A demonizar que
se acaba el mundo.
por Jorge Elbaum
El esquema
represivo del gobierno nacional continúa sumando sujetos colectivos
etiquetados como “peligrosos”. Grupos que, en la mirada represiva
hoy en boga, ponen en riesgo la convivencia democrática. Uno de esos
actores demonizados son los Mapuches, “gente de la tierra”, a
quien se acusa -entre otras imputaciones- de “no ser
argentinos” y/o de expresar sus reclamos en términos violentos. La
primera de esas atribuciones ha sido utilizada en varias ocasiones
históricas para quitarle derechos nacionales a diversos tipos de
reclamos, promoviendo la clausura de todo tipo de sensibilización,
por parte del resto de la sociedad, por el carácter foráneo de sus
demandantes.
La expatriación
simbólica requiere, para su difusión y “éxito”, obviar y/o
prescindir de la historia. Sin embargo, algunos ejemplos poco
recordados sirven para superar las falsificaciones en boga,
coherentes con la estilística xenófoba del actual gobierno (cuando
se trata de sujetos pobres) y de admiración desmesurada cuando se
refiere a sujetos acaudalados pasibles de convertirse en inversores.
A principios de
1816 el General San Martín vivía en Mendoza y ocupaba el cargo de
Gobernador Intendente de Cuyo, mientras se encontraba planificando el
cruce de los Andes. Para evitar que la información llegara a los
españoles, y garantizarse la colaboración de los pueblos
originarios, San Martín solicitó desde el campamento del Plumerillo
un “parlamento” con el cacique más anciano de los pehuenches y
mapuches -colectivos étnicos que hablan la misma lengua-,
conocido con el nombre de Ñacuñán. En ese “parlamento”
(término con el que se denominaba entonces el encuentro entre jefes
de dos grupos nacionales), San Martín le solicitó autorización
para atravesar sus tierras y colaboración militar para el cruce del
ejército libertador.
En una carta
enviada por San Martín a Godoy Cruz, escribe textualmente: “Marcho
al Fuerte de San Carlos, con el objeto de tener un Parlamento General
con los indios, en él me propongo que me franqueen el paso por sus
tierras, como el que auxilien al ejército con lo que tengan,
pagándoselos a los precios que se establezcan”. San Martín les
pidió permiso para atravesar sus tierras (“ustedes son los
verdaderos dueños de este país”, les dijo) y dialogó con una
docena de caciques, liderados por Ñacuñán, que lo escucharon
sentados en el piso.
Los líderes
mapuches resolvieron dar su apoyo al General. Sólo tres de ellos se
negaron, pero se comprometieron a no interferir en sus planes ni
colaborar con los españoles. En aquella ocasión, incluso, todos los
caciques obsequiaron ponchos tejidos por sus respectivas mujeres,
como prueba de afecto y reconocimiento a la figura del libertador.
San Martín se encaró de sintetizar el encuentro con los mapuches de
la siguiente forma: “… Concluí con toda felicidad mi gran
Parlamento con los indios del sur: auxiliarán al ejército no sólo
con ganados, sino que están comprometidos a tomar una parte activa
contra el enemigo…” Quizás haya sido este posicionamiento el que
llevó años antes, a San Martin, a promover junto a Belgrano, la
posibilidad de contar con un monarca Inca como autoridad política
del América del Sur. Una de las frases más citadas del nacido en
Yapeyú deja en claro su compromiso con los pueblos originarios: “La
guerra la tenemos que hacer del modo que podamos. Si no tenemos
dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos han de faltar. Cuando se
acaben los vestuarios nos vestiremos con las bayetitas que trabajan
nuestras mujeres, y sino andaremos en pelotas como nuestros paisanos
los indios. Seamos libres, que los demás no importa nada”.
Los estudios
histórico-antropológicos más sistemáticos realizados ponen en
evidencia -tal como lo puntualiza Carlos Martínez Sarasola en su
libro Nuestros paisanos los indios- que “los mapuches (como ya se
denomina a los araucanos) pasaron a ocupar (antes del siglo X de
nuestra era) la parte oeste de Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa
Cruz y porciones muy restringidas en La Pampa y Río Negro, así como
también enclaves aislados en la provincia de Buenos Aires”. El
hecho de que del otro lado de la cordillera haya sobrevivido una
población comparativamente más extendida, en términos
demográficos, que la existente en Argentina, ha sido uno de los
continuos subterfugios esgrimidos por interesados terratenientes (e
ideologías etnofóbicas) para promocionar la inexistente “invasión
mapuche/araucana”.
