La
piscicultura en las regiones más australes de Chile ha impactado en
el ecosistema marino, su biodiversidad y en las formas de vida de las
comunidades locales.
por
Meritxell Freixas
A
unos 1.200 kilómetros al sur de Santiago, en la costa del Pacífico,
se encuentra Chiloé, la isla más grande de Chile. Rodeada por
decenas de ínsulas de menor tamaño, conforma un archipiélago de
2.000 kilómetros de litoral. Allí, en el seno de una familia de
pescadores y a orillas del río Pudeto, nació y creció Ruth
Caicheo, líder de una de las comunidades mapuche-huilliche del
municipio de Ancud, ubicado al norte de la isla.
Ruth
fue testigo de la irrupción de la salmonicultura en el sur de Chile
a mediados de los ochenta, cuando la dictadura de Augusto Pinochet
apostó por dar un impulso a esta industria. Hasta entonces, los
sureños habían subsistido gracias a la agricultura y la pesca
artesanal para el autoconsumo. “Cosechábamos choritos
[mejillones], otros mariscos y pelillo, un alga que sirve para hacer
cosméticos”, explica. Recuerda cómo los alimentos que el mar
entregaba eran abundantes y se compartían entre la comunidad: “Era
como una gran familia”.
Las
condiciones que ofrece el mar en las regiones australes de Aysén y
Los Lagos, donde se ubica Chiloé, motivaron a varias transnacionales
a abrir sus filiales en el país sudamericano que, a partir del año
2000, desarrolló una política de entrega de concesiones acuícolas
por 25 años (renovables) para la explotación de recursos marítimos.
Estas autorizaciones, otorgadas por el Ministerio de Defensa,
permiten instalar balsas-jaulas sumergidas en el océano destinadas
al engorde masivo de estos peces.
Hoy
Chile es el segundo productor mundial de salmones, solo por detrás
de Noruega, país referente del sector. Entre 1990 y 2017 la
industria salmonicultora del país aumentó su producción en casi un 3.000 %. Según un informe de la organización Terram, elaborado con
datos de la Subsecretaría de Pesca (Subpesca) y el Servicio Nacional
de Pesca (Sernapesca), en mayo de 2018, en las regiones de Los Lagos,
Aysén y Magallanes existían casi 1.400 concesiones entregadas para
salmonicultura y casi 600 más en trámite. La Asociación de la Industria del Salmón de Chile (Salmón Chile), patronal del sector,
en 2018 asegura que las exportaciones totales de salmónidos llegaron
a 630.000 toneladas y dejaron más de 5.000 millones de dólares de
beneficios. Estados Unidos es su puerto principal, seguido Japón,
Brasil, China y Rusia.
Desechos
contaminantes
Los
salmones en cautiverio son alimentados con pellets, una especie de
comprimidos elaborados a base de peces convertidos en harina de
pescado y mezclados con químicos. Un estudio del biólogo marino
Alejandro Buschmann establece que el 75 % de la comida subministrada
a los salmones “queda en el ambiente de una forma u otra” y que
“una parte importante va al fondo”, donde también se acumulan
las heces de los propios salmones que contienen restos de los
productos ingeridos.
El
doctor en Oceanografía de la Universidad de California Tarcisio
Antezana explica que la contaminación de las aguas en exceso por
estos nutrientes provoca la eutroficación, un proceso de floraciones
de algas que prolongan y avivan la marea roja (microalgas tóxicas).
Además, se generan condiciones anaeróbicas en el agua que impiden
la existencia de la vida en el mar: al disminuir la concentración de
oxígeno, algunos animales abandonan la zona, hay especies de plantas
y algas que no llegan a crecer, y aumentan los microorganismos
anaeróbicos, que no aportan oxígeno y producen toxinas que
ralentizan aún más la descomposición de la materia. En 2016, el
vertido de 9.000 toneladas de salmones muertos en aguas de Chiloé
intensificó la marea roja y provocó una mortandad de 23 millones de
peces y una profunda crisis social, ambiental y económica. 10.000
trabajadores de la industria fueron despedidos.
