por Paola Becco │ ilustración Our Voice
El 13 de septiembre de 1987, dos chatarreros, Wagner Pereira y Roberto Alves, ingresan a una clínica abandonada en Goiânia, Brasil, buscando algunos objetos para poder vender. Encuentran una pieza cilíndrica muy pesada, principalmente de plomo, de unos 60 cm de largo, acoplada a esa pieza se encuentra otra de menor tamaño, y en su cabeza una cápsula aún más pequeña. Se la llevan en carretilla, y la desguazan a martillazos. Como no pueden desmontar completamente la unidad, se la venden al comerciante de chatarra Devair Alves Ferreira. Devair descubre que la cápsula tiene un polvo que emite una luz azulada que brilla en la noche, por lo que todos quedan maravillados. Los vecinos y sus parientes llegan para verlo y tocarlo. Leide, su sobrina de 6 años juega con él, y se lo esparce por el cuerpo ¡Es que parece el brillo de carnaval!
En ese momento comienza el mayor accidente radioactivo de la historia fuera de una instalación nuclear.
Habían pasado 16 meses de la tragedia de Chernobyl, y pocos días desde que el presidente José Sarney anunciara al mundo que ya dominaban la tecnología del enriquecimiento de uranio, lo que teóricamente coloca a Brasil entre los capacitados para construir arsenal atómico.
Inmediatamente después de la manipulación de la pequeña cápsula con ese polvo azul, el chatarrero, su familia, y vecinos, comienzan a padecer de intensos dolores, vómitos, pérdida de cabello, diarrea, úlceras en la piel. Hasta que la esposa del dueño del depósito comenzó a sospechar de ese polvo brillante.
El 28 de septiembre de 1987, María Gabriela Ferreira metió la cápsula en una bolsa, subió al colectivo, llegó al centro de salud de Goiânia, hizo fila para esperar su turno, hasta que finalmente entregó la bolsa a las autoridades sanitarias. La esposa del chatarrero no sabía que lo que contenía la bolsa. Ese polvo que parecía brillo de carnaval era Cesio-137, isótopo radioactivo, que además de envenenarla a ella en cantidades mortales, contaminaba todo el ambiente por donde pasaba, todo lo que tocaba y a las personas que encontraba. La bolsa fue dejada en una silla, en el patio de la unidad sanitaria, allí estuvo 2 días, mientras los empleados, (81 en total) la abrían, la miraban y la cerraban.
Tiempo después, de esos 81 empleados, diez fallecerían, muchos otros serían diagnosticados con cáncer de garganta, riñón, pulmón, cerebro, esófago y mamas.
En la mañana del 30 de septiembre, un físico fue hasta el hospital donde se encontraba alojada la bolsa. Ya a 80 metros de la fuente, su aparato de medición de radioactividad se saturaba, pensaba que estaba dañado, probó con otro, y el resultado fue el mismo. Cuando se dirigió al depósito de chatarra, el resultado de las mediciones también fueron las mismas. A partir de allí se arma un plan de emergencia, comenzando con un triaje para recibir a las personas contaminadas en el Estadio Olímpico de Goiânia, cerca del lugar del accidente. Los casos más graves fueron llevados a un hospital militar en Río de Janeiro.
Paralelamente, en Goiânia el pánico se apoderó de la población. En 10 días, 30.000 personas acudieron a los puestos de control de contaminación. Un número no calculado abandonó la ciudad. En cuanto a la Comisión Nacional de Energía Nuclear, responsable del control de los aparatos radiactivos en Brasil, no fue más allá de las declaraciones. Cada año, la Comisión envía cartas pidiendo informes de la situación de los más de 1.400 aparatos de radioterapia en el país. Menos de un 40 % responden. Pero la Comisión no hace nada para averiguar la situación de las omisiones. El Cesio-137 causante de la tragedia llevaba tres años abandonado.
La primera persona en morir fue Leide das Neves Ferreira, de 6 años, seguida por Maria Gabriela Ferreira de 37. Las autopsias realizadas mostraban infección generalizada, septicemia y un cuadro hemorrágico severo, causando daño completo en todos sus órganos.
Los ataúdes, forrados con gruesas capas de plomo, pesaban más de 600 kilos cada uno, y fueron recibidos con piedras en el cementerio de Goiânia. La población, descontrolada y asustada, apedreó los ataúdes en protesta por el enterramiento en la zona urbana de la ciudad. En cuanto a los objetos contaminados, 6 toneladas de material (tierra, árboles, casas, autos, muebles, objetos personales, e incluso animales) fueron removidos y llevados a un depósito (enterrados).
En solo dos semanas, la porción de 19 gramos de cesio causó daños masivos. Más de 112,800 personas fueron monitoreadas (249 fueron gravemente contaminadas) Oficialmente, cuatro personas murieron por exposición directa a la radiación. Pero según la Asociación de Víctimas de Cesio-137, el número de víctimas es mucho mayor y llega a 80.
El caso de Goiânia es el mayor accidente radiológico del mundo, y es una tragedia que no ha terminado. El Estado no rindió las debidas cuentas a la sociedad y mucho menos atendió debidamente a las víctimas de la contaminación, especialmente a las que trabajaron para remover los escombros radiactivos. Muchos trabajadores fueron convocados para realizar la descontaminación de los lugares por donde había circulado Cesio, pero les habían dicho que se trataba de un escape de gas. Muchos vinieron del interior de Goiás, en ojotas. Una vez terminado el trabajo, sus esposas e hijas lavaron o reutilizaron sus ropas. Hoy padecen enfermedades crónicas que, en muchos casos, los tribunales no reconocen que están vinculados al Cesio, y luchan por la asistencia jurídica y médica para ellos y sus familias.
Las primeras víctimas del cesio fueron envenenadas por negligencia por parte de la Comisión Nacional de Energía Nuclear (Cnen) y el Instituto de Radiología Goiano, pero al día de hoy, 34 años después, continúan con daños físicos, falta de apoyo, abandono, discriminación y aislamiento social; y el insistente empeño de las autoridades nucleares y nacionales para que la tragedia desaparezca de la memoria.
Un pueblo sin memoria, es un pueblo condenado a repetir su pasado.
Por Leide y por todas las infancias que han pagado con sus vidas los horrores de la tecnología nuclear.💕
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