por
Salvador López Arnal
Francisco
Báez, extrabajador de Uralita en Sevilla, autor de Amianto: un
genocidio impune, inició en los años 70 del pasado siglo la lucha
contra esta industria de la muerte desde las filas del sindicato de
CCOO. Ha dedicado más de 45 años a la investigación sobre el
amianto. En sus escritos, también se ha referido al tabaco
-potenciador de la acción cancerígena del amianto- a la
contaminación radiactiva del tabaco, procedente de los suelos de su
cultivo, tratando también de la radiactividad, en general, y en
concreto de la del torio, elemento radiactivo que en el pasado tuvo
un indebido uso medicinal.
Acaba
de publicar en rebelión un nuevo libro: «Thorotrast»: una locura
radioactiva
https://rebelion.org/wp-content/uploads/2020/06/THOROTRAST-1.pdf
El
Thorotrast, desde hace décadas ya en desuso, era una suspensión
coloidal de dióxido de torio. Al tratarse de un elemento radiactivo
-el torio-, sus mortales efectos se arrastran hasta nuestros días,
al igual que ocurre con el amianto, y por la misma razón: el
dilatado tiempo de latencia de las enfermedades cancerígenas
originadas, en uno y en otro caso.
Hablo
de «locura radiactiva», porque, desde una fecha bastante temprana,
ya existían evidencias suficientes de su mortal peligrosidad, como
ya se encargaron de advertirlo oportunamente algunos autores y alguna
entidad científica, a pesar de lo cual se hizo caso omiso,
persistiéndose en un aberrante uso medicinal, durante varias décadas
más. En total, los primeros ensayos comenzaron en la década de los
años 1910, y el cese ocurrió en la década de los años de 1960,
aunque el declive ya comenzó en los años de la década anterior.
¿Nos
puede dar una idea básica de la temática de su libro? ¿A quiénes
está dirigido?
El
libro pretende tener un carácter divulgativo, aunque con ribetes de
posible utilidad académica. Por ejemplo: en la «Bibliografía»,
accesible a través de enlace a fichero dropbox, y que no es la
«BIBLIOTECA DIGITAL» que también se aporta, se presenta una
selección casi exhaustiva de la literatura científica sobre el
torio, y en concreto sobre el «Thorotrast», y en la gran mayoría
de las reseñas bibliográficas se suministra un enlace de acceso al
respectivo texto íntegro de todo el trabajo, publicado por el autor
o autores, en cada respectiva oportunidad.
En
cuanto a la temática del libro, resulta ser, con un núcleo central
dedicado al «Thorotrast», de una heterogénea diversidad, que
podría resultar un poco desconcertante, y que queda bien reflejada,
si atendemos al variopinto contenido de los textos accesibles, por su
inclusión en la susodicha «BIBLIOTECA DIGITAL», en lo que viene a
constituir un aluvión de hipertexto, que si lo volcáramos en papel,
el resultado daría cumplida cuenta de la utilización del término
«biblioteca». Es un servicio, que el autor ha pretendido hacer, en
beneficio de aquellos a quienes puede interesar algunos de los
variados contenidos incluidos.
Abre
su ensayo con estas palabras:
“Con
los enemigos invisibles, como es, por ejemplo, la fracción
respirable del polvo del amianto -que no se huele, ni se le ve, ni se
le escucha-, o la radioactividad, que si no llega a alcanzar una
excesiva intensidad, tampoco se hace perceptible en la inmediatez
temporal, o también con los patógenos ultra-microscópicos y
terriblemente letales, con todos esos indetectables enemigos
naturales (a veces potenciados por una acción humana, que busca, a
cualquier precio ajeno, el beneficio económico privado y propio) nos
encontramos con que, además de que la Evolución no nos haya dotado
de resortes de advertencia, con los que poder reaccionar a tiempo,
tendremos también, que, a muchos de nosotros, los humanos, además
nos ha dejado huérfanos de la adecuada sensibilidad, hacia los
letales perjuicios de nuestro prójimo, cuando tales mortales daños
ya son harto patentes”.
¿Huérfanos
de la adecuada sensibilidad hacia los letales perjuicios de nuestro
prójimo, cuando tales mortales daños ya son harto patentes? ¿La
evolución es la responsable?
Evidentemente,
la evolución no es responsable de la insensibilidad humana hacia los
daños originados por nuestros propios comportamientos egoístas,
pero digo, por eso precisamente, que evidentemente para eso la
evolución no nos llegó a preparar, o dicho de otra forma, que
nuestra supervivencia como humanos, no precisó de tener que
preservar un acervo genético que incluyera una cualidad moral, como
es la del altruismo.
