Fue
una de las masacres masivas de personas más trágicas de nuestra
historia. Pero aún no es reconocida en todo el país. Este domingo
se cumplieron 96 años. ¿Por qué es importante que trascienda lo
que pasó aquel 19 de julio de 1924 en Chaco? ¿Cómo siguen operando
aquellos discursos racistas sobre las comunidades indígenas en el
presente? ¿Qué relaciones hay entre Napalpí y la estigmatización
del Pueblo Mapuche o la reciente represión y tortura policial en
Fontana?
por
Marcelo Musante
Los
gendarmes y la policía montada estaban al acecho. Los Qom y Moqoit
reunidos en la zona de El Aguará no lo sabían. La policía rondaba
la reducción desde hacía dos meses. La Gendarmería de Línea,
desde hacía una semana. Sus nombres, armas y municiones quedaron
registrados prolijamente en listados oficiales.
Mientras
tanto, el gobernador del Territorio Nacional del Chaco, Fernando
Centeno, entablaba el supuesto diálogo con los líderes indígenas
que reclamaban por las condiciones de explotación a las que eran
sometidos. Pero era una trampa: al mismo tiempo que desde el Estado
se proponía a las comunidades indígenas canales de negociación, se
preparaban las acciones punitivas. Fórmulas del pasado y del futuro.
El castigo como figura siempre omnipresente.
La
Masacre de Napalpí era algo que iba a suceder en algún momento. Y
pasó. Centenares de Qom y Moqoit fueron asesinados el 19 de julio de
1924 por las fuerzas represivas estatales. Fue una consecuencia de
las características del sistema de disciplinamiento impuesto desde
el Estado y los sectores privados de la región a los pueblos
indígenas.
Iba
a pasar porque los asesinatos masivos sobre personas indígenas ya se
habían llevado a cabo antes, en las diversas campañas militares a
Pampa, Patagonia y la región chaqueña. Iba a pasar porque se
continuarían repitiendo en el futuro, como en el caso de La Bomba,
en Formosa en 1947, entre muchas otras.
Iba a pasar porque era un lugar de confinamiento para controlar los cuerpos y someterlos violentamente al trabajo. Los cuerpos como objetos. Como meras herramientas.
Iba a pasar porque esos cuerpos iban a revelarse colectivamente.
Iba a pasar porque no tenían permitido ninguna acción de resistencia allí adentro.
Y cuando esos cuerpos se sublevaron en la escena pública, fueron reprimidos y asesinados.
La
violencia en el espacio y los cuerpos
La
masacre se llevó a cabo en la Reducción Estatal para Indígenas de
Napalpí. Un espacio de control social que formaba parte de un
sistema más amplio. Un proyecto que implementó el Estado argentino
en Chaco y Formosa a espejo de las que ya existían en Estados Unidos
con múltiples denuncias por las consecuencias sobre las familias
indígenas.
Acá
llegaron a coexistir cuatro reducciones. Funcionaron entre 1911 y
1956. Hubo años en los que estuvieron concentrados más de siete mil
indígenas de las etnias Qom, Moqoit, Vilela, Wichí y Pilagá.
Los
presidentes de la Nación del momento se pronunciaban sobre las
reducciones como un sistema ejemplar y exitoso para la “incorporación
del indígena a la civilización”. Pero las condiciones eran otras.
“Siempre palo, palo y palo. Nosotros sufrimos mucho. No teníamos
ropa”, se acordaba Juan Ballesteros en Bartolomé de las Casas,
lugar donde funcionó una de esas reducciones en Formosa.
El
“proceso de civilización del indígena” implicó el trabajo a
destajo, con paga en mercadería del almacén del lugar, manejada por
el propio Estado nacional, y con deudas que se acumulaban con el
administrador de la reducción. La deuda como forma de
disciplinamiento.
Un
sistema de explotación basado fundamentalmente en el desmonte de
cientos de miles de toneladas de árboles nativos para proveer a la
industria maderera y al propio Estado para la construcción de vías
férreas. Vías que se construían abriendo picadas en monte cerrado.
¿Quiénes lo hacían? Los propios indígenas bajo control del
Ejército.
Las
mujeres, los niños y las niñas eran sometidxs al trabajo de la
cosecha y violentadxs por quienes trabajaban para la administración.
Las enfermedades no tenían modo de ser curadas en las salas de
primeros auxilios desabastecidas.
El
control era ejercido con extrema violencia. “Los indígenas eran
estaqueados toda la noche como castigo”, recuerda Bernardino Paz en
Colonia Aborigen, lo que antes era Napalpí.
