jueves, 18 de junio de 2020

“Los mortales efectos del torio se arrastran hasta hoy, como con el amianto y por la misma razón”

por Salvador López Arnal

Francisco Báez, extrabajador de Uralita en Sevilla, autor de Amianto: un genocidio impune, inició en los años 70 del pasado siglo la lucha contra esta industria de la muerte desde las filas del sindicato de CCOO. Ha dedicado más de 45 años a la investigación sobre el amianto. En sus escritos, también se ha referido al tabaco -potenciador de la acción cancerígena del amianto- a la contaminación radiactiva del tabaco, procedente de los suelos de su cultivo, tratando también de la radiactividad, en general, y en concreto de la del torio, elemento radiactivo que en el pasado tuvo un indebido uso medicinal.

Acaba de publicar en rebelión un nuevo libro: «Thorotrast»: una locura radioactiva https://rebelion.org/wp-content/uploads/2020/06/THOROTRAST-1.pdf

¿Qué es eso de Thorotrast? ¿Por qué habla usted de una locura radiactiva?

El Thorotrast, desde hace décadas ya en desuso, era una suspensión coloidal de dióxido de torio. Al tratarse de un elemento radiactivo -el torio-, sus mortales efectos se arrastran hasta nuestros días, al igual que ocurre con el amianto, y por la misma razón: el dilatado tiempo de latencia de las enfermedades cancerígenas originadas, en uno y en otro caso.

Hablo de «locura radiactiva», porque, desde una fecha bastante temprana, ya existían evidencias suficientes de su mortal peligrosidad, como ya se encargaron de advertirlo oportunamente algunos autores y alguna entidad científica, a pesar de lo cual se hizo caso omiso, persistiéndose en un aberrante uso medicinal, durante varias décadas más. En total, los primeros ensayos comenzaron en la década de los años 1910, y el cese ocurrió en la década de los años de 1960, aunque el declive ya comenzó en los años de la década anterior.

¿Nos puede dar una idea básica de la temática de su libro? ¿A quiénes está dirigido?

El libro pretende tener un carácter divulgativo, aunque con ribetes de posible utilidad académica. Por ejemplo: en la «Bibliografía», accesible a través de enlace a fichero dropbox, y que no es la «BIBLIOTECA DIGITAL» que también se aporta, se presenta una selección casi exhaustiva de la literatura científica sobre el torio, y en concreto sobre el «Thorotrast», y en la gran mayoría de las reseñas bibliográficas se suministra un enlace de acceso al respectivo texto íntegro de todo el trabajo, publicado por el autor o autores, en cada respectiva oportunidad.

En cuanto a la temática del libro, resulta ser, con un núcleo central dedicado al «Thorotrast», de una heterogénea diversidad, que podría resultar un poco desconcertante, y que queda bien reflejada, si atendemos al variopinto contenido de los textos accesibles, por su inclusión en la susodicha «BIBLIOTECA DIGITAL», en lo que viene a constituir un aluvión de hipertexto, que si lo volcáramos en papel, el resultado daría cumplida cuenta de la utilización del término «biblioteca». Es un servicio, que el autor ha pretendido hacer, en beneficio de aquellos a quienes puede interesar algunos de los variados contenidos incluidos.

Abre su ensayo con estas palabras:

Con los enemigos invisibles, como es, por ejemplo, la fracción respirable del polvo del amianto -que no se huele, ni se le ve, ni se le escucha-, o la radioactividad, que si no llega a alcanzar una excesiva intensidad, tampoco se hace perceptible en la inmediatez temporal, o también con los patógenos ultra-microscópicos y terriblemente letales, con todos esos indetectables enemigos naturales (a veces potenciados por una acción humana, que busca, a cualquier precio ajeno, el beneficio económico privado y propio) nos encontramos con que, además de que la Evolución no nos haya dotado de resortes de advertencia, con los que poder reaccionar a tiempo, tendremos también, que, a muchos de nosotros, los humanos, además nos ha dejado huérfanos de la adecuada sensibilidad, hacia los letales perjuicios de nuestro prójimo, cuando tales mortales daños ya son harto patentes”.

¿Huérfanos de la adecuada sensibilidad hacia los letales perjuicios de nuestro prójimo, cuando tales mortales daños ya son harto patentes? ¿La evolución es la responsable?

Evidentemente, la evolución no es responsable de la insensibilidad humana hacia los daños originados por nuestros propios comportamientos egoístas, pero digo, por eso precisamente, que evidentemente para eso la evolución no nos llegó a preparar, o dicho de otra forma, que nuestra supervivencia como humanos, no precisó de tener que preservar un acervo genético que incluyera una cualidad moral, como es la del altruismo.

