por
Fernando Valladares
MADRID,
27 may 2020 (IPS) - Las catástrofes y amenazas ambientales causadas
o agravadas por la humanidad crecen en frecuencia e intensidad.
Estamos muy preocupados por las pandemias y por el cambio climático,
pero no hace tanto que las toneladas de plástico que vertemos al mar
o los miles de seísmos que generamos anualmente ocupaban las
portadas de los periódicos.
Amparados
en nuestra sociedad altamente tecnificada, parece que vamos
contrarrestando los impactos.
Pero
crece la sensación de que estos problemas ambientales que generamos
y que sufrimos nos quedan cada vez más grandes. ¿Tenemos la
capacidad de resistir los embates venideros? ¿Crecerán más rápido
los problemas que las soluciones?
La
dinámica exponencial en los procesos de degradación ambiental que
hemos iniciado hace poco probable que todas las soluciones lleguen a
tiempo. Basta con representar la evolución temporal de la
temperatura de la atmósfera, del número de zoonosis o de la
extinción de especies para ver que hace falta algo más que
tecnología para mantenernos a salvo.
La
magnitud y velocidad de los cambios ambientales que generamos
requieren de avances igual de rápidos en una gobernanza colaborativa y global para los que no estamos bien preparados. Podría darse que
ese intelecto nuestro que nos ha traído hasta aquí no sea
suficiente ahora para sacarnos del embrollo. ¿O sí?
El
escaso éxito biológico del ser humano
Los
humanos presumimos a menudo de nuestros supuestos logros evolutivos,
incluso a la hora de etiquetar nuestra propia especie como “sabia”.
Pero a veces olvidamos que los criterios de la evolución biológica
no son precisamente los mismos que los de nuestras sociedades.
Hay,
además, diferencias importantes en la valoración del éxito. En
biología, se puede medir el éxito de un grupo zoológico, por
ejemplo, considerando el tiempo que ha aguantado en este planeta, el
número de individuos que lo representa o la variabilidad biológica
que aquel grupo ha generado. Los humanos no nos lucimos en ninguno de
estos parámetros.
- Como grupo zoológico, los homínidos cuentan con muy pocas especies en comparación con otros animales.
- A nivel de individuos no vamos mal. Somos ahora alrededor de siete mil setecientos millones, pero también en este caso no es un número particularmente grande, considerando por ejemplo lo que logran muchos insectos.
- La cuestión cronológica, finalmente, coloca a los humanos modernos en una escala casi ridícula. 200 000 años de historia no son nada en una perspectiva filogenética. Incluso Homo erectus, tachado de ser una criatura primitiva y sencillona, aguantó casi dos millones de años, algo que no es seguro que nosotros podamos lograr.
Con
estos parámetros, parece que el ser humano no está como para exigir medallas. Unas medallas que más bien habría que entregar a seres
realmente exitosos en este planeta como las cucarachas o las medusas,
de las que quizá tengamos algunas cosas que aprender.
¿Podríamos
extinguirnos en el futuro?
Una
vez aclarado de dónde venimos y dónde estamos, resulta patente que
tampoco es muy importante saber hacia dónde vamos. Millones de especies se han extinguidos en el pasado, y nosotros no seremos ni
los primeros ni los últimos en hacerlo.
Especies
eternas, sencillamente, no existen. Así que podemos estar
tranquilos: tarde o temprano, tendremos que dejar el turno a quien le toque.
Mientras
tanto, a la espera del final, podemos preguntarnos cómo ocupar el
tiempo que nos queda y cómo podemos aprovechar nuestra transitoria
presencia.
Pero
también en este caso, si queremos arrojar luz con la linterna de la
evolución, habrá que hacerlo según sus cánones y sus pautas. Por
ejemplo, recordando que el único verdadero valor de la selección
natural no es la fuerza, la belleza, la astucia o la simpatía, sino
el carnal y bruto éxito reproductivo. Quien hace más hijos
aumentará sus representantes en el parlamento genético de las
generaciones siguientes. Tan sencillo como eso.
Para
que haya evolución, alguien tiene que tener una ventaja reproductiva
tan patente que desplace, genealógicamente, a todos los demás, a
corto o a largo plazo. Esto es algo que, en la naturaleza, puede
ocurrir con relativa facilidad en pequeñas poblaciones (más
sensibles a la trasmisión de una combinación genética ventajosa),
cuando hay repentinas colonizaciones de territorios lejanos por parte
de unos pocos valientes (efecto del fundador) o cuando unos pocos
sobreviven a algún desastre colosal (efecto del cuello de botella).
La probabilidad de que un cambio evolutivo se propague es mucho más
alta cuando hay grupos reducidos.
Nuestra
amplia y globalizada especie sufre, actualmente, de una inercia
genética bastante potente que diluye cualquier intento de variación
evolutiva. La posibilidad de algún tipo de evolución biológica
solo tendrá lugar si de repente algo muy serio redimensionara
terriblemente la población mundial, dejando pocos representantes,
quizás portadores de alguna ventaja que haya garantizado su
supervivencia.
¿Qué
papel pueden jugar la tecnología y la cultura?
Ahora
bien, no hay que olvidar que los humanos tenemos un factor que los
otros grupos zoológicos no tienen: la cultura. Las relaciones
íntimas entre genética y cultura todavía están por descubrir. No
hay por qué pensar que no habrá sorpresas.
A
pesar de la increíble diversidad humana, a estas alturas, todos
–empleados de oficina, cazadores-recolectores o campesinos–
compartimos ciertas garantías médicas y de salud. Y ahora también
el uso del móvil. Así que no podemos descartar que, donde no llegan
las moléculas, puedan llegar potentes partículas de información,
con consecuencias totalmente imprevisibles.
Además,
nuestra capacidad tecnológica y cultural nos ha colocado en una
posición evolutivamente muy peculiar. Probablemente hemos alcanzado
un tope entre el éxito reproductivo y la disponibilidad de recursos.
Esto conlleva una larga serie de problemas energéticos, ecológicos
y sociales que, a estas alturas, ya no se pueden obviar. En otras
palabras: estamos muriendo de éxito.
Para
incrementar la probabilidad de nuestra supervivencia, en lugar de
aumentar nuestra capacidad reproductiva, tendremos que reducirla. En
lugar de lograr procesar más energía, tendremos que buscar la forma
de procesar menos. Porque si hay algo que nos enseña la evolución
es que no siempre más es mejor. Nos extinguiremos, no cabe duda,
pero tampoco hay que tener prisa.
Este
artículo fue publicado originalmente por The Conversation.
RV:
EG
Este es un artículo de opinión de Fernando Valladares, profesor de Investigación en el Departamento de Biogeografía y Cambio Global, del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC), de España, y de Emiliano Bruner, responsable del Grupo de Paleoneurobiología, Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH), también de España.
Fuente:
Fernando Valladares, La humanidad ante su propia extinción, 27 mayo 2020, Inter Press Service.
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