Resistencia
y represión
Pero
en un momento, en la Reducción de Napalpí, se llevó a cabo una
acción de resistencia. Los caciques Dionisio Gómez y José Machado
entre los Qom, y Pedro Maidana y la cacica Mercedes Dominga entre los
Moqoit, son los nombres que lxs sobrevivientes mencionan como los
referentes de la protesta.
Se
reunieron centenares de personas en la zona del Aguará, dentro de la
reducción, para reclamar por una quita que le impusieron al precio
de la cosecha del algodón, por las condiciones de salud y
alimentación, por la explotación laboral y por un decreto que
prohibía que puedan ir a trabajar donde quisieran, entre otras.
Mientras
los líderes indígenas negociaban con las autoridades estatales las
fuerzas policiales se iban organizando.
Entre
el gobernador Fernando Centeno, el jefe de Policía Diego Ulibarrie,
el comisario Roberto Sáenz Loza, el sargento Alejandro Verón y
Mario Arigó, administrador de la reducción, se definió la
represión. El ministro del Interior de la Nación era Vicente Gallo
y el Presidente, Marcelo T. de Alvear.
El
19 de julio de 1924 el Regimiento de Gendarmería de Línea y la
Policía Montada avanzaron sobre las y los indígenas reunidos. La
represión incluyó la utilización del avión Chaco II que despegó
del Aero Club Chaco al mando del sargento Emilio Esquivel y del
piloto estadounidense Juan Browis. El historiador y piloto Alejandro
Covello afirma que fue justamente esa la primera vez en la historia
argentina que se utilizó un avión para reprimir desde el aire a
población civil.
La
foto del avión -que se encuentra en el Instituto Iberoamericano de
Berlín- tiene al dorso una referencia escrita por Lehmann Nitsche,
antropólogo alemán que estaba por esos días en Chaco: “avión
contra levantamiento indígena”. Él nunca mencionará la masacre
en sus futuros textos. El silencio de la ciencia.
La
matanza continuó los días siguientes con la policía persiguiendo a
la gente por el monte. Los relatos de las personas sobrevivientes son
el espanto y la crueldad. Asesinatos de niño/as y anciano/as,
violaciones, mutilaciones y cuerpos quemados en fosas comunes.
Quienes pudieron sobrevivir y luego contar la masacre lo hicieron
escondidos en el monte durante varios días.
Durante
mucho tiempo, la Masacre de Napalpí fue encerrada al olvido. Un
parte policial de ese mismo año clausuró la investigación. De nada
sirvió el debate abierto en la cámara de diputados y el pedido de
una comisión investigadora.
Recién
en 2004 se inició una demanda civil por Genocidio contra el Estado
Nacional que aún no tiene resolución final. Y en 2014 se inició un
proceso de investigación por parte de la Fiscalía Federal de
Resistencia que es llevado adelante por el fiscal Diego Vigay y por
el que solicita la realización de un Juicio por la Verdad
considerando las normas de imprescriptibilidad de los crímenes de
lesa humanidad.
La
violencia por otros medios
Cuando
la masacre terminó, la Reducción Estatal para Indígenas de Napalpí
siguió funcionando. Incluso doce años después fueron creadas otras
dos reducciones y puestas bajo el control de la Gendarmería de
Línea. Quizás a modo de reconocimiento por los servicios prestados
ese 19 de julio de 1924.
A
pesar del asesinato de cientos de personas dentro de una institución
estatal realizada por sus propias fuerzas de seguridad, las
reducciones para indígenas continuaron funcionando durante 32 años
más. Hasta 1956.
En
Napalpí el control se profundizó. Se continuó con la utilización
de brazaletes para diferenciar a quienes se consideraba “pacíficos”
de los que no.
La
administración de la reducción elaboró documentos oficiales con
listados que incluían el nombre y apellido de quienes se sugería
expulsar y se lxs categorizaba en columnas de “concepto y
observaciones”. Allí se definía a las personas como
“inadaptable”, “vago”, “propagandista insidioso contra la
administración”, “inepto”, entre otras.
Y
una definición muy explícita era: “formó parte de la
sublevación”. Esta forma de marcación negativa de las personas
indígenas sometidas en la reducción traía peligrosas
consecuencias.
Quienes
eran expulsados de la reducción, lo eran a un territorio chaqueño
en el que todavía operaban las fuerzas militares y en el que para
transitar, al ser indígena, se requería un salvoconducto, “un
papel firmado” por alguna autoridad estatal o ingenio privado. No
tenerlo implicaba que ese sujeto había fracasado en el intento
estatal civilizatorio.