Esa
es, al menos, mi opinión, a pesar de que con carácter general, como
ya se ocupó Lynn Margulis de resaltar, el espíritu de cooperación
ha sido un elemento positivo para la supervivencia, pero, a la vista
está, que la «mala uva» se prodiga, y se prodigó mucho en el
pasado, en la «parra» de la especie humana.
Hablo
de guerras biológicas, de torturas, de racismo, de xenofobia, de
sacrificios humanos, de canibalismo, de genocidios, de maltrato
machista, de capitalismo depredador, de colonialismo, de muertes en
la hoguera, de gladiadores, de inermes humanos, lanzados a ser
devorados por las fieras, para entusiasta regocijo de un extasiado y
fervoroso público, etc., etc.
Para
eso, no ha sido para lo que la evolución nos dotó de «neuronas
espejo», con las que empatizar con nuestro prójimo, con sus
sentimientos y estados de ánimo.
Le
sigo citando: “El dios de los ateos se veneró a sí mismo -Diderot
dixit, mutatis mutandi-, mientras que en toda la faz terrestre no
hubo, en todas esas ocasiones, nada que festejar”. ¿Qué dios de
los ateos es ese?
Evidentemente,
ninguno. No hay «Dios de los ateos». Con esa expresión, lo que
trato de enfatizar, es la inoperancia de una hipótesis, la de la
existencia de un Dios creador del Universo, que se evidencia como
superflua, a la vista un resultado manifiestamente mejorable, en
donde, por ejemplo, el precio del sexo, y de la consciencia de sí
mismo, incluida la de la propia inexorabilidad de la muerte, sea,
nada más y nada menos, que precisamente esa misma muerte.
En
su “Preludio explosivo” habla usted del libro de Eileen Welsome
“COBAYAS HUMANOS. LOS EXPERIMENTOS RADIACTIVOS CON HUMANOS, QUE
OCULTÓ ESTADOS UNIDOS”. ¿Lo ha leído? ¿Qué es lo que más le
ha llamado la atención? ¿No son “prácticas frecuentes” en el
hacer usamericano?
Lo
he leído. El libro es demoledor. Todo. Por eso recomiendo su
lectura, indicando que aunque la edición en papel pueda estar
agotada, existe una versión como e-Book, que se puede adquirir.
Inolvidables
las múltiples ocasiones en las que a las víctimas de experimentos
con elementos radiactivos, se les ha engañado sobre su verdadera
naturaleza, o simplemente se les ha ocultado. Por muy mala opinión
que se pueda tener de ese «hacer usamericano» al que alude, creo
que lo desvelado en el libro (que no es todo lo que se ha llegado a
hacer público, tras el ímprobo esfuerzo de la autora), rebasa a
cualquier parangón imaginable.
No
sabría decir qué es lo que más me ha llegado a llamar la atención.
Quizás, lo «burros» que parecen ser, a la vista de sus
comportamientos, «colándose» en la llamada «Zona cero» de las
explosiones atómicas, cuando todavía están «fresquitas» o
«acabadas de salir del horno».
Cita
usted este paso del libro: “Según la documentación y las
informaciones sobre este caso, las cabezas pertenecían a prisioneros
decapitados por el dictador Francisco Franco en España y habían
llegado a los Estados Unidos en la década de 1950 por medio del
neurocirujano de Harvard Hannibal Hamlin, que estaba investigando un
nuevo tratamiento para la enfermedad de Parkinson. Después, Hamlin
entregó las cabezas a Paul Yakovlev, uno de los antiguos
investigadores de Ferland. Yakovlev había adquirido una colección
de mil cerebros, que con el tiempo fueron donados al Instituto de
Patología de las Fuerzas Armadas. Él y sus sucesores habían
tratado en numerosas ocasiones de donar esos órganos a una
institución médica, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. Con el
tiempo, las cabezas se almacenaron y se olvidaron”.
¿Prisioneros
decapitados por el franquismo? ¿Los fusilaban y decapitaban, y luego
los “exportaban”? ¿Nos cuenta la historia?
No
me ha sido posible corroborar ese relato, contrastándolo con otras
fuentes. La forma más certera de hacer una búsqueda por Internet,
es haciéndolo por los nombres propios intervinientes en el relato,
pero en esta oportunidad, la búsqueda no me ha proporcionado más
que resultados que nada tienen que ver con el objeto de la búsqueda.
Así que, por consiguiente, la historia a contar, forzosamente se
tiene que limitar a lo ya narrado, cuya única fuente ha sido el
libro de Eileen Welsome.