Antezana
reprocha que no se reconozca ni cuantifique el deterioro ambiental
provocado por la salmonicultura: “No está establecido el impacto
en las comunidades submarinas”, asegura. El Informe Ambiental de la Acuicultura (2015-2016), elaborado por la Subpesca, registró que en
2015 el 16 % de los centros de cultivo de las regiones de Los Lagos,
Aysén y Magallanes presentaron calificaciones anaeróbicas
“asociadas principalmente a centros de producción de salmones”.
En 2016 la cifra subió hasta el 19 %.
En
el ordenamiento jurídico chileno no existe una regulación
específica y aplicable únicamente a la salmonicultura. Sin embargo,
la Ley General de Pesca y Acuicultura (LGPA) y el Reglamento
Ambiental para la Acuicultura (RAMA) recogen las principales normas
medioambientales de cumplimiento para el sector. La última
modificación de la LGPA exige (artículo 13) un reglamento sobre el
tratamiento de los desechos provenientes de la acuicultura, sin
embargo, en nueve años no ha habido avances al respecto.
La
Dirección General del Territorio Marítimo (Directemar) es, junto
con Sernapesca y Subpesca, uno de los principales organismos
responsables de preservar el medioambiente acuático y sus recursos
naturales. Su director general, el vicealmirante Ignacio Mardones,
explica en una entrevista escrita que la autoridad marítima está
desarrollando “una nueva metodología de evaluación que considera
el coeficiente de riesgo y que tendería a ser más restrictiva,
garantizando una mayor protección del medioambiente acuático y
permitiendo enfrentar de manera más sólida el escenario actual”.
Sin embargo, reconoce que la “inmensidad” del área a supervisar,
con más de 4.000 kilómetros de costa; el déficit de medios humanos
y materiales; y la falta de recursos financieros dificultan el
desempeño de un papel fiscalizador “más activo y con mayor
presencia”.
Abuso
de antibióticos
La
descarga excesiva de desechos al ambiente y el hacinamiento en el que
crecen los peces facilitan la transmisión de enfermedades y
parásitos, que se combaten con antibióticos. En Chile los
estándares de regulación para el uso de antimicrobianos son bajos.
La legislación prohíbe la aplicación preventiva y existen
protocolos para garantizar su eliminación en el pescado
comercializable, pero no hay límites para su suministro mientras los
animales están en el mar. En 2017, la industria salmonera del país
sudamericano utilizó casi 1.400 veces más gramos de antibióticos por tonelada de salmón producida que Noruega.
Se ha demostrado que el abuso de antibióticos provoca que algunas
bacterias de peces generen resistencia a estos fármacos. “Si las
deposiciones de los salmones que pasan al mar tienen bacterias
resistentes de la flora de los peces tratada con antibióticos, estas
pueden transmitir los genes de resistencia a las bacterias del
ambiente marino y a patógenos humanos que se encuentren en ese
ambiente”, expone Felipe Cabello, investigador en Microbiología e
Inmunología del New York Medical College. El académico asegura que,
si bien los medicamentos se diluyen en el agua, “hay algunos que
persisten por meses y cuanto más se usen, más prolongada va a ser
la persistencia en el medioambiente y sus efectos”.
Desde
Salmón Chile, el empresariado afirma -a través de un cuestionario
escrito- que están trabajando con su foco puesto en la
“sustentabilidad” y “la construcción de capital social”.
Señala que la industria del salmón “se adapta a las exigencias
actuales y actúa con acciones concretas”, entre las que cita
“reportes de sostenibilidad, progreso de la educación rural,
reducción de antibióticos y limpieza de playas”.
Sin
embargo, científicos y activistas cuestionan el uso excesivo de
medicamentos y antiparasitarios por parte de la megaindustria
acuícola y su falta de transparencia. Un debate que se reabre con
fuerza cada vez que ocurren episodios de fugas masivas de peces. La
última, en 2018, con la salida de casi 690.000 salmones de sus
jaulas. Ese año varios diputados ingresaron un proyecto de ley para
que la información relativa a los antibióticos sea pública por
empresa y centro de cultivo. Hasta el momento, no ha habido avances
en su tramitación.
