A pesar del
maltrato recibido durante siglos, no hay constancia, hasta hoy, de la
existencia de un proyecto secesionista, y mucho menos, violento,
entre los líderes mapuche, tal como dijeron algunos funcionarios. La
especialista Diana Lenton explica la historia y desanda las mentiras
difundidas ante la desaparición de Santiago Maldonado, la falaz
vinculación con grupos extranjeros que coloca a ciudadanos
argentinos como un “otro externo”, y cómo se elude la
responsabilidad del Estado y se criminaliza a los indígenas.
por Diana Lenton
En los últimos
días una serie de hechos puso en las portadas de los medios y en las
bocas de varios funcionarios de gobierno el llamado “conflicto
mapuche” en la Patagonia. Un conflicto que algunos de ellos
prefirieron titular como “guerrillas mapuches” o “terrorismo
mapuche”. El provecho político reside en la escalada, y entonces,
a medida que pasan las horas, el titular es cada vez más el
“terrorismo”, sin ninguna otra consideración.
La cuestión gira
en torno a las características atribuidas al preso político mapuche
Facundo Jones Huala, su familia y su comunidad, y a las
organizaciones con las cuales se lo relaciona. El conflicto en sí no
es nuevo aunque tuviera una extraordinaria difusión en las últimas
semanas, estimulada por la coyuntura electoral. Hasta la desaparición
de Santiago Maldonado, un joven bonaerense adherente a la causa
mapuche, en el contexto de una de tantas represiones ilegales y
violentas encaradas por las fuerzas armadas en el territorio mapuche.
En este punto no
quiero ceder a la tentación de demorarme en la vergonzosa cobertura
que los medios vienen haciendo de esta cuestión. Desde el
“descubrimiento” que hizo Clarín en enero de este año, de
Facundo Jones Huala como “el mapuche violento que le declaró la
guerra a la Argentina y Chile”, en una nota plagada de errores
acerca del origen y la biografía del protagonista, de las
características de las organizaciones e inclusive de los datos
concretos de las supuestas “víctimas” del peligroso terrorista.
Hasta la participación decisiva del mismo diario y otros en la
viralización de las acusaciones del Gobernador de Chubut, Mario Das
Neves, quien llegó a la irresponsabilidad de acusar al Juez Federal
de Esquel, Guido Otranto, de actuar en “connivencia con
delincuentes” a raíz de su decisión de no hacer lugar al pedido
de extradición de Jones Huala a Chile, en noviembre de 2016.
El juez sostenía
no haber podido comprobar las acusaciones, por un lado y, por otro,
que el proceso judicial incluyó “confesiones” obtenidas bajo
tortura por personal policial. A este atropello a la independencia
judicial le siguió la nueva detención de Facundo en junio, y la
duplicación ilegal de su juzgamiento por los mismos hechos, tal
como vienen denunciados desde Chile: portación de armas y daños a
vehículos e inmuebles. La prensa argentina suma -aunque no está
en el expediente- violencia contra personas. Cabe agregar que
mientras de este lado de la cordillera descubrimos el “terrorismo
mapuche”, del otro lado se van cayendo las mismas causas -que
involucran a muchísimas autoridades políticas y religiosas de los
mapuches que viven en Chile- por la evidencia del fraude que pesa
sobre ellas. Decenas de dirigentes mapuches se encuentran en prisión
en Chile por causas muchas veces nimias, que ocultan en todos los
casos la represión del reclamo mapuche en cualquiera de sus formas.
Mientras se
utilizó hasta el paroxismo la imagen de un camión quemado a
principios de este año, así como otras fotografías de personas
encapuchadas junto a símbolos mapuche, que le permitió a ciertos
medios explotar fantasías de un combo que remite a
Chiapas-Gaza-Libia-y-Euskadi-todo-junto, fue mucho menos difundida la
tremenda imagen de Emilio Jones con su cara baleada, en una de tantas
entraderas de la policía provincial en Cushamen. Menciono esta
imagen para afirmar que no se trata de carencia de recursos
informativos, sino de una decisión política activa.
