El
futuro está en disputa: podría ser el Génesis o el Apocalipsis.
por Eliane
Brum
Al
principio fue el virus. Coronavirus. En menos de dos meses después
de la primera muerte, registrada en China el 9 de enero, cruzó el
mundo a bordo de nuestros cuerpos que vuelan en aviones. Se volvió
omnipresente en el planeta, pero tan invisible como ciertos dioses
para los ojos humanos. Hoy, 1.700 millones de personas,
aproximadamente una quinta parte de la población mundial, están
aisladas. Escuelas, restaurantes, cines e incluso centros comerciales
han cerrado sus puertas, las fronteras de países y continentes se
han cerrado, los aviones se han vaciado, los presidentes maníacos
finalmente han sido reconocidos como presidentes maníacos, los
neoliberales han sido vistos clamando: “¿Dónde está el Estado?
¿Dónde está el Estado?”, los ardientes defensores de los seguros
de salud han compartido campañas para fortalecer la sanidad pública,
los terraplanistas han exigido respuestas de la ciencia. Por las
ventanas de Facebook, Twitter, WhatsApp e Instagram, la gente
decreta: el mundo no será nunca más el mismo.
No
lo será. Pero quizás seguirá siendo bastante parecido. Además de
nuestra supervivencia, lo que está en disputa en este momento es en
qué mundo viviremos y qué humanos seremos después de la pandemia.
Estas respuestas dependerán de cómo vivamos la pandemia. El después
-la posguerra mundial de nuestro tiempo- dependerá de cómo elijamos
vivir la guerra. No es cierto que en la guerra no se pueda elegir. La
verdad es que, en la guerra, elegir es mucho más difícil y las
pérdidas resultantes son mucho mayores que en tiempos normales.
En
la guerra, tenemos dos caminos personales que determinan lo
colectivo: ser mejores de lo que somos o ser peores de lo que somos.
Esta es la guerra permanente que cada uno libra hoy puertas adentro.
Los momentos radicales exponen una desnudez radical. Aislados,
también nos las arreglamos con ella. Lo que el espejo puede mostrar
no es el vientre flácido. Eso ya no importa, no tenemos dónde ni a
quién exhibir nuestras tabletas de chocolate. Lo difícil es verse
cara a cara con un carácter fláccido, una gana sin músculo, un
deseo sin tono que antes estaba enmascarado por la espiral de los
días. Lo difícil es que te llamen a ser y tener miedo de ser.
Porque eso es lo que hacen momentos como este: nos llaman a ser.
En
tiempos más normales, podemos fingir que no oímos la llamada a ser.
Cubrimos esa voz con automatismos, la vida se resume a consumir la
vida consumiendo el planeta. Los consumidores no son, ya que consumen
el ser. Y ahora, cuando ya no se puede consumir, porque puede que
pronto no haya nada que consumir o quien pueda producir qué
consumir, ¿cómo se aprende a separar los verbos? ¿Cómo se
convierte un consumidor en un ser?
Si
utilizamos la palabra guerra, debemos observar cuidadosamente al
enemigo. ¿Es el virus, esta criatura que parece una bolita
microscópica peluda, casi simpática? ¿Es el virus, ese organismo
que solo sigue el imperativo de reproducirse? Creo que no. El virus
no tiene conciencia, no tiene moral, no tiene elección. Tendremos
que vencerlo en nuestros cuerpos, neutralizarlo para reiniciar lo que
llamamos el otro mundo que está por venir. Sin embargo, todo indica
que ocurrirán otras pandemias, otras mutaciones. La forma en que
vivimos en este planeta nos ha convertido en víctimas de pandemias.
El enemigo somos nosotros. No exactamente nosotros, sino el
capitalismo que nos somete a una forma de vivir mortífera. Y, si nos
somete, es porque, con más o menos resistencia, lo aceptamos. Puede
que escapar del virus esta vez no nos salve del próximo. Hay que
cambiar la forma de vivir. Nuestra sociedad tiene que convertirse en
otra.
El
callejón sin salida que nos impone la pandemia no es nuevo. Es el
mismo en el que nos metió, hace años, décadas, la emergencia
climática. Los científicos -y más recientemente los adolescentes-
repiten y gritan que hay que cambiar urgentemente la forma en que
vivimos o seremos condenados a que parte de la población
desaparezca. Y quien sobreviva estará condenado a una existencia
mucho peor en un planeta hostil.
