Vestido
con una camiseta azulgrana con el nombre de Messi en el dorsal, un
niño de la nacionalidad Sapara viaja en una canoa por un río de la
Amazonía ecuatoriana. De la selva lo conoce todo, aunque no tiene ni
idea de quién es el astro argentino del fútbol.
por
Daniela Brik
¿Eres
del Barça?”, pregunta una foránea para iniciar la conversación,
y ante el mutismo del menor, insiste: “¿Te gusta Messi?”, a lo
que el niño, con un inusual pelo castaño, responde con cara de
desconcierto, reflejo inequívoco de su desconocimiento.
Con
solo diez años, los niños de esta nación indígena navegan sus
canoas con absoluta destreza por los ríos de la cuenca que fluye
hasta el Amazonas, pertrechados con unos largos y rígidos tallos.
Pese a su juventud, conviven con un entorno natural tan salvaje como
único, del que forman parte indisoluble y que, para la mayoría, es
su único mundo conocido.
Las
vías fluviales son la única conexión entre comunidades, y la
Sapara al ser la más pequeña de las nacionalidades originarias de
Ecuador, se encuentra en una lucha por su existencia a la que se ha
sumado una nueva amenaza: la COVID-19.
“Como
nacionalidad declaramos mantener el semáforo rojo. Está prohibido
el ingreso y retorno de personas particulares a nuestro territorio”,
anunció esta semana la presidenta del Consejo de Gobierno Sapara,
Nema Grefa.
Pueblos
indígenas en la encrucijada
Asentados
en la provincia suroriental de Pastaza, esta nacionalidad está
compuesta por apenas 570 miembros, y la amenaza del coronavirus les
ha forzado a un aislamiento voluntario para evitar contagios y un
posible etnocidio.
Declarado
en 2001 Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, el pueblo
sapara puede, de momento, considerarse privilegiado. No registran
positivos, quizá en buena medida debido a que no disponen de
carreteras que conecten sus asentamientos con otros municipios, pero
su reducido número los coloca al borde del abismo si llegara el
virus.
No
ha sido el caso de otras comunidades étnicas amazónicas que ya
cuentan contagiados y fallecidos, y brotes como el de los waorani,
cuyo territorio colinda con el sapara, donde según las denuncias el
70% presenta síntomas de coronavirus.
La
paulatina pérdida de los territorios ancestrales por actividades
industriales como la tala y la extracción de combustibles y
minerales, los vertidos de crudo y pesticidas, y un aislamiento
voluntario que conlleva la inevitable falta de acceso a la salud y
productos básicos, sitúan a las nacionalidades originarias
amazónicas bajo una amenaza extrema.
Asentamiento
libre de COVID 19
Unas
30 personas, apenas cinco familias de saparos, residen en la
comunidad de Llamchamacocha, situada en la cabecera del río Conambo,
que serpentea entre la tupida vegetación por este territorio
indígena.
Es
uno de los 26 poblados de una nación endémica, que de acuerdo a sus
líderes, abarca un territorio ancestral de 375.000 hectáreas.
Aunque
algunos reciben al visitante con mascarillas, en su día a día no
conocen de medidas de bioseguridad y su actividad se circunscribe a
la pesca con arpón, la caza con cerbatana o la más moderna
carabina, además de la cosecha de yuca, plátano y hortalizas en
“chacras” o parcelas de cultivo individuales.
Los
niños de la comunidad juegan todas las tardes al deporte rey en una
enorme cancha de césped auténtico y porterías hechas con palos de
madera, aunque no saben de clubes ecuatorianos ni tampoco de un tal
Messi.
El
campo principal de la comunidad, que a veces se convierte en un
lodazal por las intensas lluvias propias del clima amazónico, se
ubica junto a la pista de aterrizaje y despegue de las avionetas con
las que llegan víveres y, antes del COVID-19, algunos grupos de
visitantes extranjeros muy particulares.
Un
territorio sin carreteras
A
diferencia de otras nacionalidades indígenas de la región, los
saparos rechazan la construcción de carreteras por el riesgo
medioambiental que entrañan.
“Si
vienen carreteras los buses arrojan gasolina y nos contaminan el río
y llegan los madereros”, advierte Ipiak, una adolescente de 16 años
que luce un enorme pendiente de bambú en su oreja derecha.
El
líder de la comunidad, Manari Ushigua, menciona el “ecocidio”
que sufrieron cuando la población, conocida como una de las más
numerosas de la región amazónica, pasó de unos 20.000 miembros a
poco más de medio millar en Ecuador, y un número similar en el
vecino Perú.
La
fiebre del caucho entre 1875 y 1914, que los esclavizó y trajo de la
mano enfermedades que diezmaron a poblaciones enteras, además de
conflictos e incursiones de otros grupos indígenas, redujeron
considerablemente su número hasta el borde de la extinción.