Como dije antes,
no quiero ceder a la tentación de centrarme en el delirio mediático,
tema que podría ser analizado mucho mejor por personas más
expertas. Sin embargo, en esta historia no puede faltar, por su
gravísima incidencia, la mención del pésimo armado de la nota que
el programa Periodismo Para Todos tituló como “La amenaza armada
que preocupa al gobierno”. Dentro del estilo que ya le conocemos,
de recorte y pegue de imágenes superpuestas de modo pretendidamente
“casero”, se intercalan fotos de los protagonistas de esta
historia, publicadas en otros medios, con acciones de otros lugares
del planeta, fotos de camiones quemados, al estilo en que un alumno
de primaria “ilustra” con figuritas su tarea escolar. Mientras
tanto, la voz en off va soltando nombres, cifras y datos que
impresionan. No se entiende muy bien por qué se entrevista a un
periodista chileno que no sabe mucho del caso local. Luego, un par de
minutos de una entrevista a Facundo Jones Huala en la que el recorte
es evidente. Y en medio de tanta falsa torpeza, se insertan dos
hechos a los que se dedica, curiosamente, bastante más tiempo: por
un lado, el ataque a la Casa de Chubut en Buenos Aires, en la misma
semana, por parte de un grupo sin identificación que sólo realizó
pintadas con el conocido símbolo anarquista, y escribió como único
mensaje: “Aparición de Seba El lechu” (sic). Esto alcanzó para
que Jorge Lanata adjudicara el golpe a una célula del terrorismo
mapuche. Curiosa organización terrorista ésta, que no reivindica el
golpe en ningún comunicado, pierde la oportunidad de escribir su
nombre en las paredes, y al demandar la aparición del aún
desaparecido, confunde su nombre… ya que Seba, “el lechu”, se
llama en realidad Santiago.
Por otro lado,
Lanata también inserta en medio de la nota la referencia a otro
hecho policial, el crimen del policía José Aigo, aún impune,
sucedido en marzo de 2012 en el paraje Pilo Lil en Neuquén. Se
muestra a los hermanos de la víctima relatando los hechos, aunque
queda en evidencia que no creen en una autoría mapuche del
asesinato. Por el contrario, se identifica a dos de los acusados por
el hecho, ciudadanos chilenos, actualmente prófugos. Dos supuestas
organizaciones armadas chilenas se habrían adjudicado el hecho. En
este episodio, donde resultó asesinado un policía mapuche, cuyo
apellido concuerda con una de las comunidades mapuche más
reconocidas de la provincia, la justicia atribuye el móvil al
narcotráfico y el contrabando y sigue los pasos de dos prófugos que
no son mapuches. Sin embargo, por obra y arte de PPT, la causa
“estaría relacionada” con el movimiento mapuche en Argentina.
Cabe destacar además que Lanata evitó prolijamente mencionar al
tercer acusado en el hecho, un “hijo del poder” de la sociedad de
Junín de los Andes, que fue apresado en el marco de esta causa. La
desaparición de Maldonado, por su parte, es mencionada sólo al
pasar, para “explicar” las pintadas sobre “Seba el lechu”.
¿No son demasiadas omisiones, junto a la inserción de hechos
violentos, en un contexto donde por más que se busque, no aparece la
violencia mapuche y en cambio sobra la violencia estatal?
Historia genocida
Ya ha sido
demostrado el carácter genocida de los avances del Estado argentino
sobre los territorios indígenas. Desde la Independencia, de manera
irregular y espasmódica, y en forma progresiva, se fue afianzando en
la clase política la idea de la necesidad, del beneficio y/o de la
impunidad del exterminio de los llamados “salvajes”. A fines del
siglo XIX la violencia estatal se volvió arrolladora. De nada
sirvieron acuerdos, tratados, pactos preexistentes, bautismos, cartas
ni amistades personales. A la expropiación territorial se sumaron
las ejecuciones sumarias, la prisión masiva, las desapariciones, la
esclavitud, la violencia sexual y el secuestro de sus niños. Algunos
líderes originarios lograron, después de años de recorrer
pasillos, la asignación de un lote para vivir con sus familias. En
general, aquellos terrenos no servían para la agricultura: de allí
que hoy muchas comunidades se asientan en zonas estratégicas para la
explotación turística, minera o petrolera. No es que los mapuches
hoy quieran ocupar esos lotes, sino que son los únicos espacios
donde los dejaron quedarse. Muchos no obtuvieron nada, y emigraron a
Chile o permanecieron, gambeteando la pobreza, como peones de
estancias o trabajadores informales. En el resto del país, esta
situación se repite, con pocas diferencias. Las campañas militares
de ocupación de la región chaqueña se extendieron hasta casi la
mitad del siglo XX. Los últimos censos de población en nuestro país
dan cuenta de la magnitud de la emigración a las ciudades de la
población indígena.
