por Adam Frank
En 1968, el
astronauta William Anders miró hacia afuera desde su cápsula en la
misión Apolo 8 que orbitaba alrededor de la Luna y vio a la Tierra
de color azul que emergía sobre el grisáceo horizonte lunar. Fue la
primera vez que alguien vio un “amanecer lunar” y la foto que
tomó se volvió icónica.
En ella, nuestro
planeta se ve solo y frágil en contraste con lo negro del espacio. A
cincuenta años, la foto de Anders sigue siendo un resumen visual de
la apremiante necesidad de salvar al planeta de nuestro pésimo
comportamiento. Pero ¿qué tal si hemos malinterpretado el
significado real de esa imagen? De hecho, ¿qué quiere decir eso de
“salvar” a la Tierra?
Si el vehículo
espacial de Anders hubiera alcanzado la cima lunar 55 millones de
años antes, se habría encontrado con un sofocante planeta selvático
tan caliente que casi no tenía hielo ni nieve. Si la visita hubiera
ocurrido 700 millones de años atrás, habría visto una “bola de
nieve”, pues la Tierra estaba cubierta por capas de hielo de
kilómetros de grosor. Y si hubiera aterrizado en nuestro planeta
hace 3000 millones de años, su primera experiencia, de haberse
quitado el casco, habría sido una muerte rápida por asfixia. Esa
Tierra, que ya albergaba vida, tenía aire, pero no oxígeno.
Todas estas
versiones de la Tierra tienen algo en común: estaban profundamente
moldeadas por la vida. Fue la vida que actuaba a través de los
microbios lo que ayudó a echar a andar algunas de las fases de “bola
de nieve” de la Tierra. Fue la vida en la forma de bacterias de un
azul verdoso lo que le dio por primera vez a la Tierra su atmósfera
de oxígeno. Desde que el geoquímico Vladimir Vernadsky acuñó el
término “biósfera”, los científicos han considerado a la vida
como un actor en igualdad de condiciones en el drama de la historia
de la Tierra.
La biósfera es
una potencia cósmica por derecho propio. Es una fuerza planetaria
que canaliza energías enormes que fluyen desde el Sol y las
transforma en rondas sinfín de innovación evolutiva impredecible.
Esa fuerza le da a la Tierra y a su biósfera una resiliencia a largo
plazo que hoy en día debemos imaginar por completo para comenzar a
asimilar el cambio climático que estamos provocando.
Hablamos de
“salvar” a la Tierra como si fuera un conejito que necesitara de
nuestra ayuda. Mostramos imágenes de osos polares demacrados sobre
hielos flotantes que se derriten para provocar un sentimiento de
culpa e incitar a la acción a favor del medioambiente. Sin embargo,
esas imágenes y reportajes nos ciegan ante la realidad de este
momento destacado en la historia de la Tierra.
Nuestro planeta
no necesita que lo salvemos. La biósfera ha soportado cataclismos
mucho peores que el que representamos nosotros y tras millones de
años prosperó de nuevo. Incluso las cinco temibles extinciones
masivas en la Tierra se convirtieron en posibilidades para la
creatividad de la biósfera y generaron nuevas rondas de experimentos
evolutivos. Después de todo, así fue como nosotros, los mamíferos
de cerebros grandes, terminamos dominando la Tierra en lugar de
nuestros antecesores, los dinosaurios. Como alguna vez lo dijo la
gran bióloga Lynn Margulis: “Gea es una dura resistente”. A la
larga, la biósfera se hará cargo de prácticamente cualquier cosa
que le arrojemos, incluyendo el cambio climático.
No obstante, lo
que la historia de la Tierra sí deja en claro es que, si no tomamos
las medidas correctas pronto, la biósfera simplemente seguirá su
curso sin nosotros, y creará nuevas versiones de sí misma en el
clima cambiante que estamos generando ahora. Así que seamos
sinceros: el problema no es salvar a la Tierra ni a la vida en
general, sino salvar a nuestra apreciada civilización. Desde esa
perspectiva, la naturaleza de nuestras opciones cambia
significativamente.