Noticias
de ayer, discursos de hoy
Las
construcciones discursivas sobre el indígena también son centrales
para comprender la Masacre de Napalpí y los discursos que circulan
aún hoy con componentes racistas.
Los
medios de comunicación fueron centrales en la preparación de la
masacre, produciendo discursos de malón y de peligro para la
población blanca de los alrededores. Y luego, también lo fueron
invisibilizándola.
Antes
de la masacre aparecían en los medios los pedidos de “acción”
(léase represión) sobre los indígenas de Napalpí. Pero después
de la matanza, la noticia desapareció por completo. Salvo en una
edición especial, exclusivamente sobre la masacre, que realizó el
diario El Heraldo del Norte un año después, en 1925. Edición que,
como explica la investigadora Mariana Giordano para entender los
silencios sobre Napalpí, debió hacerse desde Corrientes ya que
había sido censurada por el gobierno territoriano del Chaco.
Los
medios de comunicación operaron a favor de los sectores económicos
más importantes de la provincia relacionando el peligro de la
“revuelta indígena” con “los productores”.
El
diario La Nación, por ejemplo, el día mismo de la masacre publicó
una nota mencionando telegramas de preocupación de la Cámara de
Comercio del Chaco y de la Sociedad Rural al presidente de la Nación,
Marcelo T. de Alvear.
El
propio Ministerio del Interior de la Nación mencionó en sus
memorias en relación a la masacre que “dicha reducción sufrió
grave retroceso (…) indígenas traídos de distintos puntos del
territorio por agitadores de profesión cometieron desmanes de todo
género”. El indígena aparece como el culpable. Como el sujeto que
se relaciona con “agitadores” y pone en riesgos el desarrollo
económico.
Más
acá en el tiempo, se hizo la misma inversión con el Pueblo Mapuche,
asociándolo a supuestos grupos terroristas, planteándolos como
usurpadores de la propiedad privada. Definición de enemigo interno
que terminó en el asesinato de Rafael Nahuel en 2017 y la represión
en el Lof en Resistencia Cushamen que finalizó con la desaparición
forzada seguida de muerte de Santiago Maldonado. Otra vez, como en La
Nación de 1924, se mezclaron las tierras, el capital privado y el
accionar represivo. La represión se asoció a una “necesidad de
pacificación”, de restablecimiento de una “normalidad” que fue
rota por ciertos grupos que estarían por fuera de ella.
En
el caso de los pueblos indígenas, esos discursos han circulado desde
la propia conformación del Estado-nación y han servido como
legitimadores de la violencia. De la idea de “malón” a la de
“terroristas”. Y, como en Napalpí, se ocultan tras la búsqueda
de “paz y seguridad”.
Estos
últimos meses estuvimos escuchando -en el marco de la pandemia de
COVID-19- discursos sobre “indios “infectados” en el Barrio
Toba de Resistencia, que los marcaban como los culpables de poner en
riesgo al resto de la población. Con ese mismo grito en la boca, la
policía chaqueña entró violentamente a una casa en Fontana, cuyas
imágenes circularon por todos lados, para golpear y abusar de una
familia.
A
principios de año, cuando fallecieron por desnutrición muchxs niñxs
wichí en Salta, la respuesta de los funcionarios de salud de la
provincia fue culpar a las propias familias por sus “costumbres”.
Discursos
de ayer que se continúan reproduciendo hoy y que estigmatizan,
marcan y matan. Ese “indios infectados” que apareció en la
represión de Fontana en junio de 2020 se retroalimenta en ese
“indios revoltosos” del 19 de julio de 1924.
La
historia no termina
Como
siempre dice el historiador qom Juan Chico, haberle cambiado el
nombre de Napalpí al lugar donde ocurrió la masacre y colocarle el
casi genérico de “Colonia Aborigen” es un intento de borrar la
historia de lo que allí pasó.
La
masacre de Napalpí intentó producir el disciplinamiento a través
del terror. No sólo dirigido a la gente que allí vivía, sino como
mensaje al resto de las comunidades indígenas de la zona. Para
mostrar que una protesta se reprime. Siempre.
Pero
no hay modo de borrar la memoria. Y la gente siguió recordando y
contando. Cada vez que algún pedazo de tierra es arado aparecen
signos de la represión: se encuentran fusiles, restos óseos, como
recuerda Ramón Verdán.
