La japonesa Setsuko Thurlow superviviente de Hiroshima, en Casa de América, en Madrid. Foto: Víctor Sáinz / El País. |
Setsuko
Thurlow, superviviente de la bomba atómica de Hiroshima, lucha por
la abolición del arsenal y la toma de conciencia de sus devastadoras
consecuencias.
por
Ángeles Lucas
Apoyada
en su bastón se asoma con parsimonia al ventanal y se detiene varios
segundos tras los vidrios y en silencio. Un cielo azul brillante y un
trasiego de viandantes que recorre el paseo de Recoletos de Madrid
ponen fondo a su figura enmarcada entre largas y elaboradas cortinas
burdeos, frisos de madera tallada, alfombras y centenares de libros.
“En cada esquina veo belleza que se ha construido a lo largo de
siglos, arte, música, maravillosa arquitectura... ¿Cómo podemos
permitir la posibilidad de que todo se destroce junto a nuestras
vidas? Las preciadas vidas de todos y cada uno de los seres humanos”,
reflexiona a sus 88 años la japonesa Setsuko Thurlow, superviviente
del ataque atómico que Estados Unidos perpetró contra la población de Hiroshima en agosto de 1945 y que junto a la bomba en Nagasaki
mató a más de 200.000 civiles.
La
escena de sol y aire que paladea en la biblioteca Roa Bastos de Casa
América, donde se dispone a concienciar a los asistentes en un acto
por el inmediato e imperioso desarme nuclear, contrasta con la que
relata cuando cierra sus ojos y, tras la oscuridad de sus párpados,
rememora el horror de la explosión que vivió a sus 13 años. Caos,
procesiones de personas inocentes cubiertas de ceniza, con los ojos
en las manos, con el pelo erizado, con la piel derretida… “La
imagen más dura fue ver a mi hermana y mi sobrino pequeño de cuatro
años totalmente desfigurados, irreconocibles, que no podían verme.
Esto se quedó en mi mente. ¿Qué derecho tenemos de tratar así a
los demás? No hay humanidad, ni dignidad. Los niños merecen un
tratamiento más humano y eso también me da fuerza para seguir”,
plantea como una verdad absoluta.
Cuenta
que esta pavorosa pesadilla del recuerdo es su gran aliento para
luchar desde hace más de 70 años para que nadie, nunca, vuelva a
vivir su experiencia. Llega lejos en su activismo, pero ansía más
resultados. En 2017, la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares, de la que es miembro, recibió el premio Nobel
de la Paz. Ella fue la encargada de leer el discurso de entrega del
galardón por la concienciación colectiva sobre “las catastróficas
consecuencias del uso de armas nucleares” y su liderazgo para
conseguir su prohibición mediante un tratado internacional. “Fue
un reconocimiento público, pero hay que seguir luchando”, señala.
El
tratado, aprobado en la ONU en 2017, entrará en vigor cuando 50
países lo ratifiquen, pero de momento solo lo han refrendado 35,
ninguno de ellos una potencia nuclear, ni ningún país de la OTAN, y
por ende, España. “España puede jugar un papel importante si se
posiciona. Podría desmarcarse de lo que hacen el resto de los
Estados y ser independiente, un ejemplo y un referente”, sugiere
Thurlow, que pregunta curiosa si este periódico lo leen muchos
políticos. “Deberían de señalarse por estar en el lado bueno de
la historia”, desafía.
Quiere
de forma inquebrantable y hasta quedarse sin voz, literal, que se
enteren. Que se enteren los políticos y la sociedad, de que el
peligro existe, que es cercano, latente y criminal, y que no hay
garantía de seguridad mientras haya armas atómicas. “Mi
pesadilla, ahora, es la gente que niega la amenaza nuclear. Vivimos
todos en ella, pero mucha gente solo lo niega y no se enfrenta a la
realidad. Muchos ponen sus pensamientos fuera de su conciencia y de
su mente", dice con la voz entrecortada. "Quiero que la
gente despierte, que sea lo suficientemente realista para asumir esta
situación desagradable. Lo que me pasó a mí, podría pasar otra
vez”, indica.
Y
cuando se imagina si pudiera hablar cara a cara con el presidente de
Estados Unidos, Donald Trump, o los líderes mundiales de Irán,
Corea del Norte o los que defienden las armas nucleares, da un
respingo del asiento. “Les diría que despierten a la realidad, que
dejen de soñar con matar a millones de personas. Es lo peor que los
seres humanos pueden hacer. Respetemos cada vida humana y volquemos
nuestra energía en cambiar el mundo", exhorta soliviantada.
Unas 15.000 ojivas siguen en sus arsenales de las potencias nucleares en
el mundo y solo un accidente ya podría ser devastador para la
población que lo sufra o como detonante para un enfrentamiento
mayor. “Yo he visto el horror de una bomba que era como un bebé,
las de ahora son más destructivas. Me pregunto si la gente no sabe
de lo que hablamos”, plantea esta hibakusha (superviviente de
bombardeo) descreída total de la justificación de los países que
defienden las armas nucleares como fuerza disuasoria de masacres aún
peores.
“La
gente en las calles puede pensar que no le afectan las armas
nucleares, pero afectan a todos. Porque las naciones que las tienen
[Estados Unidos, Francia, el Reino Unido, China, Rusia, la India,
Pakistán, Israel y Corea del Norte] - podrían invertir más en
educación, servicios sociales, infraestructuras... Pero el dinero lo
malgastan para hacer más bombas para asesinatos masivos. La vida de
muchas personas podría ser mejor y más feliz si el dinero se
utilizara para las familias, pero desafortunadamente la gente no
piensa en eso y permite a los Gobiernos gastarlo", concluye para
apelar a la relación directa que hay entre los ciudadanos a los que
en su vida cotidiana puede no preocuparles las armas nucleares.
Por
eso no ceja en su activismo, y tras reunirse con Ada Colau y varias
organizaciones en Barcelona, prosigue esta semana en Madrid con actos
para pedir que España ratifique el acuerdo en la Universidad
Complutense, el Congreso de los Diputados y la Fundación Telefónica.
Con una cadencia tranquila en el habla, vislumbra esperanza en las
personas. "Cuando estaba entre los escombros y apenas podía ver
tras la explosión, escuché una voz que me decía: 'Estoy intentando
liberarte'. Nunca vi la cara del hombre, pero sentí la humanidad. En
el caos total había personas que lo habían perdido todo, pero no
estaban rotas", recuerda con emoción. Incluso ella, cuando se
incorporó, cuenta que lavó su blusa de sangre y cenizas y fue a
mojarla al río para que las sedientas víctimas deshidratadas
pudieran al menos chupar la prenda y sentirse mejor. "No había
médicos, ni ayuda allí", protesta todavía.
Ha
pasado el tiempo, y ve inaceptable e inmoral que catástrofes así,
provocadas por las personas, puedan repetirse. “Esto no es solo una
cuestión de ausencia de guerras, es también de dignidad, de tener
unos mínimos estándares para un mundo justo, de cuidado de la
vida”, señala. Y para las guerras que ahora existen propone
elocuente: “Que cualquier conflicto se resuelva en una mesa de
negociación, no con violencia”.
Fuente:
Ángeles Lucas, “Mi pesadilla, ahora, es la gente que niega la amenaza nuclear que vivimos”, 24 febrero 2020, El País.
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