Impacto
en la biodiversidad
El
engorde de salmón genera también impacto en la cadena trófica de
los ecosistemas marinos. Es un animal carnívoro y no autóctono de
los mares de Chile que por cada kilogramo de producción necesita, al
menos, otros tres de peces nativos para su alimento.
Mauricio
Ceballos, portavoz de campaña Océanos de Greenpeace Chile, señala
que las especies exóticas de salmón “perturban las relaciones”
de los ecosistemas marinos y menciona al lobo marino, su principal
depredador, como uno de los principales afectados. “Los centros
salmoneros ponen todo su esfuerzo en ahuyentarlos, inicialmente con
redes alrededor de las jaulas, pero también han probado con
ultrasonidos para que no se acerquen. Los lobos algunas veces rompen
estas redes y generen escapes, por lo que, en muchas ocasiones y al
margen de la ley, las empresas han autorizado a sus funcionarios a cazarlos”, comenta el activista.
Mamíferos
marinos como los delfines o las nutrias también se han visto
afectados e incluso algunos han llegado a la desaparecer de la zona.
“La presencia de las jaulas provoca la expulsión de pequeños
cetáceos y nutrias, por lo que su aprobación generalizada en toda
una zona puede tener serios efectos en los hábitats que ocupan”,
indica Ceballos.
“Transformó
una manera de vivir”
La
expansión de la industria salmonera apunta hacia la zona más
austral del mundo, en la Patagonia magallánica, donde se encuentra
una de las mayores reservas de agua dulce no contaminada del planeta.
Áreas prístinas históricamente habitadas por el pueblo Yagán, que
ha abierto una batalla legal para detener la instalación de nuevos
centros de cultivo. “Tenemos un ecosistema muy limpio y casi
virgen, con muy poca intervención del humano. Es muy frágil y débil
ante esta producción tan intensiva que busca lugares limpios y ricos
en oxígeno para favorecer su producción”, dice el representante
de la comunidad indígena Yagán de Bahía Mejillones, David Alday.
La
llegada de las salmoneras ha alterado la forma de vida en el
territorio insular: vació los campos para llenar las ciudades;
convirtió a campesinos, pescadores y recolectores de mariscos en
obreros asalariados; y modificó las dinámicas intercomunitarias.
“La propiedad comunitaria del mar que ejercían de forma
consuetudinaria los habitantes de la isla se fue privatizando”,
apunta Víctor Contreras, investigador, etnomusicólogo y habitante
del archipiélago. “Transformó una manera de vivir sin que sus
protagonistas tuvieran otra opción distinta”, añade. Según datos
de Salmón Chile, la industria emplea a más de 60.000 personas, pero
en los últimos meses sindicatos y organizaciones medioambientales
han criticado públicamente las condiciones laborales de sus
trabajadores. El informe Salmones de sangre del sur del mundo,
elaborado por la ONG Ecocéanos, sostiene que 43 personas han muerto
entre 2013 y 2019 mientras desarrollaban sus labores. Ocho de ellas
solo durante el mes de mayo pasado.
Hoy
parte de los chilotes defienden que “las salmoneras son un mal
necesario” que les ha permitido cotizar para la jubilación, pagar
los estudios de sus hijos o comprarse una casa. Otros, en cambio,
consideran que el coste de este desarrollo industrial es demasiado
alto para la fragilidad ambiental de la isla, su ecosistema y
patrimonio cultural. Ruth Caicheo es de estos últimos. No se olvida
de las palabras de un lonko (líder indígena) que hace 30 años
advirtió a su gente de los cambios que se acercaban: “Vio en su
peuma (sueño) que llegaría una fuerte destrucción del territorio
que afectaría a nuestra identidad”, recuerda. Y concluye: “Fue
un presagio y no se equivocó”.
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Fuente:
Meritxell Freixas, El impacto de cultivar salmones en el Pacífico Sur, 18 octubre 2019, El País. Consultado 22 octubre 2019.
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