Todos
los datos muestran que la Tierra, que sigue siendo redonda, se
sobrecalienta a niveles incompatibles con la vida de muchas especies.
Este sobrecalentamiento cambiará radicalmente -a peor- nuestro
hábitat. Toda la información científica indica que es necesario
dejar de devorar el planeta, que hay que cambiar radicalmente los
patrones de consumo, que la idea de crecimiento infinito es una
imposibilidad lógica en un mundo finito. Es un hecho comprobado que
los humanos, al emitir carbono desde la revolución industrial,
cortar árboles, quemar carbón y luego petróleo, se han convertido
en una fuerza de destrucción capaz de alterar el clima del planeta.
A
partir de la segunda mitad de 2018, los adolescentes de todo el mundo
dejaron de ir a la escuela los viernes para gritar en las calles que
los adultos les están robando su futuro. Dicen: dejad de consumir,
quedaos en tierra, nuestro planeta ya no puede soportar tantas
emisiones de carbono. También dicen, literalmente: “os importa una
mierda nuestro futuro”. Greta Thumberg, la joven activista sueca,
advirtió repetidamente: “nuestra casa está en llamas”.
Despertad.
Todo
está escrito, dicho, repetido, documentado. Nadie puede decir que no
lo sabía. Bueno, Bolsonaro, el maníaco que gobierna Brasil, siempre
puede hacerlo, porque dice y se desdice cada dos por tres. Pero, en
serio, ¿quién aguanta todavía hablar sobre este demente, que
aumenta criminalmente el riesgo de muerte de los brasileños, a no
ser que sea para gritar “¡Fuera!”? Aislemos a este patán,
dejemos que Bolsonaro siga buscando dónde tiene las orejas y
aprendiendo a ponerse la mascarilla sin cubrirse los ojos.
El
efecto de la pandemia es el efecto concentrado, agudo, de lo que la
crisis climática produce a un ritmo mucho más lento. Es como si el
virus nos hiciera una demostración de lo que viviremos pronto.
Dependiendo de los niveles de sobrecalentamiento global, llegaremos a
una etapa de transformación climática y, como consecuencia, del
planeta, para la que no hay vuelta atrás, no hay vacuna, no hay
antídoto. El planeta será otro.
Por
eso, los científicos, los intelectuales indígenas y los activistas
climáticos han estado gritando a una mayoría que se hace la sueca
-para no tener que dejar su comodidad cambiando los viejos hábitos-
que tenemos que cambiar radicalmente los patrones de consumo, que
debemos presionar radicalmente a los gobernantes para que creen
políticas públicas inmediatas, que hay que combatir radicalmente a
las grandes corporaciones que destruyen el planeta. Pero, como la
crisis climática es lenta, siempre se ha podido fingir que no
existía, llegando al paroxismo de elegir a negacionistas como Jair
Bolsonaro, Donald Trump y toda la conocida panda de destructores del
mundo.
El
virus no permite fingir. Posiblemente saltó de un murciélago, una
especie cuyo hábitat también destruimos, para alojarse en el
organismo humano. No hizo nada más que seguir su vida de virus. De
repente, hombres y mujeres de todo el mundo que fingían no tener
cuerpo ni límites, desbordándose en internet, tuvieron que lidiar
con su propia carne y sus propios contornos. Ya no hay forma de
escapar del cuerpo. Ya no hay forma de permanecer repantingado en el
ombligo.
Toda
la ilusión de que el mundo está controlado por humanos se ha
disuelto en un tiempo récord. Y la humanidad finalmente ha
descubierto que hay un mundo más allá de sí mismo, poblado por
otros que incluso pueden acabar con nuestra especie. Otros que ni
siquiera podemos ver. En nuestro furor de especie dominante,
extinguimos a tantas otras y a tantas formas de vida, encerramos
animales maravillosos en jaulas, creamos campos de concentración
para bueyes, cerdos y gallinas, envenenamos peces con mercurio solo
porque nos gusta el oro, promovemos holocaustos diarios para
alimentarnos, violamos vacas con aparatos porque queremos comernos a
sus tiernos bebés en comidas refinadas y queremos robarles la leche
día tras día, arrancamos la selva para hacer campos de soja para
alimentar a los animales esclavizados. Podemos hacer de todo.
