jueves, 27 de agosto de 2020

El aire de Ischilín huele a dolor y a tierra devastada tras los incendios

Los campesinos perdieron animales y su economía de subsistencia. Se quemaron 18 mil hectáreas de monte.

por Héctor Brondo

El aire que se respira en Ischilín está impregnado de dolor y de olor a tierra devastada por el fuego.

En este departamento a un centenar de kilómetros al noroeste de la ciudad de Córdoba, la opacidad cubre gran parte de la llanura estrecha, del faldeo serrano y del filo cumbreño; lo hace con un manto que dispone texturas negras y grises en siluetas de bordes irregulares.

Como manchas caprichosas de mal agüero.

Se ven tizones humeantes que hasta hace poco eran árboles leñosos que llevaban años erguidos en el suelo.

Otros muestran brotes de esperanza pese a la quemazón colosal. Parece un prodigio de la naturaleza.

Una lluvia le vendría bien al impulso esencial y necesario.

También, a quienes desde abril elevan plegarias al cielo para que descargue agua de una buena vez para calmar la sed y aplacar el polvo y la desgracia por estas anchuras agrestes.

Miles de hectáreas de monte nativo parecen estallar al unísono en un llanto silencioso, desgarrador, seco.

Sólo se escucha el gorjeo de pájaros posados sobre el alambre que atraviesa una fila de postes tumbada casi por completo.

La volteó la lumbre abrasadora en complicidad con la sequía y con el viento que no cesan.

Los mismos bravucones que devoraron pasturas, savia montaraz y el esfuerzo de centenares de campesinos que no saben de resignación, aunque sí, de olvido.

Cristian Castro es uno de ellos.

Vive con sus padres, Amanda (78) y Miguel (77), en el rancho que levantaron sus ancestros.

Los baquianos conocen al establecimiento labriego como “Lo de Ramírez” e indican a los forasteros recién arribados a Ischilín Viejo cómo llegar hasta el lugar.

En una hoja de ruta imaginaria, marcan como referencia principal la casa que construyó Fernando Fader en Loza Corral.

En el chalé de ladrillos desnudos, el célebre artista plástico vivió desde 1916 hasta su muerte, el 28 de febrero de 1935.

En ese lapso plasmó en su pintura el esplendor agreste del norte cordobés, al que la hoguera de estos días transformó en un paisaje lacrimógeno. No precisamente por el humo apelmazado y el hollín que irritan los ojos de todos en la comarca.

“’Lo de Ramírez’ está como unos dos kilómetros más allá” del tesoro cultural que la Provincia convirtió en museo, indican los lugareños.

“Toman el camino como quien va a Cerro Negro y en el último poste de luz van a ver un portón de madera; ahí tienen que entrar y bajar un trecho nomás, no se pueden perder”, confían en su precisión cartográfica.

Los Castro crían vacas, cabras y chanchos para la venta y para la subsistencia propia. También, gallinas y otras aves de corral.

El rodeo es pequeño. De unos 80 animales en total, sin contar la media docena de caballos que usan para el arreo.

Entre el campo propio y otros dos que arriendan, suman unas 580 hectáreas

Calculan que el fuego les quemó la mitad de esa superficie áspera y escarpada y les mató algunos animales; “no muchos, gracias a Dios”, dice Cristian, quien también es preceptor en el anexo Ischilín Viejo del colegio Fray Luis Beltrán, de Deán Funes.

El establecimiento público sirvió de base a los bomberos que combatieron los incendios que ya arrasaron unas 18 mil hectáreas de monte nativo en la comarca.

Los socorristas pidieron nuevamente ayer las instalaciones de la escuela albergue para montar otra vez el campamento.

“Me acaban de avisar esta mañana que se estaría reavivando el fuego acá cerca. ¡Qué pena!” se lamenta Gisela Heredia, coordinadora del Ipem.

Un infierno

“En los últimos 30 años hemos sufrido tres o cuatro incendios grandes, pero ninguno como este”, asegura Amanda. Imagina que así quizá sea el infierno.

Miguel asiente con la cabeza mientras apura un mate amargo; encima de la última chupada apunta: “El de 1997 me quemó 37 cabras en una misma majada”.

La pareja comenzó a trazar la huella junta en el campo Las Palmas. Lo llama así porque abundan (¿o abundaban?) las palmeras silvestres.