La última era
del hielo terminó hace aproximadamente diez mil años y el planeta
entró en un largo periodo de estabilidad mayoritariamente cálido y
húmedo. Los científicos llaman a esta época geológica el
Holoceno. La historia completa de nuestra civilización ocurre dentro
de esta etapa. Todas nuestras revoluciones en la agricultura, la
construcción de ciudades y la industria han sucedido durante el
Holoceno. Pero este periodo está terminando ahora y nosotros lo
hemos provocado. El impacto humano, en particular el cambio
climático, está alterando el funcionamiento del planeta.
En respuesta, los
científicos ven surgir una nueva época en la evolución de la
Tierra, que llaman el Antropoceno. Sin embargo, la creación de una
versión sustentable a largo plazo de la civilización en el
Antropoceno plantea un nuevo y profundo conjunto de preguntas que
seguirán siendo un misterio para nosotros mientras sigamos
obsesionados con salvar a la Tierra.
Por ejemplo: ¿qué
es la naturaleza? Desde la perspectiva de la biósfera, una ciudad no
es fundamentalmente distinta de un bosque. Ambos son resultado de los
interminables experimentos evolutivos de la vida. Y los bosques,
igual que los pastizales, los insectos y los microbios productores de
oxígeno, fueron alguna vez una innovación evolutiva. En ese sentido
nosotros, y nuestro proyecto civilizatorio, no somos una plaga en el
planeta. Solo somos lo que la biósfera está haciendo en este
momento. Así que la pregunta se convierte en qué cambios debemos
hacer para seguir siendo “lo que está haciendo” dentro de varios
milenios.
Una civilización
de nuestra escala siempre tendrá efectos en la biósfera. Imaginarse
algo distinto es ignorar las leyes de los planetas que hemos
descubierto muy recientemente (las leyes de la física, la química y
la biología). También es ignorar la propia historia de la biósfera,
en la que las especies ubicuas y “exitosas” siempre tienen un
impacto. Nuestra misión no puede ser eliminar el impacto, lo que
sería imposible dado nuestro tiempo de vida, sino tener el tipo
correcto de impacto reducido.
Tenemos que
establecer una relación cooperativa con la biósfera -que ni
siquiera hemos imaginado aún- en la que todos se beneficien. Esto
implica entender lo que hace a la biósfera -con nosotros todavía
en ella- más fuerte, innovadora y resiliente. No obstante, es poco
probable que todas las especies de la Tierra hagan ese viaje con
nosotros. Puede ser que el fitoplancton microscópico le importe más
a este tipo de biósfera saludable que nuestros amados osos polares.
Tendremos que enfrentar decisiones difíciles con profundas
consecuencias éticas. Pretender que podemos extender el Holoceno a
perpetuidad sin esas consecuencias nos puede conducir a un desastre
mayor que hacerles frente con conocimiento.
Reconocer esto -que a la larga la Tierra continuará sin nosotros- no nos
absuelve de la necesidad de actuar de manera urgente. No justifica la
negación del cambio climático ni el vandalismo ecológico. Tampoco
significa que somos libres para imponer sufrimiento a otras criaturas
terrestres. En cambio, es aceptar la verdadera escala de nuestras
responsabilidades con el planeta. Significa que debemos convertirnos
en agentes de algo que la Tierra no ha visto antes: una biósfera
consciente de sí misma y que puede actuar con miras a su futuro con
compasión y sabiduría.
Adam Frank es
profesor de Astrofísica en la Universidad de Rochester y autor de
“Light of the Stars: Alien Worlds and the Fate of the Earth”.
Fuente:
Adam Frank, La Tierra sobrevivirá; nosotros, tal vez no, 17/06/18, The New York Times.
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