Y,
entonces, llega el virus, que no está interesado en darnos ningún
mensaje, solo se ocupa de sus propios asuntos, y nos muestra:
vosotros, los humanos, no estáis solos en este planeta ni tenéis el
control que creéis que tenéis. Y los que se burlaban de los
científicos del clima y de la Tierra, que calificaban la crisis
climática de “complot marxista”, ahora quieren saber cómo la
ciencia puede salvarlos de la bolita peluda. Llegan a inventar que la
covid-19 es una “gripecita”, “una fantasía”, “una
histeria”. La gente juega con todo y está lista para creerse
cualquier tontería, incluso que la Tierra es plana, siempre y cuando
se le garantice que podrá seguir su camino zombi. Pero la gente no
juega con la salud. Cuando se trata de salud, incluso la Tierra plana
da vueltas.
Menciono
“humanidad”, “gente”, “población”. Pero la homogeneidad
no existe, no hay un genérico llamado “humano”. Igual que no
estamos todos en el mismo barco. Ni para el coronavirus ni para la
crisis climática. Una vez más, la comparación entre la covid-19 y
la crisis climática tiene mucho sentido. La ONU creó el concepto de
“apartheid climático”, un reconocimiento de que las
desigualdades de raza, sexo, género y clase social también son
determinantes para el cambio climático, que las reproduce y amplía.
Los que se verán más afectados por el sobrecalentamiento global
-negros e indígenas, mujeres y pobres- han sido los que menos han
contribuido a causar la emergencia climática. Y los que han
producido la crisis climática al consumir el planeta en grandes
porciones y proporciones -los blancos ricos de los países ricos, los
blancos ricos de los países pobres, los hombres, que en los últimos
milenios han centralizado las decisiones y nos traído hasta aquí-
son los que se verán menos afectados. Estos son los que han empezado
a construir muros y a cerrar fronteras mucho antes de la covid-19,
porque temen a los refugiados climáticos que han creado, que serán
cada vez más numerosos en un futuro muy cercano.
En
la pandemia de covid-19 existe el mismo apartheid. Está bastante
explícito qué gente tiene derecho a no contaminarse y qué gente
aparentemente puede contaminarse. No es casualidad que la primera muerte por coronavirus en Río de Janeiro fuera la de una mujer, una
asistenta, a quien su “jefa” ni siquiera le reconoció el derecho
a quedarse en casa -cobrando- para hacer el aislamiento necesario, no
creyó que fuera necesario decirle que podía haberse contagiado de
covid-19, cuyos síntomas ya sentía después de volver de pasar el
carnaval en Italia. Esta primera muerte en Río es el retrato de
Brasil y las relaciones entre raza y clase en el país, expuestas en
toda su brutalidad criminal por el radicalismo de una pandemia.
Lo
asombroso es que la necesidad que muchos tienen de que la asistenta
-a quien se le ha negado el derecho al aislamiento remunerado- les
limpie la casa y les prepare la comida sea aún mayor que el instinto
de supervivencia. Esto nos dice mucho de una parte de la sociedad
brasileña, en la que los porteros siguen abriendo la puerta de los
edificios para que los residentes no toquen la manija, cuando van al
jardín a airearse o al supermercado a comprar comida. Quedarse sin
empleados domésticos parece ser más trágico que enfrentar el virus
para una parte de la clase media y alta de Brasil. Esta última está
muy acostumbrada a creer que está a salvo de lo peor, porque, en
general, lo está.
El
poder devastador del virus está determinado por las decisiones de
los gobiernos y por la población que eligió a los gobernantes. En
este momento, los brasileños tienen que lidiar con la decisión de
debilitar la sanidad pública, con la decisión de reducir la
inversión en programas sociales que podrían reducir la desigualdad,
con la decisión de no hacer la reforma agraria ni la redistribución
de la renta, con la decisión no priorizar el saneamiento básico y
la vivienda digna. Con la decisión de establecer un tope para el
gasto público también en áreas esenciales como la salud y la
educación.
Los
brasileños se ven obligados a lidiar, principalmente, con la
decisión de convertir el “Mercado” en una entidad divina que se
autorregula. Si el Mercado fue la explicación de todo para que esta
persistente plaga llamada “economistas neoliberales” o
“ultraliberales”, que se atribuyeron la autoridad y el poder para
determinar todas las áreas de nuestra vida, defendiera las medidas
más brutales, ¿dónde está ahora el Mercado? ¿Por qué no le
piden al Mercado que solucione la pandemia? Al contrario: los
representantes del Mercado están despidiendo a los trabajadores y
pidiendo ayudas de emergencia al Gobierno para evitar la bancarrota.
