por
William Ospina
La
gran diferencia entre la pandemia que ahora vivimos y todas las
grandes pandemias de la historia, es que cuando ocurrieron todas las
anteriores, la plaga de Justiniano, la peste bubónica o la peste
negra, la viruela, el cólera, la gripe española, no habíamos
alterado de un modo tan dramático el equilibrio natural.
No
estábamos viviendo un cambio climático tan acelerado, una extinción
de especies tan creciente, una destrucción de la biosfera tan
gigantesca, un cambio de dieta tan imprudente y tan insano, una
incorporación al mundo de alteraciones genéticas obradas por la
ciencia y por la industria tan llena de consecuencias impredecibles.
Es
frecuente decir: “Ya vivimos otras pandemias y las superamos, al
cabo de algunos meses la humanidad se inmuniza, y todo vuelve a la
normalidad. La vida no sería posible si la especie no tuviera esta
capacidad extraordinaria de afrontar los ataques de virus y
bacterias, si no contáramos con este don de desarrollar anticuerpos,
si no fuéramos capaces de alcanzar otra vez la inmunidad”.
Y
tenemos razón: nuestra esperanza no está realmente en la medicina,
que apenas puede ayudarnos a resistir, ni en la ciencia, que a veces
tarda tanto en encontrar una vacuna efectiva como lo prueba el caso
de la malaria, ni en los gobiernos, que a duras penas logran capotear
la tempestad y lidiar con las amenazas, sino en la naturaleza, en la
capacidad de nuestro organismo para resistir al asedio, para superar
el ataque y salir fortalecido al otro lado.
Claro
que no ignoramos que hay especies que se han extinguido, que un
experimento de un millón de años no es en sí mismo una garantía
de eternidad, que las especies pueden ser tan mortales como los
individuos.
Pero
si esperamos tanto de la naturaleza, si dependemos de tal modo de
ella, no deberíamos creernos tan distintos, no deberíamos alterarla
de esta manera irresponsable y desafiante. Una especie que necesita
respirar 13 veces por minuto, como dice la canción, no debería
envenenar así la atmósfera, talar a este ritmo las selvas, secar
los humedales y los pantanos de un modo tan codicioso y tan
ignorante.
Esas
condiciones que hicieron hasta ahora tan posible la vida, que
hicieron a este planeta tan propicio para nuestra salud y por lo
mismo para nuestra felicidad, no deberíamos arruinarlas de un modo
tan estúpido.
¿Qué
pasaría si esto que estamos viviendo se convirtiera en una situación
permanente? ¿Si nos volviéramos un peligro continuo los unos para
los otros? Yo sinceramente creo que no será así. Creo que
lograremos afrontar esta crisis y superar el momento alarmante.
Pero
conviene preguntarse una y otra vez qué pasaría si este planeta que
fue nuestra alegría, que hizo posibles los cuadros de Renoir y los
cantos de Whitman, se convirtiera para siempre en un nicho tóxico de
clima intolerable, escaso de oxígeno, lleno de virus cada vez más
mutantes, carcomido por la codicia, sepultado por las basuras,
envilecido por los plásticos, envenenado por los pesticidas, donde
nuestro organismo ya no fuera capaz de reaccionar.
Si
el Sol nos quemara, si la luz nos cegara, si el agua ya no fuera la
bendición que fue siempre, si hasta en los tejidos la voluntad de
vivir se fuera apagando. Sinceramente creo y espero que volveremos
con tranquilidad a las calles, a los abrazos, a las fiestas, a los
amores, a las cenas cordiales, al diálogo amable con los
desconocidos, que volveremos a la confianza, a la desprevención, a
la alegría de vivir y de luchar.
Que
dejaremos de contar contagios y fallecimientos, de desinfectar todo
lo que antes tocábamos sin miedo, que volveremos a silbar bajo las
arboledas y a tendernos en la hierba para mirar las nubes, y que
aprenderemos el arte olvidado de agradecer por las cosas más
elementales, por los saberes del cuerpo, por la única riqueza que es
una vida sencilla, unos afectos verdaderos, una civilización por la
que valga la pena vivir y morir.
Pero
ya nos estaba haciendo falta algo que nos recordara que el cuerpo es
un milagro, que la confianza es un tesoro, que lo que merecemos
nosotros lo tiene que merecer todo ser humano, y que esos poderes que
hemos despertado, las transformaciones que hemos realizado sobre el
mundo, la destrucción del equilibrio natural que está obrando esta
época con la entusiasta participación de todos nosotros, son el
gran peligro, y pueden estar generando fenómenos irreparables.
Lo
que ha pasado en estos cuatro meses no es solo un caso de salud
pública. El virus de baja peligrosidad que nos pintaron inicialmente
ha logrado afectar nuestra vida de un modo inquietante y minucioso,
aún no hemos visto todas sus consecuencias, y ha puesto al desnudo
el tejido de contradicciones, de injusticias y de paradojas que
llamábamos la normalidad.
Nos
está demostrando para bien y para mal que todo puede cambiar de la
noche a la mañana. Los Estados y las empresas que nunca encontraban
cómo pagarles bien a las personas por trabajar de repente tienen que
pagarles para que se queden en casa. Las aerolíneas del mundo entero
de pronto se ven expulsadas del cielo.
El
petróleo cuyo precio nos tiranizaba y cuya combustión a la vez nos
movía y nos paralizaba, se hunde en lo inexplicable. Democracias tan
envanecidas de sí mismas, tan legalistas y tan escrupulosas como los
Estados Unidos, ven de repente a su presidente en campaña firmando
como un regalo personal los cheques de dineros públicos que se
entregan a los ciudadanos.
De
repente no hay un alma en Venecia, ni en Times Square, ni en los
Campos Elíseos, y el globo unificado parece recordar incómodamente
que después de Roma y su universalismo vino la Edad Media con sus
aislamientos y sus diablos de aldea.
El
mundo en que nos ha sorprendido esta pandemia no es ya el mundo
intacto y seguro que fue en otros tiempos. Las lluvias de pájaros y
la muerte de las abejas lo anunciaban como si fueran oráculos.
No
creo que haya nadie castigándonos, pero, aun así, tenemos que mirar
en todo el planeta este malestar unánime como una advertencia.
William Ospina es escritor colombiano, autor de ¿Dónde está la franja amarilla?” (1997), En busca de Bolívar (2010), La lámpara maravillosa (2012), Pa que se acabe la vaina (2013), El dibujo secreto de América Latina (2014) y cuatro libros de poemas. Autor de las novelas Ursúa (2005), El país de la canela (2008), La serpiente sin ojos (2012) y El año del verano que nunca llegó (2015). Recibió los premios Nacional de Ensayo 1982, Nacional de Poesía 1992, de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada en Casa de las Américas 2003 y el Premio Rómulo Gallegos 2009.
Fuentes:
William Ospina, El malestar unánime, 27 abril 2020, Nodal, Noticias de América Latina y el Caribe.
La obra de arte que ilustra esta entrada es "La Manifestación" de Antonio Berni.
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