por Silvana Melo
(APe).- Venenos,
bala, pobreza y hambre parece ser el presente oriental que Papá Noel
descargará este final de año para las infancias derrotadas de esta
tierra. Si la mitad de los niños argentinos vive bajo ese eufemismo
que se llama la línea de la pobreza, una parte incontada juega,
respira, come, aprende y corre bajo la línea del veneno. Ambas son
líneas que traza la misma mano: la de un sistema feroz que dibuja
suburbios, márgenes, gente que puede vivir, gente que debe morir,
fronteras que nadie puede salvar.
Parte de ese
mundo anónimo de los niños fumigados transcurre en el campo, juega
con vista al horizonte, se trepa a los alambrados y se toca con los
sembrados. Es decir, con la alfombra sagrada del sistema productivo
fácil y fatal, que agota el suelo para ser exitoso y que mata niños,
perros, zorros, cóndores y cualquier vida entrañable que se confía
cerca. En el altar de la rabiosa rentabilidad.
Cuando Entre Ríos
dispuso, con letra de milagro, la ley que impide la fumigación
terrestre a menos de mil metros y la aérea a menos de tres mil de
las escuelas rurales, la patria sojera puso el grito en el cielo y en
la tierra. El ruralismo dirigencial intervino en las charlas
escolares, trató de interponerse entre las maestras luchadoras y la
gente de los pueblos, apeló, habló a través del gobernador y sus
ministros, sus voceros mediáticos le dieron play y volumen. Y en
todas las tribunas lamentaron la existencia de las escuelas rurales y
de los niños del campo, obstáculos insalvables para avanzar en el
sueño extractivo que arranca como maleza cualquier brote de
rebeldía.
Ahora es Buenos
Aires. La Provincia que, estratégicamente, sostiene desde 2015 el
blanqueo del rumbo de las políticas agrarias con un ministro de
Agroindustria ex gerente de Monsanto. Así como la Nación confesó
dónde está el verdadero poder con un ministro salido de la
presidencia de la Sociedad Rural.
Buenos Aires, en
estos días, determinó por resolución que se puede fumigar con
agroquímicos junto a las poblaciones, a las escuelas rurales –se
aclara, para alivio de los ingenuos, fuera del horario escolar-
arroyos, ríos, etc. Leonardo Sarquís es ingeniero agrónomo. Y
decide sobre la salud de quince millones de personas que habitan la
provincia de Buenos Aires. Que ya utiliza glifosato para desmalezar y
carbofurano para matar perros en zonas urbanas. Que ya tiene los
cursos de agua contaminados. Y los niños de sus escuelas del campo
atravesados en la sangre y los pulmones por una política de
fitosanitarios (el INTA prohíbe que se los llame agrotóxicos) que
finalmente Sarquís legitimó con una resolución.
El bombardeo
indiscriminado con químicos comenzará el 1 de enero de 2019, en una
norma para estrenar el año. Buenos Aires se suma a la campaña anti
ruralidad educativa, en tiempos en que nadie queda viviendo en el
campo salvo las amplitudes de monocultivos transgénicos, en poco
tiempo con semillas escrituradas, desfigurando la ruralidad argentina
en un inmenso laboratorio de ensayos.
Un nuevo año
para las infancias derrotadas de esta tierra, a las que amenazan con
expulsar de sus campos y sus escuelas y hacinar aún más en zonas
hiperpobladas. Un nuevo año para el hambre, la bala y el veneno, las
armas del estado para quitarse de la mochila el peso del descarte.
Un nuevo año,
también, para sembrar en otra tierra y con otra semilla el brote
verde que no esperan los poderosos.
Ese que sea el
pastito de una infancia nueva que pueda resistir. Al veneno, a la
bala y al hambre. Resistir.
Fuente:
Silvana Melo, Buenos Aires, sin límite para el veneno, 20/12/18, Agencia de Noticias Pelota de Trapo. Consultado 21/12/18.
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