Pero
no se engañen. En cuanto pase la pandemia, el Mercado volverá con
todo su poder de oráculo para dictar todo lo que tenemos que hacer
para salir de la recesión a través de sus sacerdotisas, los
economistas neoliberales o ultraliberales. Esta carga, como siempre,
será compartida por igual entre los más pobres.
El
virus -y no sus pésimas decisiones- será el culpable de todas las
dolencias. Como sabemos, hasta que llegó la covid-19, la economía
del mundo capitalista y del Brasil del ministro de Economía Paulo
Guedes iba viento en popa, parece que hasta las asistentas planeaban
un viaje a Disney cuando el maldito virus con nombre de ducha se lo
impidió. Y, claro, el maníaco del Planalto dirá que ni él ni su
ministro-para-todo son los incompetentes, sino la “histeria” con
la “gripecita”.
Sin
embargo, la suerte no está echada. No es solo el futuro lo que está
en disputa, también el presente. Aisladas en casa, las personas
empiezan a hacer lo que no hacían antes: verse, reconocerse,
cuidarse. Justo ahora, cuando se ha vuelto mucho más difícil,
parece que es más fácil llegar al otro. A quien creó el concepto
de “aislamiento social” le falló el raciocinio. Lo que tenemos
que hacer y que parte de la población global ya lo está haciendo es
“aislamiento físico”, como señaló el sociólogo Ben Carrington
en Twitter. Lo que está sucediendo hoy es exactamente lo contrario
del aislamiento social. Hacía mucho tiempo que la gente, en todo el
mundo, no socializaba tanto.
En
Brasil, el gran momento de socialización es el “¡Fuera
Bolsonaro!” en las ventanas. En otros países hay música, incluso
poesía, en los balcones. Para los brasileños, mostrar que se han
encontrado con la realidad del otro es reconocer la realidad de que
pusieron a un maníaco en el Gobierno y tienen que sacarlo de allí
si quieren sobrevivir. Pero aquí también hay fiestas de cumpleaños
en las que se deja un pastel en la puerta y los vecinos cantan
“cumpleaños feliz” desde la ventana, jóvenes que les hacen la
compra a los ancianos del edificio, abuelos que almuerzan con sus
nietas por FaceTime, familias y grupos de amigos que hablan a través
de aplicaciones como hacía tiempo que no hablaban. Es increíble,
pero finalmente los humanos han descubierto que pueden usar sus
teléfonos móviles para conocerse, en lugar de aislarse cada uno en
su aparato en las mesas de los bares y restaurantes.
Muchas
de las acciones de la derecha y la extrema derecha brasileña en los
últimos años tenían como objetivo neutralizar y enterrar una
insurrección de las periferias, en el sentido más amplio, que
empezaba a cuestionar, de manera muy contundente, los privilegios de
raza y clase. Empezaba a reclamar su justa centralidad. La concejala Marielle Franco fue un ejemplo icónico de estos brasileños
insurgentes que ya no aceptaban el lugar subalterno y mortífero al
que habían sido condenados. La pandemia ha mostrado explícitamente
que la rebelión sigue viva. El Brasil de las élites imbéciles,
aliado a la nueva imbecilidad representada por los mercaderes de la
fe ajena, no pudo matar la insurrección. El “Manifiesto de las hijas y los hijos de las empleadas del hogar”, que afirma que no
permitirán que los empleadores dejen morir a sus madres de covid-19,
es quizás el grito más potente de este momento, impensable hace
solo unos años.
Se
están haciendo decenas de colectas, la mayoría organizadas desde
favelas y periferias, para garantizar que las personas a quienes la
desigualdad brasileña les secuestra el derecho al aislamiento tengan
alimentos y productos de limpieza. En general, el lema es “Nosotros
por nosotros”: siglos de historia demuestran que solo los
explotados y los esclavos pueden salvarse a sí mismos.
Algunos
organizadores de estas campañas temen que el tiempo de los buenos
corazones, donde brotan las margaritas de la solidaridad, termine en
pocas semanas, cuando la comida escasee y se establezca el hambre,
cuando el miedo a que el dinero se acabe -para aquellos que todavía
tienen dinero, pero no saben por cuánto tiempo- empiedre las venas y
las arterias, cuando el número de casos esté tan fuera de control
que el sistema de salud implosione. Ahí, en este lugar al que
posiblemente llegaremos, definiremos quiénes somos realmente o
quiénes queremos ser. Entonces lo sabremos. No creo que, esta vez,
la gente acepte morir como ganado. Especialmente, las mismas personas
de siempre.
