Nuestras
ciudades están contaminadas, en parte, por la cantidad desmesurada
de automóviles. Solucionar ese problema medioambiental no puede
depender de las buenas intenciones y la falsa solidaridad de los más
adinerados.
por
Martín Caparrós
MADRID
- Sigo creyéndolo: que una persona deba poner en marcha una tonelada
de plásticos y latas para ir a ganarse el pan o a comprar el pan o a
buscarse un apaño es uno de los grandes fracasos de nuestra
civilización; modo brutal del despilfarro, una torpeza extrema.
Pero
también es cierto que es una de esas formas paradójicas en que
nuestras sociedades produjeron la necesidad de lo innecesario que
parece volverse indispensable: millones de personas que ganan,
gastan, sobreviven -y hacen que otros millones ganen, gasten,
sobrevivan- porque les pagan por diseñar cada trozo de esas
máquinas, fabricarlas, ensamblarlas, venderlas, cuidarlas,
repararlas, asegurarlas, controlarlas, aparcarlas, alimentarlas con
esos fósiles que yacen bajo tierra y se refinan, transportan,
venden, especulan, provocan guerras.
Para
eso -para que los coches ocupen el lugar que ocupan en el circuito de
las economías- hubo un proceso largo desde que, hace un siglo, un protonazi estadounidense inventó el fordismo y decidió que trataría
de venderlos baratos a cuantos más mejor y nos cambió la idea de
ciudad.
Nuestros
espacios, nuestras vidas, son ahora la secuela de esa idea. Funcionó:
en estos días, dicen, circulan por el mundo más de mil millones de automóviles. El coche, que todavía en mi infancia era puro
privilegio -“¿uy, en serio tu papá tiene?”-, se volvió tan
común, en nuestros países más ricos, como una buena tele o el odio
por los extranjeros. Para transportarse, por supuesto, pero también
para decir que uno es alguien, quién es, esas marcas tristes de las
marcas. Si salir a la calle lastrado por una tonelada de lata y
plástico es un fracaso civilizatorio, salir embutido en cientos de
miles de dólares es una provocación que algún código debería
definir.
En
cualquier caso el coche no se para. Y en nuestros países
sobresaltaditos, donde se van formando y deformando las tan mentadas
y mentidas “clases medias”, se ha vuelto el objeto aspiracional
por excelencia -y sus ciudades se están convirtiendo en monstruos
desmayados, asfixiados por las toneladas de toneladas de plásticos y
latas-. Así estábamos -a cuatro ruedas, rodando rodando- hasta que
llegó la mugre y mandó parar.
Porque
está claro que los coches ensucian: poluyen, humean, humanean. Y
cuando son muchos, obvio, mucho más. Los coches, metáfora de tanto,
también funcionan como gran ejemplo de una civilización que solo
puede funcionar si solo la usan unos pocos. Si todas las personas
consiguieran comer la carne que comemos los europeos, la Tierra se
quedaría en los huesos; si todas quisieran usar la misma cantidad de
ropa, seríamos jirones. La condición básica de nuestras formas de
consumo es que muchos no consuman, y la democratización de los
coches lo puso en evidencia, y en peligro al famoso medioambiente.
Así que los que más y mejor podemos preocuparnos por él -los que
comemos bien, vestimos bien, vivimos tranqui, aceleramos- empezamos a
buscarle soluciones: no podía ser que nuestras ciudades se volvieran
intransitables tóxicas por ese aumento de la igualdad en el consumo.
Cundió
el lógico pánico. Se reunieron y debatieron cráneos, militantes,
comités, niñas rubias, todos muy bien intencionados, y barajaron
soluciones. Ya hace unos años que empezaron a intentarlas: la
obligación de pagar un ticket caro para entrar al centro de ciertas
ciudades, como Londres, Milán o Estocolmo, o la opción del “pico y placa” por la cual -en México, Lima, Bogotá- cada día de la
semana solo se pueden usar los coches cuyas patentes no terminen en
tal o cual número -que los ricos solucionan teniendo más de un
coche con diferentes números-.
Es
lógico, bien ecololó: para salvar el medioambiente -para salvarnos
de la suciedad de nuestro medioambiente- había que mantener fuera de
los centros de las ciudades, los focos de su concentración, a los
coches más sucios, más dañinos. Madrid Central, con su zona de
exclusión producto del gobierno anterior dizque progre, es el mejor
ejemplo. Barcelona, con un gobierno más dizque todavía, acaba de
imitarla con una Zona de Bajas Emisiones muchísimo mayor. En ambos
casos -y en innúmeros otros- los que tienen derecho a circular son
los coches más nuevos, los prístinos, los híbridos, los
eléctricos, los más caros. Y no lo tienen los más viejos, los más
rotos, los más baratos: los más pobres.
O
sea, más allá de tecnicismos y buenas intenciones: que los ricos
puedan usar sus coches ricos; que los pobres se las arreglen como
puedan. Que uno de esos fenómenos que, para bien o para mal,
caracterizaron el siglo XX -la democratización, la autonomía del
transporte- se termine. Pero no con solidaridad -con compromisos
iguales para todos, con transportes igualmente comunes para todos-,
sino con más desigualdad.
Es
obvio que hay que dejar de poluir nuestras ciudades. Sería, otra
vez, otro error fordista suponer que la solución es el mercado: que
los ricos puedan, que los más pobres no. Lento pero seguro, a 60 o
70 kilómetros por hora, el coche está volviendo a ser un privilegio
de los que compran los más caros. Y todo en el nombre de ese gran
discurso conservador contemporáneo que solemos llamar ecología.
Se
ve tanto, y aquí se ve tan claro: si la solución pasa por
privilegiar a los ricos -sus coches, sus dineros, sus mieditos-, la
ecología seguirá imponiéndose como la falsa solidaridad de una
época en que la única caridad bien entendida empieza -y termina, se
diría- por casa.
Martín
Caparrós es periodista y novelista. Nació en Buenos Aires, vive en
Madrid y es profesor at-large en Cornell y colaborador regular de The
New York Times. @martin_caparros
Fuente:
Martín Caparrós, Los pobres ensucian, los ricos limpian, 16 enero 2020, The New York Times. Consultado 20 enero 2020.
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