resarcimiento fue insuficiente. No contempló todos los daños y muchas de las personas afectadas no lograron cobrarlo. “Fue desordenado, arbitrario y revictimizante”.
Entradas relacionadas:
El trabajo en los centros de evacuados: "Algunos no eran seguros para la niñez"
Colón fue un dique para el barrio y el sufrimiento de Unión fue doble
"En el interior de mi casa el agua llegó a 2,20 metros"
Fuente:
Julia Cadoche, Crónica de sobrevivientes, a 20 años: recordé que me había inundado, 28 abril 2023, El Ciudadano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario