El
proyecto Bala-Chepete desplazará a las comunidades nativas y puede
acabar con el sueño de desarrollo del turismo ecocomunitario de la
zona.
por Carlos
Heras
Entre
las dos casas de la familia Nay Vargas hay 45 minutos de navegación
río Beni arriba. Una se encuentra en Rurrenabaque y otra en la
comunidad tacana de San Miguel del Bala. La primera está en la
ciudad, con servicios comerciales, médicos y de transporte
accesibles, mientras que la otra está casi a la puerta del Parque
Nacional Madidi, uno de los lugares con mayor biodiversidad del
mundo. Allí cocinan con leña en el terreno alrededor de la casa de
madera, donde crecen los cítricos y siembran otros cultivos como la
yuca o la caña de azúcar. Es su hábitat; así lo defienden sus
habitantes cuando hablan de las consecuencias del proyecto
hidroeléctrico Bala-Chepete, llamado a ser parte fundamental de la
conversión de Bolivia en “el corazón energético de Sudamérica”
con la construcción de dos represas en plena Amazonía.
Camila
Nay Vargas no concibe su vida lejos. “No es mi hábitat. No viviría
muy feliz”, dice. Es una de las 12 hijas e hijos que tienen doña
Benita y don Alfredo, indígenas tacanas de la comunidad de San
Miguel. Tiene 19 años, estudia Turismo en la sede universitaria de
Rurrenabaque y trabaja en la empresa comunitaria de San Miguel del
Bala. Los indígenas involucrados en el ecoturismo están entre los
primeros que entraron en alerta por el proyecto hidroeléctrico, una
megaobra cuyo coste se cifra en casi 7.100 millones de euros en
diversos documentos de estudio previo elaborados por empresa italiana
Geodata a petición de la estatal de energía ENDE. El proyecto,
cuyas obras comenzarían en 2018, prevé la construcción de dos
represas que inundarían 661,9 kilómetros cuadrados, una extensión
algo más grande que todo el municipio de Madrid. Entre afectados
directos -los que viven en zonas que se prevé inundar- e indirectos
-quienes habitan áreas colindantes a los embalses-, la construcción
de ambas represas implicaría el desplazamiento forzoso de más de
5.000 personas. El segundo embalse -creado por una represa un par de
kilómetros río abajo del angosto del Bala- inundaría la comunidad
de San Miguel, según su ficha ambiental, sin que se conozcan los
planes para reubicar a sus 251 habitantes censados en 2012.
La
comunidad se encuentra muy cerca de la entrada al Parque Nacional
Madidi, una de las áreas de mayor biodiversidad del mundo, donde
están presentes el 9 % de las especies de aves del planeta. Según el estudio Identidad Madidi, se estiman alrededor de 8.000 especies de
plantas vasculares y al menos 2.100 de vertebrados. Algunas de ellas,
como el venado andino o el jaguar, están amenazadas a nivel
continental.
A
pesar de ello, la afluencia de turistas es relativamente modesta. En
2016, un total de 6.957 personas entraron en el Parque Nacional,
según datos proporcionados por su dirección. De ellos, 6.125 fueron
extranjeros. En los últimos años, la cifra ha oscilado entre los
8.518 visitantes de 2013 y los 5.334 de 2009, aunque el gasto por
persona y día es más alto que en otras zonas del país, acercándose
a los 100 euros.
Valentín
Luna es el gerente de la empresa comunitaria donde trabaja Camila y
ejerce como presidente de la Mancomunidad de comunidades del Río
Beni y Quiquibey, formada por 17 comunidades indígenas y un pueblo
en el entorno de influencia directa del proyecto de embalse de El
Bala. Explica que, desde la creación de las áreas protegidas del
Parque Nacional Madidi y la reserva de la biosfera y Tierra
Comunitaria de Origen (TCO) Pilón Lajas entre 1992 y 1997, las
comunidades han hecho un esfuerzo por realizar actividades de turismo
y aprovechar los recursos naturales de manera sostenible. “Lo que
aparece estos últimos años como una amenaza para nosotros es la
construcción de la represa del Bala, justamente para generar y
exportar energía al Brasil”, dice.
Alfredo
Nay, el padre de Camilia, resume las dificultades de ese periodo,
donde las medidas de protección no siempre fueron acompañados de
información previa adecuada a las comunidades: “Por ahí se
decreta [la creación del Parque Nacional] y nos ponen guardaparques
por donde nosotros no podemos ingresar”. Para entonces algunos de
sus paisanos ya trabajaban como guías en las primeras empresas
privadas de turismo radicadas en Rurrenabaque y esa actividad
apareció como una alternativa de desarrollo local. En 2005
terminaron la construcción de su primer ecoalbergue y comenzó la
actividad de turística de la empresa comunitaria, con el apoyo de la
ONG Conservación Internacional.