En
la actualidad, son los últimos representantes de un grupo
etnolingüístico que comprendía muchas otras poblaciones antes de
la conquista española, que resistió los intentos de cristianización
de un fraile “que decía que era dios”, y que busca preservar su
identidad con la asimilación de pobladores de otras nacionalidades
como la Achuar y la Kichwa de Sarayaku mediante matrimonios mixtos.
Conscientes
de su dilema existencial, la nacionalidad ha pedido al mundo con una
declaración denominada “Kamunguishi”, voz sapara que significa
“renacer”, que se respete la selva, “Naku”, y su forma de
vida ancestral.
“Como
nación Sapara le hemos dicho al Estado: déjanos vivir como nosotros
queremos vivir“, explicó a EFEverde su líder Manari, tocado con
un colorido penacho, tras oficiar una ceremonia ritual.
Lengua
en extinción
Apenas
tres personas mayores de la nacionalidad hablan el idioma sapara,
pese a que se han elaborado borradores de su gramática y léxico e
intentar enseñar el dialecto a las nuevas generaciones.
Mukutsawa
Santi, abuela de la comunidad es una de ellas, y pese a que se
expresa con sus familiares en kichwa, lengua vehicular impuesta por
la nación Sarayaku, no desiste en su empeño de hablar a sus nietos
en el idioma que le enseñaron sus padres.
“Mi
hermana mayor, con la que hablaba en sapara está en la cama enferma
y ya no podemos charlar”, lamenta entre sollozos esta mujer, de
edad incierta.
Junto
a su choza de madera de una sola planta y tejado a dos aguas de hojas
prensadas, Santi cuenta a través de uno de sus descendientes que
hace de traductor, cómo perdió a sus padres a una edad temprana en
la fiebre del caucho, en lo que fue una generación perdida.
Los
sapara representan una ínfima parte de ese 1,36 millones de
ecuatorianos que se definen como indígenas, y su lengua, también
conocida como “kayapwe”, es estrictamente oral.
La
vida es sueño
Mantienen
además una relación muy particular con el mundo onírico y viven y
conviven con los sueños, que los conectan con el mundo espiritual y
de sus ancestros.
“Es
un pueblo de los sueños porque tenemos grandes intérpretes. Soñamos
para vivir y vivimos para soñar”, afirma a EFEverde la joven Sani
Montahuano, de 22 años.
Así,
cada día, aún de madrugada, es común que grandes y pequeños se
junten en torno a una infusión de guayusa recién hecha, acompañada
por “chicha” de yuca, bebida ceremonial elaborada a base del
fermento del tubérculo, para interpelar y darle sentido a lo soñado.
De
acuerdo a las interpretaciones, los saparas creen que pueden conocer
qué porvenir les espera y construir su propia cosmovisión.
Situaciones
como la llegada de una enfermedad mortal al planeta, que luego han
conocido como el coronavirus, o la extinción de su lengua, han sido
soñadas o incluidas entre sus profecías genésicas en las que
resulta fundamental el uso ritual de la ayahuasca, una combinación
de plantas amazónicas considerada uno de los psicotrópicos más
potentes y empleada de forma medicinal en terapias de
desintoxicación.
“Nos
sirve para conectar con nuestra segunda vida de los sueños y
proteger la comunidad -aclara Montahuano-. Podemos comunicarnos con
nuestros abuelos y los espíritus para que nos defiendan y guíen”.
Inusual
cabello rojizo
De
tanto en tanto, los saparos conviven con otras poblaciones conocidas
como los “no contactados”, descritos como “aquellos que pueden
convertirse en árboles” y “no ser vistos” por su habilidad
para mimetizarse con el entorno y morder una planta selvática
gracias a las cual pierden todo rastro oloroso humano.
Las
jóvenes de la comunidad suelen dejarse la cabellera larga y teñirse
el pelo con una planta conocida en su dialecto como aritiawku, que
deja las manos negras como el carbón. En su cosmovisión, este
pueblo procede de un mono de pelaje colorado llamado Kutu, razón por
lo que, creen, muchos de sus descendientes tienen el cabello con
inusuales tonos rojizos.
Pero
su fábula fundacional incluye al primer hombre saparo llamado
Tsitsano, que es guiado por una tórtola a lo largo de un sinnúmero
de peripecias y animales que quieren devorarlo, hasta que finalmente
es salvado para establecer un nuevo pueblo.
“No
queremos perder esto, queremos dejar algo para nuestros nietos, que
puedan ver lo bello de la Amazonía”, concluye la joven aferrada a
un único sueño individual y colectivo: el de la supervivencia.
Fuente:
Daniela Brik, El último sueño Sapara, sobrevivir en la Amazonía, 30 junio 2020, EFEverde. Consultado 2 julio 2020.
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