Aquellos riesgos
sobre los cuales es imposible alertar, nos hacen perder la confianza.
por Carlos
Caballero Argáez
La crisis de
Hidroituango, con todas sus consecuencias, era ‘inimaginable’.
Por más cálculos que hubieran realizado los responsables de la
construcción de la central hidroeléctrica, los eventos del último
año no estaban contemplados en los riesgos del proyecto.
¿A quién se le
podía ocurrir que llegara un momento en el cual era necesario
adoptar la decisión de secar el río Cauca para evitar que,
eventualmente, la presa cediera y se produjera una avalancha de
grandes proporciones con miles de muertos y un daño social,
económico y ambiental gigantesco? Esa fue la motivación de la
decisión y, con mi amigo Jaime Millán, considero que el cierre de
la compuerta la semana pasada era “absolutamente necesario”.
Recordé lo
‘inimaginable’ por un maravilloso libro de Michael Ignatieff, el
académico y político canadiense (The Ordinary Virtues, Harvard,
2017) que contiene un capítulo sobre la resiliencia y lo
‘inimaginable’. Estudia el caso de algunos eventos de lo corrido
del siglo XXI, como el accidente nuclear de Fukushima, en Japón,
después de un terremoto y un tsunami; la inundación de Nueva
Orleans a raíz del huracán Katrina, el derrame de petróleo en la
plataforma de la British Petroleum en el golfo de México e incluso
el ataque terrorista a las Torres Gemelas en Nueva York en 2011 y el
colapso del banco Lehman Brothers en 2008. Es como si lo
‘inimaginable’ fuera uno de los males de este siglo.
Lo ‘inimaginable’
va más allá de lo ‘impensable’. Los terremotos, las
inundaciones, los accidentes nucleares son ‘pensables’. Pero los
tres eventos simultáneamente son ‘inimaginables’. Nuestras
expectativas, escribe Ignatieff, “están reguladas por siglos de
conocimiento acumulado sobre fenómenos naturales y por la confianza
adquirida en la capacidad del Estado moderno para protegernos,
utilizando este conocimiento”.
Ahora bien, hoy
en día, el estudio de los riesgos es algo común y corriente.
Existen economistas especializados en analizar, por ejemplo, el
‘riesgo-país’; arquitectos e ingenieros que consultan a los
sismólogos y los geólogos antes de diseñar un proyecto, lo mismo
que ingenieros que obtienen los datos meteorológicos para calcular
un muro de contención o una barrera marítima o fluvial. Los
actuarios, por su lado, evalúan los riesgos para las compañías de
seguros, y los institutos de salud están pendientes de todo aquello
genere epidemias.
Seguramente,
muchos de los riesgos sobre los cuales alertan los especialistas
pueden controlarse. Sin embargo, aquellos sobre los cuales es
imposible alertar, los inimaginables, nos hacen perder la confianza
en el conocimiento, en los profesionales que tienen la
responsabilidad de los proyectos y en el Estado.
Entonces, como
concluye Ignatieff, debido a lo ‘inimaginable’, “se propaga un
aire de incredulidad cínica con respecto la vida pública y a la
política... se pierde la confianza en que la ciencia y la política
sirvan para prevenir lo peor”.
Es muy posible
que Hidroituango nunca llegue a operar de la forma como se diseñó,
se proyectó y se planeó. Vendrán las investigaciones exhaustivas,
los juicios de responsabilidad, las demandas, los fallos de las
cortes, para satisfacer a la opinión pública y a los políticos que
siempre, ante lo ‘inimaginable’, quieren que corra sangre. Eso,
sin embargo, no va a borrar la historia ni sus impactos. Pero, ojalá
sirviera para elaborar un gran caso académico de estudio, por varias
universidades, del cual se deriven lecciones para evitar, en lo
posible, la repetición futura de hechos que nadie puede imaginar.
Fuente:
Carlos Caballero Argáez, Hidroituango o lo ‘inimaginable’, 15/02/19, El Tiempo. Consultado 19/02/19.
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