Pablo Novak vive
de ausencias. El mundo y la vida que él conoció, desaparecieron. Es
un sobreviviente del tsunami pampeano que sufrió el sistema de
Lagunas Encadenadas del Oeste en los ochenta, en el sudoeste de la
provincia de Buenos Aires. Vive en un rancho sin luz en la entrada de
lo que fue la Villa Turística Epecuén.
En 1985 el lago
homónimo creció e inundó casas y hoteles y en 16 días alrededor
de 1500 habitantes tuvieron que dejar sus viviendas con sus sueños
rotos. Pablo tiene 88 años y desde entonces se ha negado a irse de
la ciudadela turística, hoy en ruinas. La memoria de este hombre es
lo único que queda intacto. "He decidido permanecer aquí, por
la querencia y porque acá hice mi vida", sostiene.
"Ahora tengo
más comodidades que cuando era niño", nos cuenta Pablo. Su
casa es un conjunto de ladrillos que forman un rancho. Ruedas, un
Rastrojero destartalado, el esqueleto de un tractor John Deere y toda
clase de elementos agrícolas y de la vida cotidiana del siglo pasado
están tirados alrededor de su casa, tapados por el pastizal, en una
perfecta escenografía del olvido. Vive sin luz, tiene una cocina
económica a leña y enfría con una heladera a gas.
Una gallina se
trepa a una bicicleta oxidada, su único medio de transporte. "Nací
el 25 de febrero de 1930, tengo doce hermanos. En esos años a la
Villa Epecuén llegaba luz de 180Watts, era una luz roja que no
alumbrada nada". Hoy su farol a gas es un verdadero sol de
noche. La radio a pilas lo conecta al mundo y un montón de diarios
viejos son su literatura favorita.
Sentado en un
sofá al que se le han escapado todos los remaches, rememora su
pasado: "Inauguré la escuela en la Villa. Mamá nos daba una
lata y buscábamos huevos del gallinero, que vendíamos, cuando
juntábamos para una entrada al circo, ya nos podíamos dar por
satisfechos. Así fue mi niñez. No había mucho dinero, pero jamás
nos faltó comida".
Su madre,
criolla, se llamaba Paulina Olsman y su padre, Onofre, nació en
Odesa (Ucrania). Escapando del duro servicio militar, tardó dos años
en llegar a Argentina. "Viajó de polizón, jamás tuvo
documento de identidad", sonríe Pablo. Su padre y él fueron
ladrilleros y gran parte de las casas de la Villa estaban hechas con
ladrillos Novak.
Con el correr de
los años, Novak se ha transformado en una personalidad amada y
discutida por aquellos que le niegan su "ciudadanía epecuense".
Entre estos últimos está la escritora Josefina Licitra, autora del
libro "El agua mala", en el que describe cómo ex
habitantes de Epecuén cuestionan la historia de hombre, quien vive a
doscientos metros de las ruinas y todos los días las recorre con su
bicicleta y sus perros.
Villa Epecuén,
situada en el sudoeste de la provincia de Buenos Aires, en el Partido
de Adolfo Alsina, se fundó en 1921, a orillas del Lago Epecuén. Sus
aguas, que siempre tuvieron propiedades medicinales solo comparables
a las del Mar Muerto, atrajeron a miles de personas que venían a
darse baños. En sus aguas se produce la flotación natural, debido a
su alto porcentaje de sal. Hay crónicas de la época que aseguran
que personas que entraban con bastones, salían caminando sin ellos y
pronto la fama de este espejo de agua creció.
Fue considerada
la "Mar del Plata chica" o el "Mar de Epecuén".
25.000 turistas la visitaban en los veranos. Pero la naturaleza fue
siempre caprichosa con el régimen de aguas. Inmerso en un sistema
endorreico, el lago Epecuén es el último con una particularidad que
le selló su suerte: el agua que entra no tiene salida. Fue así que
pasó por épocas de sequía y en los ochenta, las lluvias abundantes
que comenzaron a hinchar las lagunas, arroyos y canales clandestinos
derivaron sus aguas hasta aquí y pronto el Epecuén recibió el
excedente.