Uno de estos
cultores de la malversación histórica ha sido Rolando Hanglin,
quien se ha instituido como un aparente preclaro conocedor de la
temática luego de cursar algunas materias en la carrera de
antropología de la universidad del Salvador, perteneciente a los
jesuitas. Hanglin, quien se constituyó en un “cruzado” encargado
de liderar la expatriación simbólica, señaló en una nota
aparecida en el diario La Nación, el 22 de septiembre de 2009 que:
“No hay habitantes originarios, o mejor dicho sí los hay:
originarios de Chile.” En ese mismo artículo afirma que entre los
originarios pueblos pre-existentes del territorio argentino sí
figuraban -a la llegada de los colonizadores- los pehuenches.
Hanglin, autor del poco recordado libro El hippie viejo, no logró
advertir que los pehuenches son mapuches y así se denominan a sí
mismos. Los estudios arqueológicos y antropológicos llevados a cabo
desde 1980 hasta nuestros días proporcionan evidencia histórica que
demuestra la presencia mapuche en ambos lados de los Andes desde el
siglo XI hasta la actualidad.
Otro de los
elementos que el locutor (conocido en el “movimiento Osho” como
Swami Dhyan Nandi, nominación que de ninguna manera puede ser
catalogada de foránea), pasó por alto es la historia de Ceferino
Namuncurá, hijo del cacique Manuel, nacido en Chimpay y beatificado
el 11 de noviembre de 2007 por Benedicto XVI. Ceferino sólo habló
mapudungun (lengua mapuche) como única forma de comunicación hasta
los diez años. Y se presentó ante el papa Pío X como un “hombre
de la tierra” en alusión a su íntima identidad. En 1897 fue
trasladado a Buenos Aires para recibir educación salesiana, en el
colegio Pio XI, cruzándose en los recreos con un entonces ignoto
alumno francés conocido con el nombre de Carlos Gardés. Ceferino
falleció en 1905, y el 12 de agosto de 2009 sus familiares
trasladaron las cenizas a la Comunidad de San Ignacio, en el
departamento Huiliches (provincia de Neuquén), a 60 km de Junín de
los Andes, bajo el rito de su identidad mapuche.
Miguel Hesayne,
quien fuera obispo de Viedma -y uno de los sacerdotes más
comprometidos con los Derechos Humanos durante la última dictadura
genocida-, declaró en una entrevista con Corina Duarte en 2003 que
la llegada del papa a la Patagonia en 1987 supuso “la preferencia
para los mapuches (…). Ellos estuvieron en primera línea; les pudo
dar la mano, los bendijo y ellos también le regalaron al Papa un
poncho” (…) que luego de ponérselo, agradeció afirmando “Ahora
yo también soy mapuche”. Hesayne afirmó reiteradamente que el
epicentro de su labor pastoral como obispo patagónico fueron los
mapuches “porque sentía que eran los más pobres entre los pobres.
Tal era su pobreza que hasta habían perdido su identidad, o la
estaban perdiendo definitivamente”. En la homilía del papa en
Viedma, el 7 de abril de 1987, se dirigió a integrantes de la
comunidad como los “los antiguos habitantes de esta vasta meseta”.
La utilización del término “meseta” (descartando el de
cordillera) supuso un claro mensaje contra quienes -desde fines del
siglo XIX- abonaron la teoría “expatriadora” de los
“araucanos”, nombre con el que los conquistadores denominaron a
quienes a si mismos nunca se llamaron de tal manera.
Más allá de
estos antecedentes, las insidiosas propaladoras de la posverdad -original eufemismo para quitarle el acento lúgubre a la literal
mentira- olvidan además que la Constitución Argentina, rubrica en
su Artículo 75. Inc. 17, lo siguiente: “Reconocer la preexistencia
étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar
el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e
intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades,
y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que
tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y
suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será
enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos.
Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos
naturales y a los demás intereses que los afecten”.
Ni Hanglin, ni
los asesinos de Rafael Nahuel, ni los responsables de la muerte de
Santiago Maldonado, ni Benetton, ni Lewis, ni toda la parafernalia
lingüística vaga e imprecisa destinada a demonizar a los pueblos
originarios, a los trabajadores y a sus líderes sociales o
políticos, han logrado ser capaces de suprimir los datos fácticos
del pasado ni eludir la relevancia de una Carta Magna. La señora
historia, por su parte, parece ser una dama porfiada que deja
infinitas evidencias de su accionar. Incluso señales mapuches.
Jorge Elbaum es
sociólogo, ex director ejecutivo de la DAIA.
Fuente:
Jorge Elbaum, Posverdades patagónicas, 23/12/17, El Cohete a la Luna. Consultado 25/12/17.
No hay comentarios:
Publicar un comentario