Todavía
hoy quienes aseguran que se sienten ruidos, de cadenas, de golpes. La
memoria duele. Durante muchos años, como cuenta Mario Paz
-comunicador de la Colonia Aborigen- los ancianos no enseñaban la
lengua como una forma de protección a las nuevas generaciones. Había
sido muy fuerte el castigo. Muy violento. Se había aprehendido que
ser indígena podía ser peligroso. Ir a los pueblos de al lado a
vender mercadería o conseguir trabajo implicaba tratar de ocultar la
identidad.
Recién
50 años después de la masacre comenzaron a aparecer los textos con
los relatos. Muchos, por suerte. Con muchos abordajes. Con
testimonios y documentos. Ya no se puede ocultar la Masacre de
Napalpí.
Incluso,
se fueron encontrando a través de un profundo trabajo de la
Fundación Napalpí, a ancianas y ancianos sobrevivientes. Melitona
Enrique, Pedro Valquinta y Rosa Grilo (que aún vive en la Colonia)
pudieron contar lo que vieron de niños al ocultarse en el monte. Y
sus testimonios pudieron incorporarse al proceso para llevar adelante
el Juicio por la Verdad. Un proceso fundamental para sentar
precedentes. Igual al que está llevando adelante la Federación
Pilagá por la Masacre de Rincón Bomba, en octubre de 1947.
En
uno de esos testimonios, Pedro Valquinta, moqoit, cuenta que también
sobrevivió a la masacre de El Zapallar, Chaco, en 1933.
Sobreviviente a dos masacres estatales en apenas nueve años.
El
proceso de memoria sobre la Masacre de Napalpí lleva muchos años y
el manto de terror y silencio que se intentó imponer se fue
horadando de muchas maneras.
En
Colonia Aborigen la cacica Mercedes Dominga tiene su monumento en la
zona moqoit de la Colonia Aborigen. Y un mural pintado colectivamente
en la plaza central muestra el momento en que el avión sobrevoló y
disparó sobre la gente. Es la memoria de generaciones.
Desde
el Estado provincial, en 2008, se realizó un pedido de perdón por
la Masacre de Napalpí y el tema se incluyó en la agenda pública y
educativa. Ahora, se está inaugurando un memorial en la zona para
recordar a los ex combatientes qom muertos en la Guerra de Malvinas y
donde serán ubicadas las urnas con los restos óseos de nueve
caciques que el Museo de Ciencias Naturales de La Plata restituyó en
2018. Sus esqueletos fueron exhibidos en sus vitrinas del Museo
durante más de cien años, en otra violenta y cruel práctica del
Estado y sus instituciones sobre los pueblos originarios de nuestro
país.
Aún
es un desafío que la Masacre de Napalpí trascienda lo provincial y
pueda ser estudiada en escuelas de todo el país. Que el 19 de julio
sea una fecha que no sólo tenga significancia en Chaco. Que exceda a
investigadores, comunidades, docentes, periodistas y militantes de
causas indígenas.
Pero
son procesos que todavía, lamentablemente, encuentran fuertes
resistencias. ¿Por qué no hay actos nacionales por esta masacre?
¿Por qué no está en las efemérides de todas las escuelas? ¿Por
qué los medios masivos de alcance nacional no la recuerdan? ¿Cuánto
de esto se explica en que fue una masacre sobre pueblos indígenas?
Las
lógicas negacionistas sobre el genocidio indígena en Argentina
siguen siendo muy fuertes. Las prácticas y discursos racistas siguen
apareciendo y las represiones en los territorios continúan a la
orden del día. Para romper esas resistencias es indispensable el
ejercicio de la memoria y disputar los sentidos establecidos. Ahí
radica la importancia de volver a Napalpí, de volver 96 años atrás.
Para encontrar cómo opera la lógica de estigmatización sobre las
comunidades indígenas que luego habilita la violencia estatal y cómo
eso se sigue repitiendo una y otra vez en el presente.
Marcelo Musante es Sociólogo e investigador de la UBA, integrante de la Red de Investigadorxs en Genocidio y Política Indígena en Argentina. Escribió sobre Napalpí y Reducciones Estatales en los libros colectivos En el país de nomeacuerdo (Universidad Nacional de Río Negro) y en Historia de la Crueldad Argentina (Ediciones El Tugurio).
Fuente:
Marcelo Musante, ¿Por qué tenemos que hablar de Napalpí?, 20 julio 2020, La Izquierda Diario. Consultado 20 julio 2020.
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