Explica que tejiendo las hojas de caranday muchos pobladores de la zona se rebuscan el sustento diario haciendo artesanías.

Los cesteros y las cesteras de Copacabana tienen una fama que trasciende. Portan un saber histórico y manejan como pocos la técnica de transmisión familiar que algunos remontan hasta mediados del siglo VI.

El fuego que se inició hace 13 días en Villa Albertina quemó también por completo el terruño donde Miguel y Amanda trajeron al mundo a dos hijos de sangre y criaron a otros siete. La propiedad, de unas 280 hectáreas, pertenece ahora a Natacha Quiroga.

Azuzada por el vendaval, la llamarada se expandió con rapidez en distintos sentidos.

A doña Chena Gómez (72) le quemó hasta el patio de la casa. Vive con su hijo, su nuera y una nieta al costado de Las Palmas. “Pensé que iban a arder todos”, resume el infortunio.

A Betiana Vera (20), la flama le quemó vivo “al Rocío”, uno de los nueve caballos que tiene en el campo de 320 hectáreas que arriendan, en Cerro Negro, Pablo y Eduardo Castro, sus tíos.

“Estuve hasta el domingo buscando a un colorado con una mancha blanca en el hocico y no lo puedo encontrar”, lamenta la joven. Es su trotón preferido para las cabalgatas con la agrupación gaucha de Villa del Totoral, donde vive con su mamá desde hace cuatro años.

El resto de su tropilla está a salvo.

El fuego encendió la solidaridad

En estos momentos, a falta de pastura natural, las energías de los lugareños y la de voluntarios de todas partes están puestas en procurar alimento para los animales antes de que la hambruna logre lo que no pudieron hasta ahora el fuego y la sequía.

María Elisa, su hermana Elsa y un grupo de amigos mandaron como 120 rollos de alfalfa y forraje que les donaron en Sinsacate, en Colonia Caroya y en Jesús María.

“Somos oriundas de Villa Albertina y conocemos muy bien la zona. Nuestros padres aún tienen un almacén de ramos generales en Cañada de Río Pinto”, agrega María Elisa a sus credenciales ischilinenses.

Ayer por la mañana, Aldo Jiménez avisó “que, con gente de Canals, de Guatimozín, de Arias” y de otras poblaciones del extremo sur cordobés, consiguieron “cuatro equipos de alimentos: rollos de pastura, cebada, avena, sorgo y maíz”.

Pidió “algún permiso para que los camiones puedan circular sin problemas”, dado que no tiene tiempo para emitir una carta de porte o algún remito particular.

Matías Olivero, responsable del área Equinos de la Provincia, recibió el recado y lo elevó al Ministerio de Agricultura y Ganadería.

Esta cartera, a cargo de Sergio Busso, coordina la ayuda a las familias campesinas afectadas.

La asistencia se completará con créditos “blandos”, diferimientos impositivos y condonaciones de deudas.

Estos y otros instrumentos están contemplados en la emergencia agropecuaria por incendios decretada el martes por la Provincia.

Ayer llegó un camión cargado con más de mil bolsas de alimento para los animales rumiantes de los pequeños productores afectados por el fuego.

“La ayuda se va a repartir durante la tarde (por ayer) a 25 familias campesinas distribuidas a lo largo de los 28 kilómetros del camino de tierra que une Ischilín con Ongamira”, comentó María Belén Zárate. Ella es la jueza de paz de este poblado serrano de unos 250 habitantes permanentes.

Todo les viene bien en las circunstancias tremendas que soportan.

Les sirve para templar el ánimo y retomar la lucha.

El peor. “En los últimos 30 años hemos sufrido tres o cuatro incendios en nuestro campo, pero ninguno como este”, relata Amanda, en el pequeño campo, cerca de Copacabana, en el que crían animales para el sustento familiar.

Sequía aguda. La zona lleva más de 120 días sin una gota caída del cielo. Los animales del ganado de cría de muchos pequeños productores ya venían afectados por la falta de pasturas. El enorme incendio complicó más y acentúo los daños.

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Fuente:
Héctor Brondo, El aire de Ischilín huele a dolor y a tierra devastada tras los incendios, 27 agosto 2020, La Voz del Interior. Consultado 27 agosto 2020.

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