por
Silvana Melo
(APe).-
La mandarina que mató a Rocío el sábado, en un paraje rural de
Mburucuyá, Corrientes, es un arma mortal del sistema. El furadán,
que posiblemente la haya paralizado sin regreso, es el veneno brutal
e imprescindible para que el modelo siga en pie. Y su uso
indiscriminado es el dibujo más perfecto de la impunidad: el
descuido, la indolencia y la facilidad de utilizar un tóxico mortal
para fulminar a los pájaros que acechan los cultivos de arándanos.
Envasado en un hermoso y tentador cítrico, monstruoso cuando una
nena de doce años lo disfruta camino a catecismo. Esta es la
historia que cuenta el abogado Francisco Pisarello, quien se echó al
hombro la tragedia de una familia carente de todos los recursos
imaginables. Económicos y sociales. Una historia que difiere de lo
que han relatado los medios en estos días. Una historia con un
veneno que es el mismo que mató 300 perros en un pueblo cercano a La
Plata. Y que es uno de los únicos que terminan con los insectos que
atacan a la soja.
Rocío
iba a tomar la comunión. Por eso iba con su sobrinito Damián camino
a la capilla Santa Librada, a unos 1.500 metros de su casa. La
catequista solía oler las fumigaciones periódicamente. Rocío tenía
doce años y Damián diez. Ella asumía su cuidado. Iban a la misma
escuela rural y al mismo año, a pesar de las edades diferentes.
Graciela Galeano, la directora, viajaba con ellos todos los días los
nueve kilómetros de casa al aula. “Eran ellos dos y otros nueve de
la misma familia”, relató a APe. “Todos de la misma casa”.
Pisarello
ubicó el portón a unos 90 metros de la vivienda de los chicos. “Es
un portón grande que da a un establecimiento citrícola, de
producción de mandarinas”. Una de las frutas estaba al lado del
portón. “Rocío la levantó, la partió, comió ella la mitad y le
convidó a Damián”. El resultado fue fulminante: “se paralizó
casi en forma instantánea”. Damián, con una descompostura atroz,
volvió a la casa como pudo, usando un palito de bastón, para buscar
ayuda. La nena murió en el hospital de Mburucuyá. La causa judicial
está caratulada “Muerte por envenenamiento”.
El
abogado describió un procedimiento frecuente en la producción de
cítricos: “el raleo es quitar algunas frutas de la planta, las que
sean de menor calidad, para que la producción en sí sea la mejor. A
ésas se las traslada”. La pregunta que Pisarello se hace es de una
lógica fatal: “¿qué se hizo con el resto de las frutas
cosechadas?” Aparentemente, se las cargó en canasto de plástico
sobre un carro tirado por un tractor. “Por el traqueteo del
tractor, la mandarina que comió Rocío se cayó a la salida”. Es
decir, que el resto estaba tan envenenado como la fruta que mató a
la nena que fruncía el ceño y hablaba en guaraní cuando algo no le
gustaba, como recuerda Graciela Galeano.
Según
Pisarello, esas frutas, “posiblemente inyectadas de furadán”,
son utilizadas para “matar a los pájaros” en el cultivo de
arándanos “en otro establecimiento a 1500 metros” de la zona
entre Saladas y Mburucuyá.
El
mismo insecticida (el principio activo es el carbofurano y el nombre
de fantasía es furadán) fue utilizado por más de un productor
agropecuario de la zona de La Plata para asesinar a más de 300
perros, en una práctica de enorme peligrosidad para la cercanía de
niños que suelen desesperarse por salvar a un animal en una agonía
tremenda y ese contacto puede ser letal. Por supuesto que el furadán
está prohibido en Estados Unidos y la Unión Europea. Pero el
sistema extractivo, que se lleva los espíritus de la tierra,
contamina los ríos y arranca a los árboles y a los niños como a la
maleza, necesita venenos mortales para subsistir.
Los
especialistas explican que luego de usado “queda en la tierra, el
pasto y el agua durante tres días, con un efecto residual. El tóxico
lo comen los gatos y se mueren; al gato muerto lo picotea la paloma y
también se muere y más tarde el gato come a la paloma envenenada, y
así. Es todo una cadena”.
Una
cadena que envenena la mandarina con furadán para matar pájaros y,
como un paso necesario, mata a Rocío y devasta a Damián. Una cadena
que, en las tomateras de Lavalle -en la misma Corrientes- hace
llover veneno sobre las casas y los patios donde juegan los niños y
mata a José Kili Rivero. Que desagota el agua tóxica de los
cultivos en un canal donde chapotearon Nicolás Arévalo y Celeste. Y
Nicolás murió, con endosulfán en su cuerpo. Los dos tenían cuatro
años. Los dos son los niños sacer de Giorgio Agamben. Aquellos
niños víctimas de un crimen que no pagará nadie.
Rocío
es otro crimen. Porque a los muertos del sistema los aportan los
anónimos, los pobres, los dueños de nada.
Graciela
viajaba con ellos los nueve kilómetros de la casa en El Pago a la
escuela 611 de Costa San Lorenzo. Todos los días. Rocío era
callada, pero la cercanía de los viajes y del aula cotidiana
permitían que cantaran juntos un chamamé, que ella hablara de su
novela preferida: Pasión de gavilanes. Y que todos se entusiasmaran
con la reunión diaria a la hora de “El Zorro”.
El
carbofurano (fudarán) es uno de los insecticidas más tóxicos para
los seres humanos, entre aquellos que se utilizan para la producción
de alimentos. Un cuarto de cucharadita (apenas un mililitro) puede
ser fatal.
El
modelo de agronegocios es agro-tóxico. Envenena la tierra, los
almuerzos de los niños y los ríos vitales. Rasura los bosques y
pavimenta los campos con monocultivos. Edifica en los humedales e
inunda las casas de la gente. Es el sistema el veneno.
El
desafío será producir antídotos. En defensa de las Rocíos, los
Killys y los Nicolás. Para desenvenenar la vida.
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Fuente:
Silvana Melo, Rocío y la fruta envenenada, 15/09/17, Agencia de Noticias Pelota de Trapo. Consultado 16/09/17.
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