La
conciencia de la propia mortalidad suele tener un efecto muy poderoso
sobre las subjetividades. Los filósofos se disputan la
interpretación de lo que será o podría ser el mundo
poscoronavirus. El esloveno Slavjoj Zizek cree en el poder subversivo
del virus, que puede haber asestado un golpe mortal al capitalismo:
“Quizás también se propaga otro virus mucho más beneficioso y,
si tenemos suerte, nos infectará: el virus de pensar en una sociedad
alternativa, una sociedad más allá de los Estados-nación, una
sociedad que se actualiza en las formas de solidaridad y cooperación
global”.
El surcoreano Byung-Chul Han, profesor de la Universidad de las Artes de
Berlín, cree que Zizek se equivoca. “Después de la pandemia, el capitalismo seguirá con más vigor todavía. Y los turistas seguirán
pisoteando el planeta”, afirma. “La conmoción es un momento
propicio que permite establecer un nuevo sistema de gobierno. El
establecimiento del neoliberalismo también vino a menudo precedido
de crisis que causaron conmoción. Eso es lo que sucedió en Corea y
en Grecia. Espero que después de la conmoción causada por este
virus, no llegue a Europa un régimen policial digital como el chino.
Si esto sucede, como teme Giorgio Agamben, el estado de excepción se
convertiría en la situación normal. Y el virus habría logrado lo
que ni siquiera el terrorismo islámico ha logrado totalmente”.
Pero
él también se acerca a la idea de otra posible sociedad en la
posguerra pandémica: “El virus no vencerá al capitalismo. La
revolución viral no llegará a suceder. Ningún virus es capaz de
hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera
ningún sentimiento colectivo fuerte. De alguna manera, cada uno se
preocupa solo por su propia supervivencia. La solidaridad que
consiste en mantener distancias mutuas no es una solidaridad que nos
permita soñar con una sociedad diferente, más pacífica, más
justa. No podemos dejar la revolución en manos del virus. Tenemos
que creer que después del virus vendrá una revolución humana.
Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZÓN, los que necesitamos
repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y
nuestra movilidad ilimitada y destructiva, para salvarnos, para
salvar el clima y nuestro hermoso planeta”.
Creo
que la belleza que queda en el mundo es precisamente que la suerte no
está echada mientras todavía estemos vivos. El virus, que nos
arrancó a todos del sitio, independientemente del polo político,
está ahí para recordarnos eso. La belleza es que, de repente, un
virus ha devuelto a los humanos la capacidad de imaginar un futuro en
el que deseen vivir.
Si
la pandemia pasa y todavía estamos vivos, a la hora de recomponer
las humanidades podremos crear una nueva sociedad. Una sociedad capaz
de entender que el dogma del crecimiento nos ha llevado a este
momento, una sociedad preparada para comprender que cualquier futuro
depende de dejar de agotar lo que llamamos recursos naturales, y que
los indígenas llaman madre, padre, hermano.
El
futuro está en disputa. En el mañana, llegue tarde o temprano,
sabremos si la minoría dominante de la humanidad continuará siendo
el virus atroz y suicida, capaz de exterminar a su propia especie
destruyendo el planeta-cuerpo que lo hospeda. O si detendremos esta
fuerza destructiva al inventarnos de otra manera, como una sociedad
que es consciente de que comparte el mundo con otras sociedades.
Después de tanta especulación, sabremos si lo que estamos viviendo
es el Génesis o el Apocalipsis, en la interpretación del sentido
común. O nada tan grandilocuente, pero inmensamente decepcionante:
la reedición de nuestra invencible capacidad para adaptarnos a lo
peor, adhiriéndonos de forma inmediata a los discursos salvadores
que nos han esclavizado tantas veces.
La
pandemia de covid-19 ha revelado que somos capaces de realizar
cambios radicales en un tiempo récord. El acercamiento social con
aislamiento físico puede enseñarnos que dependemos unos de otros.
Y, por eso, debemos unirnos en torno a un común global que proteja
la única casa que todos tenemos. El virus, que también habita este
planeta, nos ha recordado algo que habíamos olvidado: los otros
existen. A veces, se llaman coronavirus.
Eliane
Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil,
construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro.
Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter,
Instagram y Facebook: @brumelianebrum.
Traducción
de Meritxell Almarza.
Fuente:
Eliane Brum, El virus somos nosotros, 26 marzo 2020, El País.
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