Esa es, al menos, mi opinión, a pesar de que con carácter general, como ya se ocupó Lynn Margulis de resaltar, el espíritu de cooperación ha sido un elemento positivo para la supervivencia, pero, a la vista está, que la «mala uva» se prodiga, y se prodigó mucho en el pasado, en la «parra» de la especie humana.

Hablo de guerras biológicas, de torturas, de racismo, de xenofobia, de sacrificios humanos, de canibalismo, de genocidios, de maltrato machista, de capitalismo depredador, de colonialismo, de muertes en la hoguera, de gladiadores, de inermes humanos, lanzados a ser devorados por las fieras, para entusiasta regocijo de un extasiado y fervoroso público, etc., etc.

Para eso, no ha sido para lo que la evolución nos dotó de «neuronas espejo», con las que empatizar con nuestro prójimo, con sus sentimientos y estados de ánimo.

Le sigo citando: “El dios de los ateos se veneró a sí mismo -Diderot dixit, mutatis mutandi-, mientras que en toda la faz terrestre no hubo, en todas esas ocasiones, nada que festejar”. ¿Qué dios de los ateos es ese?

Evidentemente, ninguno. No hay «Dios de los ateos». Con esa expresión, lo que trato de enfatizar, es la inoperancia de una hipótesis, la de la existencia de un Dios creador del Universo, que se evidencia como superflua, a la vista un resultado manifiestamente mejorable, en donde, por ejemplo, el precio del sexo, y de la consciencia de sí mismo, incluida la de la propia inexorabilidad de la muerte, sea, nada más y nada menos, que precisamente esa misma muerte.

En su “Preludio explosivo” habla usted del libro de Eileen Welsome “COBAYAS HUMANOS. LOS EXPERIMENTOS RADIACTIVOS CON HUMANOS, QUE OCULTÓ ESTADOS UNIDOS”. ¿Lo ha leído? ¿Qué es lo que más le ha llamado la atención? ¿No son “prácticas frecuentes” en el hacer usamericano?

Lo he leído. El libro es demoledor. Todo. Por eso recomiendo su lectura, indicando que aunque la edición en papel pueda estar agotada, existe una versión como e-Book, que se puede adquirir.

Inolvidables las múltiples ocasiones en las que a las víctimas de experimentos con elementos radiactivos, se les ha engañado sobre su verdadera naturaleza, o simplemente se les ha ocultado. Por muy mala opinión que se pueda tener de ese «hacer usamericano» al que alude, creo que lo desvelado en el libro (que no es todo lo que se ha llegado a hacer público, tras el ímprobo esfuerzo de la autora), rebasa a cualquier parangón imaginable.

No sabría decir qué es lo que más me ha llegado a llamar la atención. Quizás, lo «burros» que parecen ser, a la vista de sus comportamientos, «colándose» en la llamada «Zona cero» de las explosiones atómicas, cuando todavía están «fresquitas» o «acabadas de salir del horno».

Cita usted este paso del libro: “Según la documentación y las informaciones sobre este caso, las cabezas pertenecían a prisioneros decapitados por el dictador Francisco Franco en España y habían llegado a los Estados Unidos en la década de 1950 por medio del neurocirujano de Harvard Hannibal Hamlin, que estaba investigando un nuevo tratamiento para la enfermedad de Parkinson. Después, Hamlin entregó las cabezas a Paul Yakovlev, uno de los antiguos investigadores de Ferland. Yakovlev había adquirido una colección de mil cerebros, que con el tiempo fueron donados al Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas. Él y sus sucesores habían tratado en numerosas ocasiones de donar esos órganos a una institución médica, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. Con el tiempo, las cabezas se almacenaron y se olvidaron”.

¿Prisioneros decapitados por el franquismo? ¿Los fusilaban y decapitaban, y luego los “exportaban”? ¿Nos cuenta la historia?

No me ha sido posible corroborar ese relato, contrastándolo con otras fuentes. La forma más certera de hacer una búsqueda por Internet, es haciéndolo por los nombres propios intervinientes en el relato, pero en esta oportunidad, la búsqueda no me ha proporcionado más que resultados que nada tienen que ver con el objeto de la búsqueda. Así que, por consiguiente, la historia a contar, forzosamente se tiene que limitar a lo ya narrado, cuya única fuente ha sido el libro de Eileen Welsome.