A partir de allí,
una vez sometidos los pueblos y anulada su resistencia, comenzó la
era de la “política indígena”. Hubo innegables avances en la
consecución de políticas de reconocimiento de derechos. Sin
embargo, hasta el día de hoy permanece una falla endémica de los
estados nacional y provinciales y sus distintas agencias, en poder
resolver la omnipresente “cuestión indígena” con cierta
eficacia. El asistencialismo y el clientelismo a lo largo del proceso
de reconocimiento de los indígenas como sujetos políticos conviven
con la represión periódica de cualquier forma de reclamo más allá
de los carriles previstos, y con la profundización de condiciones
socioeconómicas que contrastan dramáticamente con los discursos de
amistad e “interculturalidad”. Los territorios “asignados”
fueron saqueados de sus recursos, hasta hacer inviable la vida
comunitaria. Lejos de resolverse, este drama se profundiza, a medida
que el avance de la frontera extractiva, en virtud de nuevas
tecnologías -llámense agricultura transgénica, minería a cielo
abierto o fracking petrolero- pone el ojo del mercado –y el brazo
del Estado- sobre las comunidades. Los numerosos convenios, acuerdos
y tratados internacionales que el Estado argentino ha suscripto en
beneficio de los pueblos originarios son sistemáticamente violados.
Más aún, la
ideología proeuropea en nuestro país sostuvo la ilusión de que la
población argentina, por una u otra vía, estaba definitivamente
“blanqueada”. La invisibilización de los pueblos originarios fue
sólo interrumpida por la represión de los eventuales conflictos. De
esa manera, el Estado se acostumbró a visibilizar a las comunidades
sólo en clave de violencia.
La respuesta
política de la gente indígena a esta situación es muy diversa. La
formación de organizaciones jerárquicas o liderazgos verticalistas
no es una característica de las culturas americanas. Por el
contrario, coexisten muchos jefes locales, y cada uno tiene autoridad
y autonomía suficiente como para concebir sus propias estrategias.
En el caso mapuche, la gente se identifica en comunidades o lof
rurales o urbanos, y también en organizaciones de segundo grado.
Además de los jefes comunitarios, cuyos cargos son electivos y
rotativos, hay personas individuales que devienen líderes en función
de sus capacidades excepcionales, su sabiduría y su conducta.
A pesar del
maltrato recibido durante siglos, y a pesar de esta diversidad
interna que posibilita toda clase de respuestas, no hay prueba, hasta
hoy, de la existencia de un proyecto secesionista –y mucho menos,
violento- entre los líderes mapuche de este lado de la cordillera,
tal como comenzaron a agitar de la noche a la mañana algunos
funcionarios. Tal agite es una excusa pergeñada luego de la
represión a comunidades que ocupaban tierras en disputa sin que ello
implicara el establecimiento de una nueva frontera internacional.
Mucho menos, significa la anexión de una parte del territorio a
Chile, un fantasma de larga data creado en Buenos Aires y exportado a
las ciudades patagónicas, con tan poco arraigo en la realidad como
puede verificarse a partir de la pésima relación de las comunidades
mapuches con el estado chileno.
En muchos
sentidos, el pensamiento político de los mapuches no es tan
diferente al de otros pueblos originarios. Como demuestran los
numerosos encuentros que suelen producirse por diversos motivos
entre dirigentes de distintos pueblos originarios de los 38 que
habitan el actual territorio nacional, los reclamos y los conceptos
son comunes. Existe una idea muy difundida de que los qom, por
ejemplo, son más “pacíficos” que los mapuches. Esta idea fue
refutada no sólo históricamente, cuando la conquista de los
territorios indígenas chaqueños le insumió al ejército nacional
muchísimas décadas. También en la actualidad, los qom son
sanguinariamente perseguidos por los gobiernos provinciales, en la
medida en que obstaculizan los proyectos de enriquecimiento de
ciertas elites. Lo mismo ocurre con los diferentes pueblos. En las
estancias de Benetton o acampando en la Capital Federal, los líderes
indígenas reciben el castigo asignado a los okupas que estropean el
paisaje de la civilización.