Antes
de eso, ya con el Parque nacional creado, los habitantes de San
Miguel accedieron al servicio de agua corriente con la ayuda de la
ONG Care Bolivia a condición de agrupar sus viviendas, hasta
entonces dispersas. La casa de don Alfredo, que no se agrupó,
accedió al servicio años más tarde, mientras que ahora la mayor
parte de las viviendas se sitúan en torno a una plaza central donde
también hay tres construcciones que sirven de aulas para el colegio
de primaria.
Norman
Valdés, un guía que suele trabajar en Madidi y en la Pampa de
Yacuma, indígena originario de San José de Uchupiamonas, explica
que las actividades turísticas implicaron una profunda
transformación en comunidades como la suya, solo accesible desde
Rurrenabaque tras nueve horas de navegación por los ríos Beni y
Tuichi o por una pista forestal de 33 kilómetros desde la carretera
más cercana.
A
raíz de la creación de Chalalán a mitad de los noventa
-considerada la empresa de turismo comunitaria pionera de la zona,
radicada en San José- se moderaron las actividades de caza y tala de
árboles y empezaron a ver la naturaleza como “un socio”.
Paralelamente a la formación de muchos miembros de la comunidad como
guías, cocineros o administradores creció la agricultura, se redujo
la caza e incluso cambió la dieta.
Cuando
comenzó el proyecto “pro Chan”, un estudio decía que el 80 % de
la carne que se consumía en la comunidad provenía de la caza, un
porcentaje que se ha reducido al 20 % o 25 % gracias al aumento de
los cultivos y el ganado, sostiene Norman. “Ya no es necesario que
el desayuno sea un pedazo de carne con arroz y yuca, sino que empieza
a variar, a ser un buen menú”, dice. Además de fortalecer las
economías locales a través de los salarios, las empresas
comunitarias dedican una parte de sus beneficios directamente a
proyectos en los pueblos.
Quienes
construyeron el sector hace más de 20 años temen las represas sobre
todo porque El Bala se construiría entre Rurrenabaque y el río
Tuichi, donde se encuentran la mayoría de los albergues. Aunque los
documentos del estudio de identificación y las fichas ambientales
prevén la construcción de esclusas para permitir el tránsito,
pocos se fían de su eficacia y todos temen por su impacto estético.
“El turista no va a venir a contemplar un lago artificial”,
apunta Luna.
Cortar
el caudal del río también afectaría a la agricultura, que
aprovecha las inundaciones periódicas de las tierras ribereñas para
renovar la fertilidad del suelo gracias a los sedimentos depositados.
Aunque el proyecto de Geodata contempla la construcción de una
“escalera de peces”, los pobladores piensan que también
afectaría a la pesca de especies migratorias como el bagre o el
pacú, que llegan de río arriba. Solo la construcción del Chepete,
50 kilómetros río arriba del angosto del Bala, haría uniforme el
cauce del río, mientras que la ausencia de sedimento lo volvería
más erosivo y modificaría todo el ecosistema río abajo, advierte
el ingeniero hidráulico Jorge Molina, de la Universidad Mayor de San
Andrés en La Paz.
El
río es la vía de comunicación histórica y presente entre los
pueblos ribereños. En el área de influencia de las represas
proyectadas se encuentran los territorios originarios de indígenas
lecos, mosetenes, tacanas, uchupiamonas, chimanes y ese ejas, explica
Álex Villca, socio de una empresa turística de la comunidad de San
José donde trabaja Norman Valdés. Solo con la construcción de la represa del Chepete, cuyo inicio de obras se prevé para el próximo
año, habría que desplazar a 3.974 personas. Todas las áreas
pobladas a las que afectaría el segundo embalse, siempre según
Geodata, son terrenos de titulación colectiva que pertenecen a los
indígenas tacanas, lecos y mosetenes. En noviembre del año pasado,
las comunidades hicieron una vigilia de varios días en el angosto
del Bala para evitar la entrada de maquinaria, víveres y
combustibles e impedir así que siguiera adelante el estudio
geológico para las obras.
Tras
las fichas ambientales -públicas- y el estudio integral de impacto
ambiental -declarado confidencial-, necesarias para obtener una
licencia ambiental, la empresa italiana está haciendo el estudio a
diseño final, que debe estar listo este año. Aunque los lugareños
lograron su objetivo en noviembre, volvieron a denunciar la entrada
de maquinaria vinculada al estudio recientemente, mientras critican
que el Gobierno no está cumpliendo con el derecho de consulta libre
e informada que tienen los pueblos indígenas ante proyectos de
explotación de recursos en sus territorios, establecido en la
Constitución.