La tragedia
sucedió un 10 noviembre de 1985: el terraplén construido para
soportar las hipersalinas aguas del lago cedió y la Villa Epecuén
quedó bajo las aguas, sepultada para siempre. Pablo fue testigo de
todo aquello. "En los ochenta ya lo veíamos venir. Pero acá
nadie quería saber nada con irse, de a poco el lago se fue metiendo
en el pueblo".
La dirección de
Hidráulica construyó hacia 1978 un terraplén de casi cinco metros
de altura con forma de herradura que permitió trabajar algunas
temporadas, pero en 1985, a pocos días de comenzar el verano, un mar
de agua salada se tragó el pueblo entero.
"Los hoteles
tenían comprada toda la mercadería para el verano, contratados los
empleados y el agua entró una madrugada. No voy a olvidarme nunca
del ruido del agua. A los pocos días nos dijeron: "Junten lo
que puedan, tenemos que abandonar el pueblo, Epecuén va a
desaparecer", recuerda Novak.
En 16 días el
agua lo cubrió todo. Pablo junto a varios vecinos ayudaron a vaciar
un pueblo para llevarlo a la vecina Carhué, a 10 kilómetros de
distancia. El lago había tapado los caminos, por lo que la única
vía para llevar a cabo la evacuación era por el tren, hasta que las
vías mismas quedaron anegadas y la suerte ya estaba echada: la Villa
desapareció.
"Todas las
familias se fueron y de a poco me fui quedando solo", relata
Pablo. El agua tardó más de una década en bajar un poco y hoy
parte de la Villa se puede transitar. El agua salada tiñó las
ruinas de blanco. Es un espectáculo fantasmal, y dentro de él,
Pablo es el único humano que deambula todas las tardes,
confundiéndose con las sombras.
En la soledad
Pablo ha hallado la forma de conservar su vida inmune al tiempo.
También tiene un escudo casero para el frío. "Ahora que viene
el invierno tengo algunos remedios: disuelvo un cuarto kilo de miel a
baño maría que agrego a una botella de grapa y me cebo unas mates
con este menjunje, que me calienta el cuerpo por dentro",
explica.
A pocos metros de
las ruinas, Pablo vive con su farol, que enciende al caer el sol. Un
viejo celular que sus hijos le han obligado a tener es la conexión
con un mundo al que le ha dado la espalda.
En una de las
tantas sequías que enfrentó el lago Epecuén, a fines de la década
del 30, los hoteleros, desesperados porque el agua se retiraba de la
costa, llamaron a Juan Baigorri Velar, considerado "el Mago de
la lluvia", un entrerriano había inventado una máquina que
provocaba tormentas.
"Juntaron
5000 pesos para traerlo, yo le ayudé a bajar sus aparatos, que
instaló en la terraza de un castillo (hoy en ruinas y bajo el agua).
a los pocos días se armó un celaje y cayó un vendaval, que hizo
desbordar el lago". Baigorri Velar luego hizo llover en La
Pampa, en Caucete (San Juan) y su fama transcendió hasta los Estados
Unidos, para luego morir en la pobreza y el anonimato. "No
dejaba que nadie tocara su invento, que era como una valija llena de
antenas", recuerda Pablo.
Ya no vienen,
como antes, veraneantes de todas partes del país a bañarse a las
aguas milagrosas del Lago Epecuén, que era un lugar sagrado para los
indios que habitaban esta región. Las ruinas blanquecinas generan
una vibración que se siente en el aire, las voces de aquellos que
habitaron esta Villa se trasladan por el viento pampeano, creando una
composición onírica. La soledad aquí hizo detener el tiempo.
"Nunca sentí tristeza, hay gente que se abraza a las paredes y
llora, yo disfruté mi vida y no me quiero ir de acá. Mis hijas me
dieron plazo hasta los 70, para irme. Ahora ya no me molestan más.
Mientras pueda caminar y contar la historia que yo viví, acá me
quedo en mi ranchito", desafía.
Fuente:
Leandro Vesco, Pablo Novak, el hombre de 88 años que custodia las ruinas de Villa Epecuén, 25/04/18, La Nación.
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