Habla
usted de la ocupación inmediata del terreno sobre el que se acababa
de hacer explotar una bomba atómica, “lo que se denominaba como
«Zona Cero», bombas termonucleares - “bombas H”- inclusive”,
ordenada por las autoridades militares norteamericanas. ¿Para qué?
¿Quiénes ocupaban esa Zona Cero? ¿Con riesgos para sus vidas?
Lo
hacían, por orden de sus jefes, las tropas previamente preparadas
para hacer esa inmediata ocupación. La tesis de los estrategas, era
que, en un bélico supuesto real, esa ocupación no demorada les
parecía plena de sentido operativo.
Lo
del riesgo para sus vidas, al ser invisible la radiación, no ser de
inmediata aparición sus efectos, y no haber sido debidamente
advertidos por sus mandos de la índole real del riesgo asumido, no
fue objeto, en lo inmediato, de una adecuada comprensión, más allá
de lo que debiera de haberles hecho patente el puro sentido común.
Años después, sí se produjeron demandas judiciales, cuando ya los
letales efectos eran harto patentes.
Comenta
también que tanta «familiaridad» de los físicos con la
radioactividad, bélica y de toda índole, les llevó a menospreciar
gravemente sus reales riesgos. ¿Qué físicos eran esos? ¿No
debería haber sido lo contrario: a mayor “familiaridad” mayor
conocimiento del peligro y mayor prevención por tanto?
Los
físicos fueron, evidentemente, los que estuvieron embarcados, a hoz
y coz, en la creación de las bombas atómicas, de lo cual, algunos
de ellos, desde el principio, fueron entusiastas impulsores. Sus
voces, quitando hierro a las advertencias de prevención, «tenían
truco». Eran los padres del monstruo que habían creado.
Habla
usted del contador Geiger. ¿En qué consisten esos contadores? ¿Qué
miden? ¿Quién fue su inventor?
Un
contador Geiger es un instrumento que permite medir la radiactividad
de un objeto o lugar. Es un detector de partículas, así como de
radiaciones ionizantes.
El
primer dispositivo llamado «contador Geiger», que solo detectaba
partículas alfa, fue inventado por el físico alemán Hans Geiger y
su compañero neozelandés Sir Ernest Rutherford, en 1908.
No
fue hasta 1928, cuando Geiger y Walter Müller (estudiante de
doctorado, con Geiger como profesor) desarrollaron el tubo
Geiger-Müller, capaz de detectar varios tipos de radiación
ionizante.
Hay
una cuestión que debe de quedar bien clara. Si bien es cierto, que
la radiación alfa -núcleos de helio, completamente ionizados-, que
es la que desprende el torio, como el del «Thorotrast», puede ser
apantallada por una simple hoja de papel, sin embargo, como quiera
que el «Thorotrast» era introducido directamente sobre la mismísima
barrera hematoencefálica -piamadre y duramadre-, que envuelve
directamente a la superficie cerebral, y allí permanecía
indefinidamente, con un decaimiento en la actividad radiactiva, que a
escala temporal de la duración de la vida humana, resulta
prácticamente invariable, era esa conjunción de factores, la que
hacía tan enorme el riesgo padecido por los pacientes, y la altísima
probabilidad de contraer un cáncer.
Lo
digo, porque a día de hoy, todavía hay un entusiasta defensor
-español- de la energía nuclear, que exhibe como argumento de
convicción, la levedad de esa celulósica y delgada barrera.
Habla
usted a continuación del desastre nuclear de Fukushima Daiichi.
¿Pudo haberse evitado? ¿Hemos tomado conciencia del significado de
aquella hecatombe?
Quizás
no pudo evitarse, porque era francamente difícil de imaginar el
encadenamiento de sucesivas situaciones que se suscitaron. En cuanto
a la toma de conciencia, metafóricamente podemos decir, que no cabe
duda de que el que juega con fuego, termina quemándose.
¿Algún
apunte para concluir esta primera entrevista sobre su libro?
Bueno,
pues que me gustaría poder insinuar o abiertamente sugerir, qué
contenido, en parte o en totalidad, pudieran recoger sus preguntas,
para nuestra siguiente entrevista, puntualizando por mi parte, que me
satisfaría que tales preguntas estuvieran orientadas a indagar sobre
algunos de los textos accesibles a través de los enlaces incluidos
en las reseñas censadas en mi «BIBLIOTECA DIGITAL», antes citada.
Fuente:
Salvador López Arnal, “Los mortales efectos del torio se arrastran hasta hoy, como con el amianto y por la misma razón”, 17 junio 2020, Rebelión. Consultado 18 junio 2020.
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