Villca
se muestra muy preocupado por el desplazamiento de personas que
generaría la hidroeléctrica. “Definitivamente vamos a tener que
salir a otros lugares en los que, con el tiempo, tendemos a
desaparecer, a mezclarnos con otras culturas y perder nuestra esencia
como pueblos indígenas”, afirma. También menciona otros peligros
relacionados con la construcción de carreteras para posibilitar la
obra. Esos caminos, advierte, “van a traer gente buscando madera,
recursos minerales, gente con prácticas de caza y de pesca furtiva,
ilegal”.
El
proyecto suscita también dudas sobre su viabilidad y rentabilidad
económica entre quienes han estudiado la información disponible.
Una de esas personas es Pablo Solón, director de la Fundación
Solón, que se encarga de la difusión de la obra de su padre -el
pintor Walter Solón- y a temas ambientales.
Además
de la envergadura de la inversión -alrededor del 23,5 % del PIB de
Bolivia-, Solón cuestiona la rentabilidad del proyecto al revisar
los costes de la energía. En la evaluación económica y financiera
del Estudio de Identificación -un documento confidencial obtenido
por su fundación-, se calculan los gastos de construcción,
financieros y operacionales a 50 años vista. Ese documento concluye
que el coste de la energía en El Bala, con una potencia instalada de
425 megavatios, es de 79,5 dólares por megavatio. Un cálculo
similar arroja un coste de 54,8 dólares para el Chepete, que tendría
una potencia instalada de 3.251 megavatios.
En
una nota de prensa publicada el 27 de octubre de 2016, el entonces
ministro de Hidrocarburos y Energía Luis Alberto Sánchez admitió
que “el precio de compra en Brasil por generación de
hidroeléctricas entre el 2005 a 2016 tiene un precio de 52 dólares
por megavatio/hora”. Al mismo tiempo, sostenía que los cálculos
de rentabilidad cuentan con vender la energía de 70 dólares el
megavatio/hora, sin datos claros que sustenten esa proyección. Ni el
ministerio de Energías ni el de Medio Ambiente y Agua quisieron dar
su versión para este reportaje alegando problemas de agenda.
La
idea de aprovechar el elevado caudal del río Beni para la generación
de energía eléctrica es un viejo proyecto de gobiernos bolivianos
de todo signo y el primer estudio de viabilidad data de 1955. El
Gobierno de Morales lo decretó de prioridad e interés nacional en
2007, sólo un año y medio después de asumir el poder. La capacidad
instalada de Bolivia ya excede el consumo eléctrico interno y no hay
proyecciones que muestren la necesidad de construir obras de
envergadura para el abastecimiento nacional. Por el contrario, la
construcción del sistema hidroeléctrico Bala-Chepete es un proyecto
emblemático del Gobierno para convertir a Bolivia en un centro
exportador de energía al resto de Sudamérica. La energía generada
con esta hidroeléctrica tendría por destino el mercado brasileño,
según han declarado siempre las autoridades competentes y a pesar de
que no existe todavía un acuerdo oficial entre los países. Con el
fomento de nuevas megaobras -de las que esta es, junto a Rositas en
la cuenca del Río Grande, la más importante en generación de
energía- y el cambio de matriz energética, el Gobierno boliviano
pretende encontrar una vía de entrada de divisas al país que
compense la caída de precios del gas natural, principal exportación
de Bolivia destinada a Brasil y Argentina. Actualmente Bolivia
trabaja en diversos acuerdos bilaterales con Argentina, Brasil, Perú
y Paraguay para avanzar en la interconexión de sus sistemas
eléctricos con el objetivo de exportar electricidad a sus países
vecinos.
A
pesar de que incluso Geodata recomienda “aplazar” el desarrollo
de la central hidroeléctrica El Bala “hasta cuando las condiciones
del mercado energético de Bolivia y del exterior indiquen la
conveniencia de su puesta en marcha”, las autoridades competentes
no han descartado construir esa segunda represa. Simplemente
sostienen que la prioridad es el Chepete e insisten en que la
construcción del segundo componente no comenzaría hasta dentro de
al menos quince años.
A
Álex Villca la dudosa rentabilidad de ambos componentes le ocasiona
un miedo adicional: que los diseños finales puedan ser obras aún
más grandes y tengan mayores consecuencias medioambientales. Está
convencido de que la construcción del proyecto Bala-Chepete sería
el fin del turismo que se desarrolla ahora, pero sugiere que con los
años podrían llegar visitantes para ver los restos de “un
desastre ambiental y sociocultural”. “Eso es algo que en turismo
se llama turismo negro”, explica. “Ahora estamos viviendo el boom
de un turismo verde, ecológico. Quizás esto nos lleve del turismo
verde al turismo negro", ironiza.
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Fuente:
Carlos Heras, La hidroeléctrica que amenaza a 5.000 indígenas bolivianos, 14/09/17, El País. Consultado 16/09/17.
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