Habla usted de la ocupación inmediata del terreno sobre el que se acababa de hacer explotar una bomba atómica, “lo que se denominaba como «Zona Cero», bombas termonucleares - “bombas H”- inclusive”, ordenada por las autoridades militares norteamericanas. ¿Para qué? ¿Quiénes ocupaban esa Zona Cero? ¿Con riesgos para sus vidas?

Lo hacían, por orden de sus jefes, las tropas previamente preparadas para hacer esa inmediata ocupación. La tesis de los estrategas, era que, en un bélico supuesto real, esa ocupación no demorada les parecía plena de sentido operativo.

Lo del riesgo para sus vidas, al ser invisible la radiación, no ser de inmediata aparición sus efectos, y no haber sido debidamente advertidos por sus mandos de la índole real del riesgo asumido, no fue objeto, en lo inmediato, de una adecuada comprensión, más allá de lo que debiera de haberles hecho patente el puro sentido común. Años después, sí se produjeron demandas judiciales, cuando ya los letales efectos eran harto patentes.

Comenta también que tanta «familiaridad» de los físicos con la radioactividad, bélica y de toda índole, les llevó a menospreciar gravemente sus reales riesgos. ¿Qué físicos eran esos? ¿No debería haber sido lo contrario: a mayor “familiaridad” mayor conocimiento del peligro y mayor prevención por tanto?

Los físicos fueron, evidentemente, los que estuvieron embarcados, a hoz y coz, en la creación de las bombas atómicas, de lo cual, algunos de ellos, desde el principio, fueron entusiastas impulsores. Sus voces, quitando hierro a las advertencias de prevención, «tenían truco». Eran los padres del monstruo que habían creado.

Habla usted del contador Geiger. ¿En qué consisten esos contadores? ¿Qué miden? ¿Quién fue su inventor?

Un contador Geiger es un instrumento que permite medir la radiactividad de un objeto o lugar. Es un detector de partículas, así como de radiaciones ionizantes.

El primer dispositivo llamado «contador Geiger», que solo detectaba partículas alfa, fue inventado por el físico alemán Hans Geiger y su compañero neozelandés Sir Ernest Rutherford, en 1908.

No fue hasta 1928, cuando Geiger y Walter Müller (estudiante de doctorado, con Geiger como profesor) desarrollaron el tubo Geiger-Müller, capaz de detectar varios tipos de radiación ionizante.

Hay una cuestión que debe de quedar bien clara. Si bien es cierto, que la radiación alfa -núcleos de helio, completamente ionizados-, que es la que desprende el torio, como el del «Thorotrast», puede ser apantallada por una simple hoja de papel, sin embargo, como quiera que el «Thorotrast» era introducido directamente sobre la mismísima barrera hematoencefálica -piamadre y duramadre-, que envuelve directamente a la superficie cerebral, y allí permanecía indefinidamente, con un decaimiento en la actividad radiactiva, que a escala temporal de la duración de la vida humana, resulta prácticamente invariable, era esa conjunción de factores, la que hacía tan enorme el riesgo padecido por los pacientes, y la altísima probabilidad de contraer un cáncer.

Lo digo, porque a día de hoy, todavía hay un entusiasta defensor -español- de la energía nuclear, que exhibe como argumento de convicción, la levedad de esa celulósica y delgada barrera.

Habla usted a continuación del desastre nuclear de Fukushima Daiichi. ¿Pudo haberse evitado? ¿Hemos tomado conciencia del significado de aquella hecatombe?

Quizás no pudo evitarse, porque era francamente difícil de imaginar el encadenamiento de sucesivas situaciones que se suscitaron. En cuanto a la toma de conciencia, metafóricamente podemos decir, que no cabe duda de que el que juega con fuego, termina quemándose.

¿Algún apunte para concluir esta primera entrevista sobre su libro?

Bueno, pues que me gustaría poder insinuar o abiertamente sugerir, qué contenido, en parte o en totalidad, pudieran recoger sus preguntas, para nuestra siguiente entrevista, puntualizando por mi parte, que me satisfaría que tales preguntas estuvieran orientadas a indagar sobre algunos de los textos accesibles a través de los enlaces incluidos en las reseñas censadas en mi «BIBLIOTECA DIGITAL», antes citada.

Fuente:
Salvador López Arnal, “Los mortales efectos del torio se arrastran hasta hoy, como con el amianto y por la misma razón”, 17 junio 2020, Rebelión. Consultado 18 junio 2020.

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