Ni´daciye, sobreviviente de la Masacre de La Bomba, falleció en su comunidad de La Esperanza, Formosa. Otro anciano que se va sin justicia, pero deja su testimonio.
por Valeria Mapelman
Don
Solano Caballero falleció el domingo 17 de septiembre por la tarde.
Su verdadero nombre, el que le pusieron sus padres, era Ni´daciye.
Tenía
muchos años, una mujer y varios hijos. Uno de ellos, Jorge, ex
combatiente en la guerra de Malvinas. Y un hermano, Caincoñen,
asesinado por las balas de un colono expropiador.
La
comunidad La Esperanza fue el más importante de sus proyectos, un
pequeño retazo de monte que alguna vez los pilagá perdieron a manos
de la Gendarmería de Línea y que volvió a sus verdaderos dueños
silenciosa y pacíficamente recuperada. Pero tuvo otros. El creía en
la justicia y estaba convencido de que el Estado argentino
reconocería algún día el gran crimen cometido contra su pueblo.
Cada
10 de octubre, en un nuevo aniversario de la Masacre de La Bomba,
tomaba el micrófono y relataba en detalle lo que había visto.
Falleció
Don Solano, pero no se fue del todo, siempre estará con nosotros
relatando una y otra vez lo que sus ojos vieron.
Su
testimonio
"Como a las seis o siete de la tarde vinieron los milicos hasta donde estábamos y empezaron a disparar. ¡Pobre gente!
Cuando
empezaron los tiros caían niños, caían mujeres... ancianos. A una
mujer la balearon acá, a un hombre acá en la rodilla, todos
gritaban, las mujeres, los niños…
Pasó
el primer tiroteo, el segundo, y en el tercero sentí miedo. Todos
los que estaban ahí quedaron baleados, todos cerca del madrejón.
Cuando
largaron los primeros tiros mucha gente cayó herida.
Caían
por allá, por allá, por allá. Me acuerdo que a un hombre le
quebraron la pierna y a otro le dispararon en la boca. A ese hombre
lo llamábamos Kaamkot... a él le pegó la bala y cayó.
Más
allá se escuchaban los gritos de otro anciano que había caído
baleado y estaba en el suelo, se llamaba Kalaky, y tenía quebrada la
pierna.
Desde
ahí yo podía ver como morían los chicos y a una mujer que cargaba
su yica, vi cómo la balearon en la nuca”.
“Vi
morir a mucha gente ahí pero yo estaba tranquilo, no lloraba.
Entonces
apareció un anciano que se acercó dónde estaba mi papá.
Dió
una vuelta así caminando. Mi padre le dijo que se tirara cuerpo a
tierra, arrastrándose. Yo no lo podía llevar, porque el viejo
forzudo iba agazapado, y ahí nomás me pongo muy triste cuando me
acuerdo, porque vi sus pies quebrados por los tiros.
Pobre
hombre, pobrecito era muy viejito. Pudo acercarse a un árbol pero
estaba muy mal herido. Estaba llorando, estaba lleno de lágrimas.
Ahora sufro cuando me acuerdo.
¡Yo
era un buen tirador, si hubiera tenido un rifle en ese momento
hubiera matado unos cuantos milicos! pero no tenía con qué…
Después
me escondí otra vez, esa fue la cuarta. Y largaron otra vez los
tiros.
¡Paf,
paf!
Todos
los troncos de los árboles quedaron llenos de balas por eso la
Gendarmería los volteó después.
Solo
había cincuenta metros entre ellos y nosotros.
Yo
estaba escondido como a unos cincuenta y cinco metros. Ahí había
tres árboles. Un algarrobo, un palo mataco, y un quebracho colorado.
Había varios árboles grandes, un guayabí y un mistol enorme.
Cuando terminaron la matanza cortaron todos esos árboles por eso no
existe más aquel monte. Si no hubieran cortado el monte hubiéramos
podido encontrar ahora todas las balas incrustadas en los árboles,
pero pasaron las topadoras y se llevaron los ranchos y los árboles.
Si hubieran dejado el árbol donde yo me escondí podríamos
encontrar las balas y ya no podrían seguir mintiendo. Todos podrían
verlo”.
Junto
con el remate de los heridos se había iniciado la persecución de
los sobrevivientes. Don Solano huyó hacia el norte, pero algunos
días más tarde fue capturado por tropas de Gendarmería y llevado
en calidad de prisionero a la colonia estatal para indígenas de
Bartolomé de las Casas.
Su
ropa estaba hecha jirones, las espinas le había arrancado el pelo y
su cabeza sangraba. Cuando llegó a la colonia se encontró con un
grupo de más 200 refugiados agrupados alrededor de distintas
fogatas, hambrientos, durmiendo en el suelo.
Al
día siguiente fueron repartidos en las chacras para trabajar. Les
dieron herramientas, los alimentaron y pasaron muchos meses hasta que
pudieron escapar y volver a sus territorios. Corría el año 1948.
Valeria Mapelman es documentalista, integrante de la Red de Investigadores
en Genocidio y Política Indígena en Argentina y directora de
“Octubre Pilagá, relatos del silencio (tailer
https://www.youtube.com/watch?v=--IURxjrjQE).
Foto:
Valeria Mapelman
(Esta
nota de opinión con su foto pueden ser reproducidas libremente, en
forma parcial o total).
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