Un prejuicio
arraigado es el que refiere a los mapuche como extranjeros. Sin
embargo, el Censo Nacional de Población permite verificar que apenas
un 3,7 % de los mapuches censados en el país han nacido fuera del
territorio argentino, mientras que un 96,3 % de los mapuche son
argentinos por haber nacido dentro de las fronteras de la Argentina.
El 89 % de los mapuche, además, ha nacido en la misma provincia en
la que fueron censados. Esto nos dice que a pesar de que muchas
personas creen que los mapuche son chilenos, la realidad es otra muy
diferente: la mayoría de ellos no sólo no es chileno, sino que casi
todos viven y permanecen en el pago donde han nacido.
Esto no se
contradice con el reconocimiento de que la identidad mapuche
trasciende a la frontera, ya que se trata de un pueblo que ha sido
artificialmente dividido, cuyas familias quedaron, aún hoy, a ambos
lados de la cordillera, y que esta última no constituye una frontera
natural sino por el contrario, un histórico punto de encuentro.
Existe una impugnación moral de muchos dirigentes sobre los estados
nacionales, dado que la conquista se realizó por medios violentos.
En todo este
contexto, la rebeldía de algunos jóvenes no tiene que ver con una
inclinación atávica ni con una tendencia criminal, sino con simple
honestidad y coherencia intelectual y afectiva. El único modo en que
un gobierno puede confrontar con esa rebeldía es cambiando
sinceramente las condiciones en que se viene relacionando el Estado
con los pueblos originarios. Sin embargo, hasta ahora estamos lejos
de visualizar semejante disposición. Por el contrario el foco de los
discursos se pone sobre los mapuche, eludiendo la responsabilidad del
estado.
Para la antología
de la iniquidad, quedan las afirmaciones de nuestra Ministra de
Seguridad del “confirmado” financiamiento inglés a la
organización terrorista de Facundo Huala. Dado el escaso armamento
secuestrado en los operativos, y especialmente dada la evidente
indefensión con que cada comunidad sufre el atropello de las fuerzas
armadas, es difícil sostener esta afirmación.
Facundo Jones
Huala no es el primer preso político originario en nuestro país.
Seguimos reclamando la liberación de Agustin Santillán, el líder
wichí preso en Formosa desde hace cuatro meses por visibilizar los
abusos contra su gente, en Ingeniero Juárez.
También es
indispensable recordar que a lo largo y ancho del país se suceden
casi a diario los desalojos, las expulsiones, los abusos contra las
comunidades. En las últimas semanas han sido noticia los ataques
violentos a las comunidades mbyá (guaraníes) en las cercanías de
San Ignacio, Misiones.
La desaparición
forzada tampoco es una práctica desconocida en el contexto de la
represión a los pueblos indígenas y a las clases trabajadoras.
Daniel Solano lleva casi seis años desaparecido en Río Negro;
Sergio Avalos, catorce años sin aparecer, y sus causas judiciales
fueron sistemáticamente operadas por los amigos del poder. Marcelino
Olaire, de La Primavera, desapareció a fines de 2016 en un hospital
de Formosa. Sus familias reclaman por ellos incansablemente.
La agitación del
fantasma del terrorismo y el secesionismo mapuche en un claro momento
electoral, sin embargo, abre otros interrogantes. ¿Cuál es el
rédito que obtiene el gobierno al instalar estas figuras en la
vidriera política? ¿La identificación de su agenda con el proyecto
sarmientino de erradicación de la barbarie? ¿O más bien, la
fidelización de un sector de su electorado que podría comenzar a
sentirse incómodo por la escalada represiva, a no ser que se
identificara a los reprimidos con quienes lo merecen por ser
terroristas, por extranjeros, inauténticos? En ese sentido, es tan
importante reclamar al gobierno nacional y provincial, que como
responsables deben responder por la desaparición de Maldonado y por
la criminalización de Jones Huala, como trabajar con aquellos
sectores de la sociedad nacional que se “tranquilizan” viendo
terroristas en los mapuches y punteros pagos en los linyeras de
Barrio Norte. El “estado de excepción” que una parte de la
ciudadanía, azuzada por la manipulación mediática está pidiendo,
es, junto con la estigmatización de cada vez más amplios sectores
de la población, la incubadora del totalitarismo.
Fuente:
Diana Lenton, El nuevo enemigo público. La criminalización de los mapuche, agosto 2017, Revista Anfibia.
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